«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Su secreto para convencer a los demás era convencerse a sí mismo

Berlusconi o cuando el populismo era televisivo

La importancia de Silvio Berlusconi es tan grande que antes de llegar al gobierno italiano ya había influido decisivamente en España. Primero, con su Milan, revolucionario con Sacchi e imbatible con Capello (el primero traumatizó al madridismo, el segundo al barcelonismo); después, con las inolvidables Mamá Chicho de Telecinco, suave hito erótico y comienzo de una subcultura televisiva que ahora declina.

Berlusconi tuvo un genial sentido de la oportunidad. Aprovecha los primeros años 90, cuando la Operación Manos Limpias barre la clase política italiana. No había nada. Solo un vacío, y sus televisiones.

Por eso es tan absurdo cuando los de siempre repiten que Berlusconi fue un Trump. No. Trump no tenía ni una televisión ni un periódico, y Berlusconi los tuvo casi todos. Con ellos pudo presentar una alternativa de la máxima simplicidad: el comunismo o yo, como si fuera a defender a los italianos de la antigua izquierda terrorista. Por eso, en realidad, Berlusconi no se parece tanto a Trump como a la derecha postaznarista del PP, con su simplismo absoluto del «nosotros o Stalin».

Su derecha reflejaba una Italia «falsamente apolínea, supervitaminada, blanqueada, algodonada y en rosa, preparada en sus largas homilías televisivas en tecnicolor», palabras del gran periodista Indro Montanelli, que lo tuvo de editor en Il Giornale. Al entrar Berlusconi en política, los dos amigos separaron sus caminos.

Por eso, por su dominio de los medios y por su centroderecha anticomunista, televisado y propenso a una idea empresarial del Estado, Berlusconi aquí se parece más que nadie al PP. Una derecha propiciada por la oligarquía televisiva, por el efecto moliente de las televisiones sobre las psiques.

Pero Berlusconi no se quedaba en eso. Era un centroderecha alegre y rupturista en algo porque añadía su talento y un carisma únicos. «Un perfecto equilibrio entre pathos y humor», en opinión de Montanelli, para quien no hubo comunicador mejor. Su carga de entusiasmo podía ser perturbadora. Un gran financiero milanés se negó a recibirlo durante mucho tiempo para no sucumbir a sus dotes de persuasión, pero Berlusconi, que solía ganarse a las secretarias, se enteró de que viajaba a Roma y se las ingenió para conseguir un asiento al lado en el mismo vuelo. Al acabar el trayecto, el crédito ya era suyo.

El secreto de Berluconi para convencer a los demás era convencerse a sí mismo. En sus estampas berlusconianas en La Voce, Montanelli elogia su capacidad como actor, su fuerza casi maniaca de identificación con el papel, sobre todo si el papel era de algo nuevo. «Si fuera un actor —lo que en realidad debería haber sido— y le dieran a recitar Otelo, estrangularía a una Desdémona real por noche».

Así que Berlusconi era un populismo, pero un populismo más bien formal. No tanto ideológico, como organizativo y expresivo. En Forza, Italia no importaba tanto la estructura del partido como su personalismo y su talento asombroso para la comunicación y para entender, reflejar e ilusionar al italiano al que, a la vez, iba moldeando con sus televisiones. «No lo votaban tanto para gobernar como para mandar». Era la relación esquemática de una afición futbolera con su presidente: sabe fichar, sabe llevar el club, tener el éxito de su lado…

Luego había algo cultural y sexual, innegable. Berlusconi era machista («Todo el mundo tiene un 25% homosexual. Mi 25% es lesbiana») y mammista: «No encontrarán una foto de mi hijo Silvio con una mujer», dijo una vez su madre para hilaridad general. Una top model (¡ministrables todas!) lo describió con frase para mármol: «El más macho entre los políticos italianos, a pesar de su aparente calvinismo».

«Calvinista» y todo, Berlusconi sabía proyectar al italiano medio y respondía a su larga esperanza en el hombre providencial, muy lejos, eso sí, de Mussolini. «Berlusconi no es un dictador, es un corruptor», según Montanelli, que juzgó críticamente el aventurerismo político de Berlusconi, pero aun más a la sociedad italiana; unos compatriotas que en sus risotadas, su bronceado, sus villas, su humor y sus fanfarronadas de mujeriego veían una Italia no tanto real como deseable.

Hubo un momento en que Berlusconi llegó a tener las televisiones privadas y las públicas. Salía a todas horas en la pantalla y moldeaba los deseos nacionales. En un artículo de 1994, Montanelli se lamenta de que solo un 16% de los italianos juzgara indecorosa esa concentración de poder político y televisivo. Llega entonces a una conclusión que bien podríamos hacer nuestra: «En Italia, la ausencia de una rigurosa división de poderes no depende tanto de lo incierto de sus instituciones como de lo incierto (por usar un eufemismo) de la conciencia civil de los italianos».

El poder mediático y el talento actoral de Berlusconi pudieran haberle llevado, de querer, a hacerse pasar por un italiano más, a confundirse totalmente entre el pueblo, la gente, como algunos gobernantes han hecho a lo largo de la historia. Mimetizarse, ser uno más en la calle, en el mercado. «Berlusconi, sin embargo, no podría resistir la tentación de gritar alegremente a su interlocutor, al conductor de tranvía, al comerciante, al emigrante: ¿Pero no se da cuenta de que está hablando con Berlusconi?». Ahí señaló Montanelli, con cierto alivio, el único límite o contrapoder que en un momento dado tuvo enfrente il Cavaliere: el deseo, la necesidad de Berlusconi de ser Berlusconi.

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