«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
EL PARTIDO REPUBLICANO NO SE HA PRESENTADO COMO UNA ALTERNATIVA APETECIBLE

Un cuestionable sistema electoral, una «marea republicana» ausente y el ejemplo de DeSantis: tres apuntes de las ‘midterm’

Sede del Congreso de Estados Unidos, en Washington. Europa Press
Sede del Congreso de Estados Unidos, en Washington. Europa Press

Se elegían senadores, diputados de la Cámara de Representantes y gobernadores, y cada caso, cada pugna, es una historia particular, con sus rasgos propios y sus matices. Pero hay tres apuntes que ya, cuando aún quedan votos por contar, pueden hacerse sobre las elecciones de medio mandato norteamericanas.

Para empezar, Estados Unidos no es meramente Primer Mundo; es el líder del Primer Mundo. Pero no en su sistema electoral. Es un verdadero desastre, absolutamente incomprensible incluso en un país mucho más atrasado. Pese a que la cita electoral estaba en el calendario como fecha fija y tenían años para prepararse, lo han vuelto a hacer. En el condado de Maricopa, que ya dio disgustos en las pasadas presidenciales, hasta un tercio de las máquinas de votación ha fallado. En otras partes se advierte que el recuento definitivo podría llevar no días, sino semanas. Las posibilidades de fraude que permite el sistema son una tentación demasiado grande como para suponer que no van a ser explotadas para el fraude.

En segundo lugar, no hubo «marea republicana». Los republicanos han ganado una mayoría en la Cámara y están ahí, y en el Senado y, sí, puede hablarse de victoria republicana, en algún sentido. Y, sin embargo, teniendo en cuenta la situación, los resultados son un desastre para los republicanos.

Porque la situación es, sencillamente, desastrosa. Nada va bien, ni la economía, ni la posición geopolítica de Estados Unidos, ni la seguridad ciudadana, ni el control de la frontera, al contrario: la inflación se ha disparado, han entrado ilegalmente más de 2,2 millones de personas por la frontera sur, los homicidios en las ciudades las vuelven inhabitables. Cómo será la cosa que los demócratas se han visto obligados a hacer girar toda su campaña sobre el miedo a que las mujeres no puedan matar legalmente a sus hijos no nacidos y en la nebulosa «amenaza a la democracia» que representaría una victoria republicana. Y no es que los votantes no se dieran cuenta de todo esto: en la misma noche electoral, una encuesta a la salida de las urnas confirmaba que más de dos de cada tres norteamericanos están insatisfechos de cómo se está gobernando el país, y ya es sabido que la popularidad de Biden —y se nos lleva diciendo hace meses que las midterm son un referéndum sobre el gobierno— está por los suelos.

¿Por qué, entonces, no han arrasado totalmente los republicanos, por qué no ha habido la prometida ‘marea republicana’? Porque el Partido Republicano no se ha presentado, a ojos de muchos votantes desesperados, como una alternativa apetecible. No hay más. Un caso especialmente llamativo es el de la pugna en Pensilvania entre John Fetterman, candidato demócrata al Senado, y el doctor Mehmet Oz, el republicano que ocupaba el escaño.

Fetterman era el candidato más débil que cualquiera pudiera desear tener enfrente. No solo había sido un alcalde desastroso de una pequeña localidad; no solo mantiene las ideas más enloquecidamente woke, como en su declaración de que si tuviera una varita mágica vaciaría todas las cárceles, sino que sufrió un ataque cerebral que le ha dejado con graves problemas cognitivos. Su debate con Oz fue penoso de ver, necesita que en las entrevistas su equipo le dicte las respuestas, apenas puede pronunciar una frase larga de forma coherente. Pero ha ganado, frente a un ‘titular’ que estuvo entre los primeros en pronunciarse por los privilegios de los transexuales. Entre la copia desleída y el ideario original, aunque sea un disparate, la gente se pronuncia a favor del segundo.

Y, en tercer lugar, el ejemplo perfecto de lo que hay que hacer para ganar lo dio el gobernador de Florida, Ron DeSantis. Ha destrozado a su rival demócrata, una victoria con recochineo. Y no era fácil. DeSantis llegó a la gobernación de Florida, un estado presuntamente demócrata, en las elecciones anteriores por un puñadito de votos, contra viento y marea. Y en sus años de mandato ha demostrado lo que es gobernar con eficacia y, a la vez, manteniendo firmemente los principios de una postura decididamente ‘antiwoke’.

DeSantis ha hecho en Florida todo lo que los periodistas del régimen le decían que no se podía hacer, e incluso lo que otros gobernadores de estados decididamente conservadores no se han atrevido a hacer. Se ha enfrentado abiertamente contra Washington en casi todo. Ha llevado una política anticovid diametralmente opuesta a la federal, basada en la libertad, la responsabilidad personal y los datos objetivos. Abrió los colegios, eliminó la obligación de las mascarillas, prohibió los despidos de los no vacunados y, en su última fase, desaconsejó la vacunación infantil con los productos génicos disponibles. Con excelentes resultados, económicos y sanitarios.

Aprobó una ley prohibiendo el adoctrinamiento de género en las escuelas —ante la oposición furiosa de los grandes medios y del gobierno federal—, así como la Teoría Racial Crítica. Se enfrentó con la todopoderosa Disney por esta cuestión, y en la batalla llegó a desposeer a la empresa de su posición jurídica privilegiada que tiene desde su fundación. Ha asegurado la prosperidad económica de su estado y lo ha convertido en sinónimo de libertad.

Y aun en la última semana previa a la votación ha tenido que superar un innecesario y absurdo insulto del indiscutible líder de los republicanos, el Hombre del Dedo de Oro, Donald Trump.

Los republicanos —y la derecha de otros países— tienen delante de los ojos el ejemplo de lo que hay que hacer para rentabilizar en las urnas el descontento popular, y su nombre es Ron DeSantis.

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