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irlanda como presagio

La doble moral de Leo Varadkar: denuncia las manifestaciones antiinmigración pero se abstiene de condenar a los terroristas islámicos

Leo Varadkar. Europa Press

Es excepcional que Irlanda sea noticia, y sin embargo dos acontecimientos recientes ocurridos en ese pequeño país generaron la atención de los medios a escala mundial. Para entender por qué Irlanda es un presagio, es interesante ver ambos acontecimientos desde la mirada de su primer ministro, el Taoiseach Leo Varadkar.

Cuando hace pocos días se desató una violenta reacción callejera, a raíz del apuñalamiento de Dublín, Leo Varadkar se apresuró a denunciar que los desmanes eran causados por «una minoría lunática de racistas». Compárese esto con el comentario que hizo, casi simultáneamente, cuando Emily Hand, la niña irlandesa de nueve años secuestrada por Hamas, fue liberada gracias a que Israel entregó a cambio un manojo de delincuentes. En esa ocasión dijo: «Se ha encontrado a la niña inocente que se había perdido«. O sea, condenó a los manifestantes de Dublín como una turba «llena de odio que ama la violencia», pero ¿y a Hamás, don Leo? ¿Qué vendría a ser Hamas? ¿Tal vez una oficina de objetos perdidos en la que alguien depositó a Emily luego de que la chiquita desapareciera por arte de magia a través de un misterioso portal interdimensional que había en la fiesta de pijamas? ¿Algo para decir del peor pogromo desde el Holocausto que se llevó a la nena, la torturó durante 50 días y la cambió como mercancía?

Varadkar, además de todos los adjetivos negativos que el lector le quiera otorgar y que esta servidora suscribirá, es un gran ejemplo de la devastación de la clase dirigente y de las consecuencias que este empinado declive implican. Habla, además, del desacople de la política del momentum cívico global. Describe el desgano, la cobardía y una especie de borrachera soberbia difícil de encajar en un sólo insulto. Por la forma en la que se encuentra nuestro ordenamiento, sólo vienen accediendo al poder personas incapaces de empatizar con el sentir de sus gobernados en lo que se refiere al concepto del bien y el mal, de aquello que es «lo justo». Esta es la razón por la que Varadkar condena sin tibiezas a las masas encolerizadas de Dublín, incluyendo a las madres que temen por sus hijos, pero se abstiene siquiera de nombrar a los terroristas que metieron en el horno a un bebé vivo. Ocurre que el único sentido moral que tiene a mano el inefable Leo es uno diseñado para distinguirse, justamente, del sentido moral de sus propias poblaciones a las que desprecia. Hacer lo contrario podría ser calificado, por sus pares y por la selecta runfla de la progresía mundial, como «populismo» y a eso sí le tiene asco. A Hamas no.

Entonces resulta que las violentas manifestaciones de Dublín fueron hechas por unos locos, malos de ultraderecha, racistas y delirantes. Nada para decir del desencadenante, nada que hable de las madres que se vienen manifestando desde hace meses porque temen por la vida de sus niñas cuando van a la escuela. Nada que relacione las manifestaciones con el apuñalamiento en cadena de cuatro personas, (tres de los cuales son niños, ese subgénero humano que nuestras élites tanto repelen). Curiosamente, la peor violencia callejera en su país, en años, parece surgir de un hechizo como el portal misterioso de Emily, una explicación mágica mucho más cómoda. También curiosamente, cuando los ataques callejeros son coordinados a nivel mundial pero son desencadenados por eventos relativos a un colectivo apañado por el progresismo sí se justifican. Los casos de Nanterre, las manifestaciones iconoclastas contra los próceres nacionales, las de BLM, tienen todo justificado: incendios, violaciones, la furia asesina de los manifestantes. ¡Caramba, cuantas curiosidades! Parece que los disturbios progresistas están bien, pero los disturbios en respuesta al ataque con cuchillo a niños irlandeses son una expresión de hooligans de la extrema derecha. El primer ministro irlandés parece empatizar más con los asesinos de Hamas que con sus las madres de su propio país.

Leo no puede hablar del desencadenante de la violencia de estos días en Dublín. Es necesario callar la rabia de los ignorados por sus políticas. Existe un malestar brutal con la política de inmigración de Irlanda, a las marchas de opositores a la inmigración se los acusó de «sembrar odio» y con esto se canceló la discusión sobre el cambio cultural que se está produciendo y que acaba con las libertades y valores que permitieron que él fuera electo. En el momento migratorio más efervescente de Estados Unidos, entre fin del Siglo XIX y comienzos del XX, el 12% de la población era inmigrante; y según el censo de 2022 en Irlanda el 20% lo es. Además se trata de un sector profusamente beneficiado por el Estado de Bienestar, privilegio que no tenían las masas migratorias de los siglos pasados.

Es evidente que hay preguntas sobre la política de inmigración irlandesa relativas al costo económico de las mismas más allá de las sempiternas acusaciones de fobias que tan rápido vociferan quienes no sufren sus estragos. Cada vez más, la política inmigratoria es una de las formas en las que los ciudadanos experimentan la privación de sus derechos en manos de sus gobernantes. Despreciar el sentimiento de los gobernados y demonizarlos no parece la mejor manera de implementar una política pública de forma democrática, los nuevos resultados electorales en la región dan cuenta de este malestar, por más ultraderecha que se grite a los cuatro vientos. Pero no se trata de un único elemento, es más bien un cóctel. Muchos barrios de Dublín están en manos de bandas y es palpable su decadencia, la guerra entre las pandillas Kinahan y Hutch detonó la seguridad y la falta de vigilancia es brutal. Sumado a esto, la crisis de la vivienda y del costo de vida convierten la nación en un polvorín a punto de explotar.

El perfil del autor del salvaje ataque con un cuchillo en Dublín empeora las tensiones. El chacal no es inmigrante, es un argelino que obtuvo nacionalidad irlandesa hace décadas pero que jamás se integró ni se convirtió en un elemento positivo para quienes lo acogieron en su sociedad. La cuestión es que el hombre ya había tenido problemas con la Justicia que le habían valido una merecida expulsión que el buenismo estatal impidió. O sea, también está en tela de juicio la justicia, la integración y el servicio de salud mental. Es todo el sistema el que está fallando. Hacer sonar el cantito de la ultraderecha delata una frivolidad incapaz de entender y menos resolver las tensiones inherentes al debate político que está latente. Los apuñalamientos del aeropuerto de Dublín y de Chatham Street de las últimas semanas muestran que se trata de una tendencia creciente. Las preocupaciones sobre el impacto de la inmigración entrelazadas con la crisis social y de seguridad sin precedentes explican la razón por la que el apuñalamiento provocó esos disturbios y las circunstancias que permitieron que se produjera el ataque.

Varadkar no es un caso aislado. Lleva décadas una pulsión notable de los políticos y mandatarios por restar importancia a la crítica de sus malos gobiernos escudándose en acusaciones ideológicas cuando lo que falla es, sencillamente, su gestión de la cosa pública. Disfrutan más del halago tecnocrático y elitista de la supremacía moral progresista que del halago del pueblo al que sirven. De nuevo, desacoplan su cargo del origen de su poder, toda la andanada de sermones respecto de la ultraderecha, el populismo, y su particular versión de la democracia es pura charlatanería, su lealtad desconoce su fuente de legitimidad, simple.

Nos encontramos en un momento esclarecedor de la concepción moral de nuestra dirigencia. En sus definiciones se les ve el alma. Desprecian las motivaciones, deseos y padecimientos de aquellos a quienes gobiernan, pero se solidarizan con la emocionalidad de los ajenos, un raro ejercicio de condescendencia colonialista. Resulta evidente por qué Leo condena con desprecio a la turba dublinesa pero se abstiene de condenar a los terroristas islámicos. Si es incapaz de tomar en serio el secuestro de una niña de su propio pueblo, por qué tomaría en consideración trivialidades como la opinión de su propio pueblo.

Hay algo aquí que no parece tener cura. Es, justamente, ese desacople emocional, ese desprecio de la humanidad próxima. Ese aspiracional elitista no se va a terminar, siempre van a justificar al que ataque a su cultura porque realmente se piensan «superiores» y los valores democráticos valen sólo si certifican su sesgo. Cierta vez, la brillante propagandista socialista Naomi Klein, describió a las manifestaciones violentas de la izquierda como el «saqueo espontáneo«, una especie de resistencia que, aunque brutal, no era condenable porque provenía de un colectivo apañado por el progresismo. El terrorismo palestino, como hemos visto a escala global, es un colectivo que apañan, los niños propios secuestrados, violados y acuchillados, no. Es fundamental entender la cosmogonía en la que están formateadas nuestra élites para no hacer el papel de tontos de ir a manifestar siempre al pie del olmo diciendo «peras, peras». No hay manera.

Varadkar no se enfureció con los terroristas que secuestraron a Emily sino con la ira del pueblo irlandés, porque necesita absolver de culpa a sus apañados, eso lo pone en un estrato superior, donde no se huele el malestar general. Siempre que pueda, este tipo de dirigencia va a reemplazar el sentir hastiado y repugnado de sus gobernados por su propio diseño de moral, no saben hacer otra cosa. Dublin no será una erupción aislada de enojo popular, más bien parece un presagio de lo que vendrá. Las reacciones no suelen ser moderadas, prolijas, quirúrgicas, coherentes, diplomáticas. Hay muchos hartos, en todos lados, que han perdido todo respeto por un sistema de representación, de justicia y de protección que no se respeta a sí mismo. Una fachada de la que ya nadie se fía, y lo trágico es que cualquier nuevo «evento» va a desencadenar la reacción.

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