Mejor no demos por hecho que desde la fatwa contra Salman Rushdie nadie en Europa corre el riesgo de acabar bajo protección policial por publicar un libro, porque en Francia encontrará un rotundo desmentido. Ese desmentido se llama Florence Bergeaud-Blackler, antropóloga e investigadora desde hace décadas en el CNRS, el equivalente francés del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y autora reciente de una sólida investigación sobre la ideología de los Hermanos Musulmanes y su influencia tentacular en Europa, Le Frérisme et ses réseaux.
Este es precisamente el crimen de leso-pensamiento que le ha valido una lluvia de insultos, de descalificaciones y finalmente de amenazas de muerte suficientemente serias para que acabe bajo protección policial. Ante semejante atropello, era de suponer que sus colegas investigadores, el mundo universitario y el gobierno cerrarían filas y expresarían alto y claro su apoyo incondicional a la investigadora. Pues no. Varias voces se han alzado, personalidades de cierto calibre han publicado tribunas, pero el apoyo público de su centro de investigación se hizo esperar y dejó mucho que desear. Y de momento, Bergeaud-Blackler sigue esperando una llamada de la ministra.
Peor aún, su antiguo director en el CNRS, François Burgat, islamólogo (y complaciente vocero del islam político) la puso en la diana con un aluvión de tuits incendiarios mientras que un orfeón de medios de izquierdas y/o islamistas lanzaron los anatemas habituales que callan bocas e intimidan a los que pensaban abrirla: islamofobia, discurso de odio y delirio «conspiranoico«. Punto. Para los guardianes de las esencias, asunto zanjado y caso visto para sentencia a sabiendas de que con el fundamentalismo islámic, estas condenas pueden ir más allá del ostracismo social y mediático. En el país de Samuel Paty, el profesor degollado por un fanático checheno después de una campaña en redes, cabía esperar más prudencia por parte de los justicieros, y menos cobardía de casi todos los demás.
Cobardía, precisamente, porque el caso Bergeaud-Blackler es sobre todo el vivo retrato de la cobardía. Su caso no es sólo el nombre de un vergonzoso silencio ante unas amenazas de muerte. Ni el de la sibilina autocensura que lleva a tantos universitarios a morderse la lengua con alivio y esconder debajo de la alfombra intelectual cualquier tema que pueda «herir sensibilidades» (por cierto, siempre las mismas). El caso Bergeaud-Blackler es todo eso y más, un síntoma más de un mal que asola a Occidente: la renuncia y el miedo a pensar, a debatir, a analizar, a refutar y a buscar la verdad confrontando argumentos y la criminalización de los que todavía se atreven a hacerlo. Enterrar el debate de ideas es negar la esencia del pensamiento y la libertad que nos hizo grandes. Tolerar que se criminalice, ya sea por comodidad o por miedo, es una traición, una regresión y un suicidio.
Cobardía, también, porque callar ante la situación de Bergeaud-Blackler es blanquear el peligroso, sigiloso y taimado islamismo político promovido por la nebulosa de los Hermanos Musulmanes desde hace ya casi un siglo. Un veneno que ya ha hecho estragos en numerosos países europeos, que ha encontrado cobijo y altavoz en la nueva izquierda woke, y que ha penetrado las facultades universitarias para impedir que se investigue. Incluso, como demuestra Bergeaud en su libro, los tentáculos de esta “cofradía” se han extendido hasta los pasillos de la Unión Europea y del Consejo de Europa que dócilmente han ido adoptando sus códigos y sus ideas. Y con la manida excusa de la islamofobia, el comodín promovido tan hábilmente por los Hermanos Musulmanes, financian organizaciones como ENAR o FEMYSO y acaban promoviendo en campañas oficiales el velo islámico como un símbolo de libertad.
Cobardía, finalmente, y fracaso estrepitoso de unas élites timoratas cuya mayor fobia es «ofender», que se dejan amedrentar por minorías cutres y ruidosas, y que esconden incompetencia y ceguera bajo eslóganes huecos («diversidad», «inclusión») cuya principal ventaja es ahorrarse la molestia de una reflexión seria.
Si pensar y expresarse libremente se convierte en una molestia para la «convivencia» es que ésta es un trampantojo. Si pensar se vuelve una actividad de alto riesgo por la que algunos pagan el precio de su libertad o de su vida, es que la sociedad que lo permite está firmando su certificado de defunción. Porque nada crece sobre las mentiras, y las verdades, aunque sean peligrosas, seguirán siendo verdades. Y una de ellas es la valentía de Bergeaud-Blackler. Otra, es el contenido de sus investigaciones, sujetas a refutación con argumentos, no con amenazas.