Nazis. Las imponentes protestas de los agricultores han acaparado la actualidad, dejando un poco al margen los tejemanejes del Gobierno con Junts. Pero el inevitable gusto español por la división ya ha puesto las debidas etiquetas, los buenos y los malos, la derecha y la izquierda. En Televisión Española se ha llegado a decir que los manifestantes sobre ruedas son nazis. Curiosa transformación histórica del nazismo, ahora se estaría dedicando a sembrar patatas y lechugas. En algunos medios de comunicación, o mejor de propaganda al servicio del sanchismo, la gracieta de turno de algún servidor al poder con micrófono ha pasado a ser categoría.
La revolución del agro. A los socialistas les ha explotado esto en la cara, una oposición bizarra e inesperada, ellos que dicen representar a «la gente». Y como no pueden ser otra cosa que populistas, o sea, fieles a la mentira, dicen ahora que los tractoristas están dirigidos por oscuros intereses políticos. Pertenecen, por tanto, a la fachosfera, término sancionado por Sánchez. El problema, grueso, podría tener consecuencias muy desagradables para la coalición progre. También para el normal funcionamiento del país. Pero hay que escuchar contra lo que claman los motores diésel, la gravedad del asunto, un especie de programa europeo que parece buscar la destrucción de la agricultura.
Agenda oculta. Lo que más me gusta de la extraordinaria tractorada es su crítica a la Agenda 2030, artefacto que nadie ha votado pero que va imponiendo unas condiciones que, al paso, podrían sumir el continente entero en la precariedad alimentaria, moral y económica. Eso sí, colmado de satisfacción por el deber cumplido: salvar al planeta y destruir al hombre, condenándolo a comer insectos y pasar frío en invierno. Pero feliz.
Tractorada nacional. Los nacionalismos periféricos llevan más de cien años insistiendo en su especificidad. En las evidentes diferencias entre ellos y el resto de españoles. Ante cosa tan complicada, después de siglos compartiendo península, negocios y afectos, se inventaron una tradición milenaria, afinaron una lengua para que sonara lo menos posible al castellano y se dotaron de instituciones que llaman propias. Pero la realidad es terca y, frente a la mitología, reproduce una y otra vez elementos que demuestran la españolidad de Cataluña (no digamos Vascongadas). El último episodio es la protesta de los agricultores, de Vic a Badajoz, de Barcelona a Vigo, todos a una.
Nota catalana. Ha causado estupor entre el maximalismo catalanista el movimiento de Lluis Llach, al que Serrat llamaba, jocosamente, la cantante calva. Esas rencillas entre artistas. El caso es que el personaje, muy implicado en las chaladuras del procés, ha decidido dejar tirado a Puigdemont por sus negociaciones con el PSOE. El nacionalismo pierde una voz, pero no a un soldado, de eso estamos seguros.
Inmigración. Informa LA GACETA de que el Gobierno gastará más de 700.000 euros para que los inmigrantes ilegales albergados en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Ceuta dispongan de servicio de lavandería. Yo soy siempre favorable a la higiene, pero la noticia tiene algo de sucio, el uso de fondos y la gestión incomprensible de la llegada humana a las costas españolas. No digo fronteras porque sonaría a guasa, ya no existe eso tan poco imaginario llamado frontera. El tema coincide con el viaje de Sánchez a Mauritania, un territorio al que difícilmente podemos llamar «Estado». Allí se reunió con unos señores que representaban al «país» africano (seguimos con eufemismos) y les prometió 300 millones de euros para que hagan cosas.
Rusia imperial. No hubo nunca un Putin «bueno», sino una Europa cándida que olvidó en seguida el expansionismo soviético, verdadero gran imperio del siglo XX, aunque la historiografía zurda siga con la carraca antiyanqui. La obra política del viejo agente de la KGB tiene el marcado carácter de volver a aquel imperialismo que el desmoronamiento de la URSS había dejado hecho trizas. Lo gracioso y esclarecedor es que el procés tenía una trama rusa. El Parlamento Europeo obligará a los veintisiete a investigar las injerencias putinescas, en especial las relacionadas con Puigdemont y los suyos. ¿Será este el punto final de las ya complicadas relaciones entre el PSOE y Junts?
Bukele. Se critica, con esa puntillosa sensibilidad demócrata, el estado de excepción instaurado por el flamante presidente en El Salvador. Pero las bandas criminales habían secuestrado la democracia, un golpe de Estado en toda regla en que el primer derecho (a la vida) había sido derogado, secuestrado. El Estado había perdido el monopolio de la violencia. Bukele se lo ha devuelto, garantizando así el más básico funcionamiento de la vida en el país. El 85 por ciento de salvadoreños le han votado.