Con el arribo al poder en Colombia del candidato del Foro de Sao Paulo, Gustavo Petro, todas las dudas orbitan en este momento en torno a la magnitud del daño que éste puede infligir al sistema político colombiano -al parecer ya herido de muerte desde hace unos cuantos años-. ¿Podrá poner en marcha un cambio constitucional? ¿Echará mano del librito socialista para dar paso a un Estado que cada vez intervenga más en la vida de los ciudadanos? ¿Se irá por el camino franco y abierto de la complacencia con los grupos terroristas guerrilleros para firmar un nuevo “pacto de paz”?. El quid de la cuestión a esta altura es el siguiente: ¿Podrá Petro hacer lo que le venga en gana?
Aunque Colombia se ha preciado de la defensa de sus instituciones durante los últimos años -no en vano ha sido prácticamente el único país que no cayó bajo el dominio del encanto izquierdista en la región durante el boom regional del chavismo-, es mejor no confiarse. Su vecina Venezuela, que en su momento era publicitada como una nación capaz de funcionar como una ventana democrática en Suramérica, se terminó trocando en el nido de la nefasta revolución bolivariana, con el consabido arrase de toda la institucionalidad democrática que mal que bien se logró construir en ese país en las décadas previas a 1998, cuando Chávez arribó a la presidencia.
En el caso colombiano las alarmas no surgen por exageración o teoría conspirativa. En este momento parece que las élites económicas y políticas del país sudamericano casi en pleno han decidido dejar pasar a la sala de sus casas al huracán Petro, al menos en las primeras de cambio. Por sorprendente que parezca, los centenarios partidos Liberal y Conservador han asomado abiertamente que no harán oposición a su Gobierno. Esto, tomando en cuenta que el discurso que el líder de la extrema izquierda colombiana lleva años enarbolando apunta justamente a destruir todo lo que ambos partidos construyeron durante décadas.
Pero el asombro no termina allí, pues quien fuera rival de Petro en la segunda vuelta presidencial, el ingeniero Rodolfo Hernández, ha consumido días en extraños devaneos, sin dejar muy en claro que posición tendrá frente al nuevo Gobierno. Hernández incluso se reunió con Petro y posó sonriente para una foto que luego colgó en sus redes sociales, hablando de la llegada de un “cambio” para el país. Posteriormente el propio excandidato ha dicho que ocupará la banca que constitucionalmente le corresponde en el Senado colombiano por haber sido el segundo aspirante presidencial más votado en los últimos comicios, y que desde allí hará oposición a Petro. En fin, idas y venidas en las que uno sabe qué creer.
Otras formaciones políticas que tienen peso en la representación parlamentaria, como la del expresidente Juan Manuel Santos, el Partido de la U, han dicho que tampoco se opondrán a priori al nuevo Gobierno. Todavía se espera que el partido Cambio Radical, del exvicepresidente Germán Vargas Lleras defina el rol que jugará de cara al futuro, no habiéndose pronunciado aún sobre si apoyará a Petro o le hará frente desde la oposición.
En materia de números, Petro tendría hoy de su lado a 79 senadores y 140 representantes en la Cámara, lo que le otorgaría un manejo de casi las tres cuartas partes del Congreso colombiano (74% para ser exactos). Analistas advierten que con tamaño dominio del Parlamento, fácilmente el nuevo presidente ultraizquierdista podría acometer una reforma tributaria y agraria profundas (ojo con el respeto a la propiedad privada), o la modificación del sistema de salud.
Más peligroso aún: con esa mayoría parlamentaria, que funcionaría casi que como una aplanadora, Petro podría emprender un proceso de amnistías a los terroristas del Ejército de Liberación Nacional (ELN), con quienes ya ha asomado que le gustaría pactar la “paz”, así como con los remanentes que han dejado las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) después de su proceso de su «asimilación» a la vida civil en 2016. Se podría, sin más, dejar la puerta abierta a la connivencia con los grupos narcoterroristas que han azotado al país por más de 60 años.
Incluso, ha sonado mucho en Colombia por estos días la idea de que Petro podría dar luz verde a la eliminación de la figura de la Procuraduría, para transformarla en una supuesta fiscalía anticorrupción, integrada en lo sucesivo al Poder Judicial. La eventual eliminación de un órgano que se pretende autónomo y que además está llamado a vigilar el correcto desempeño de los funcionarios públicos no es para nada una buena señal de los tiempos que vienen.
En cuanto a la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, también el peligro está abierto. Esto dado que todos los líderes que el Foro de Sao Paulo ha apuntalado en la región habitualmente usan el método constituyente como la piedra de toque para incendiar la institucionalidad democrática de los países. Sin embargo, en el caso de Petro esto no pareciese prioridad en lo inmediato, dado que ni siquiera lo necesita. El manejo que tiene de ciertos grupos económicos tradicionales y la puesta en bandeja de plata que le han prodigado los partidos en el Parlamento le sirven de entrada para hacer suficientes cambios sin provocar escándalos.
En fin, Colombia podría estar acudiendo a un suicidio colectivo. Catástrofe no solo producida por el peligro que reviste que Petro, un exguerrillero y confeso enemigo de la democracia liberal, haya arribado al poder, sino también por la miopía de sectores que estaban llamados a hacerle oposición, a servir de dique de contención ante eventuales intenciones de dinamitar los cimientos de un país que hasta ayer resistió la llegada del socialismo chavista.