Este domingo Brasil acudirá a las urnas en medio de las elecciones presidenciales más importantes que se han hecho en mucho tiempo. Aunque la frase puede sonar vacía, no es el caso: lo que está en juego el 2 de octubre es la posibilidad de mantener al país en la senda de la recuperación económica post confinamientos, la defensa de la vida, la democracia y las libertades y reelegir a Jair Bolsonaro o suscribir el regreso de la corrupción y la alineación con los países no democráticos de la región a través del criminal Foro de Sao Paulo poniendo de nuevo en el palacio del Planalto a Luis Inácio Lula da Silva.
Lula comenzó sus pasos en la política brasileña como cabeza de sindicatos industriales en Sao Paulo, donde era habitual verle convocando huelgas. Todo ello hasta que en 1980 fundó la formación izquierdista de perfil obrerista Partido de los Trabajadores (PT). El partido rápidamente creció en poder dentro de las centrales sindicales del país y, sobre todo, en las que agrupaban a los trabajadores paulistas.
En 1986, tras el fin de la dictadura militar y el arribo a la presidencia de transición del civil José Sarney, el otrora agitador sindical decide lanzarse al trampolín de la política nacional de lleno, obteniendo un escaño en la Asamblea Nacional Constituyente que para 1988 tiene lista una nueva Carta Magna para Brasil, instrumento que además propicia la elección directa del presidente de la República en los años por venir.
Ya en 1989 Lula decide que es tiempo de optar a la presidencia del país. Para ello se arropa con la tarjeta de un PT que ya acumulaba fuerzas: había conquistado una representación considerable en la propia Constituyente (cerca de 15 diputaciones), además de ganar media docena de alcaldías en las elecciones municipales de 1988. En esos comicios además la organización izquierdista se hace con la importante alcaldía de la ciudad de Sao Paulo. Ahora bien, la aventura presidencial del rostro principal del partido no salió como se esperaba, siendo éste derrotado por Fernando Collor de Mello en segunda vuelta por una diferencia de seis puntos porcentuales.
En 1994, tras un accidentado e interrumpido gobierno de Collor de Melo que termina colapsando por escándalos de corrupción a mitad de mandato, Lula decide optar nuevamente a la presidencia del Brasil, cayendo nuevamente derrotado por el economista Fernando Henrique Cardoso. En esta oportunidad el líder izquierdista ni siquiera llegó al ballotage, pues en la primera vuelta Cardoso se hizo con el 54% de los votos de los brasileños.
La persistencia de Lula en conquistar el poder por la vía electoral no era casualidad. Aun siendo este un individuo cuajado en los preceptos de la más pura izquierda tradicional de América -esa que siempre tuvo a mano las revueltas violentas, el terrorismo guerrillero y el secuestro- como recursos para imponerse en política, su caso representa un punto de inflexión en las tácticas utilizadas por socialistas y comunistas en Hispanoamérica en la década de los 90 para procurarse y preservar la presidencia de las naciones.
La creación del Foro de Sao Paulo
Y es que precisamente con Lula da Silva había tomado cuerpo en 1990 la fundación de lo que hoy conocemos como el Foro de Sao Paulo, una red encargada de instrumentalizar pactos entre grupos e individualidades de izquierda en la región, con miras a reevaluar las tácticas para la procura y conservación del poder.
Ya para la época las viejas luchas guerrilleras hispanoamericanas habían perdido atractivo y romanticismo en la gran prensa internacional, sobre todo por el demostrado perfil delictivo que éstas habían demostrado en países como Perú, Nicaragua, Colombia o Venezuela. De modo que era indispensable dotar de un nuevo maquillaje a estas agrupaciones para hacerlas más potables a las colectividades de cada uno de sus países.
Con base en ese gran reinicio de la izquierda, Lula abandera junto al tirano cubano Fidel Castro la conformación de una corporación que nace para utilizar los recursos de la democracia para acceder al poder y luego, desde allí, pervertir dichas democracias con ideologización, autoritarismo y mucha corrupción. La llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela en 1998 significó el primer gran triunfo para esta corporación tanto desde el punto de vista simbólico como desde el atinente al manejo de enormes recursos económicos para sus aliados desde ese momento.
Así, el otrora líder sindicalista creó una coalición que sirvió de amalgama para erigir tiranías que sojuzgaron -y aún sojuzgan- a sus pueblos. Daniel Ortega en Nicaragua, Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Néstor y Cristina Kirchner en Argentina son apenas una muestra de ello. El Foro de Sao Paulo devino así, más bien, en una internacional del crimen.
Ahora bien, volviendo al recuento histórico electoral del Brasil, en el propio año de 1998 Lula volvió a presentarse a la presidencia, resultando derrotado nuevamente por Fernando Henrique Cardoso, quien ese año fue reelecto en el cargo.
El asalto al poder en 2002
No fue sino hasta 2002, en su cuarto intento, cuando Lula pudo ganar la presidencia del país sudamericano. En octubre de aquel año se impuso en segunda vuelta ante José Serra -el delfín de Cardoso- con un 61% de los sufragios.
Desde su llegada al poder, el líder brasileño se convirtió -a la par de Chávez- en el perfecto espécimen de culto para la prensa global de izquierdas: ambos demostraban, supuestamente, que era posible hacer una “revolución democrática” sin derramar una sola gota de sangre, para así llevar “justicia social” a sus pobres pueblos “oprimidos” por décadas por el imperialismo, el neoliberalismo y vaya usted a saber qué otras cosas más.
En el caso de Venezuela la historia ha sido suficientemente cruda para revelar cómo el chavismo se trocó en una enorme estafa: expropiaciones, cierre a medios de comunicación, persecución a la disidencia, la quiebra de la industria petrolera, la perversión de las fuerzas militares, la complicidad con grupos delincuenciales incursos en narcotráfico y la creación de una diáspora de más de siete millones de migrantes brindan un testimonio suficiente sobre la magnitud de la tragedia.
El Brasil de Lula, por su parte, quiso ser vendido como una referencia de izquierdas no carnívora, tendiente más a enarbolar las banderas herbívoras del “progresismo” que las de socialismo real. Y así pasó Lula sus ocho años en el poder, de 2003 a 2011, vendiendo la idea de ser un socialista que, paradójicamente, era capaz de crear un “milagro económico” que estaba transformando a Brasil en una potencia mundial.
Lula, preso durante 580 días
El mito tenía patas cortas. Justamente en el “boyante” Brasil de Lula se estaba gestando el que ha sido calificado como el mega caso de corrupción más grande de la historia contemporánea de Hispanoamérica: el propiciado por la constructora brasileña Odebrecht. Una empresa que ha sido señalada por haber pagado sobornos cercanos a los 800 millones de euros en al menos 12 países de la región.
Así los tentáculos de Odebrecht se extendieron desde Argentina hasta México, desembolsando millones y millones a su paso para evadir los naturales procesos de licitación en la construcción de obras financiadas por los Gobiernos de cada país. Solamente en Brasil el escándalo salpicó en su momento a un tercio de los senadores, ocho ministros del lulismo y la mitad de los gobernadores de la nación.
Nada más en el país de Lula y su sucesora, Dilma Rousseff (destituida posteriormente por estar incursa en hechos de corrupción), en donde el “desarrollo” de grandes obras financiadas por el Gobierno se convirtió en una carta de presentación ante el mundo, se estima que la empresa pagó cerca de 350 millones de euros en sobornos a la clase política.
Aunado a esto en marzo de 2016 el juez Sergio Moro, encabezando la operación anticorrupción Lava Jato, destapó nuevos escándalos de sobornos a políticos brasileños también provenientes de la empresa estatal petrolera Petrobras.
En 2017 Lula fue sentenciado por el juez Moro a nueve años y seis meses de prisión, bajo los cargos de “corrupción pasiva” y “lavado de dinero”, expresados en la reserva para adquirir un piso de lujo en Sao Paulo. Adicionalmente Lula fue condenado a dos años y 11 meses de prisión por la remodelación hecha en 2010 a una casa también ubicada en Sao Paulo con dineros provenientes de Odebrecht, señalándosele por los delitos de corrupción activa, pasiva y lavado de dinero.
Estos casos llevaron al expresidente a estar preso a partir de 2018, pero solo cumplió 580 días de la condena, dado que la Corte Suprema de Brasil en una insólita decisión, y con el magistrado Edson Fachín a la cabeza, anuló en 2021 todas las condenas establecidas contra Lula por criterios «técnico-formales».
El pretexto utilizado fue uno consistente en que el tribunal que juzgó originalmente al exmandatario -una corte radicada en Curitiba (al sur del país)-, no tenía competencia para hacerlo, y que los juicios tenían que comenzar de cero en un tribunal de Brasilia. La decisión de la Corte Suprema, más allá de las implicaciones judiciales, abrió la compuerta a que un Lula que había presidido a Brasil en medio del mayor escándalo de corrupción de empresa alguna en las últimas décadas en la región, fuese rehabilitado políticamente para presentarse de nueva cuenta como candidato presidencial. Una verdadera desfachatez y un sin sentido al mismo tiempo.