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ES PUNTA DE LANZA DEL GLOBALISMO

Greenpeace: un movimiento ideológico convertido en máquina recaudadora de fondos

Greenpeace. Europa Press

Si el ecocatastrofismo se ha convertido en una religión (y lo es: concretamente, la religión oficial y obligatoria del globalismo), Greenpeace viene a ser su Santo Oficio, el reverenciado cuerpo de pensadores desinteresados y heroicos activistas que actúa como vanguardia de la fe.

Por eso es un problema cuando algunas de sus figuras más señeras escapan de la secta y empiezan a contar las verdades del barquero. O cuando 113 premios Nobel dirigen a la organización una carta abierta en la que instan al grupo ecologista a abandonar su campaña contra los alimentos genéticamente modificados, especialmente contra el arroz dorado, que podría ayudar a evitar millones de muertes en países en vías de desarrollo.

La carta pasó sin pena ni gloria por unos medios de masas sometidos servilmente a la agenda, pero la reivindicó precisamente uno de esos brillantes prófugos del grupo, el danés Bjorn Lomborg, profesor de Estadística, ex miembro de Greenpeace y autor de El Ecologista Escéptico, quien sugiere que, con su visión completamente ideologizada de la ecología, podría estar perpetrando un “crimen contra la humanidad”.

A pesar del título de su libro, Lomborg no es escéptico en cuanto al Cambio Climático. Lo juzga real y preocupante, basado en pruebas abrumadoras. Pero no comulga con el catastrofismo contraproducente de la organización en la que militó y que responde, más que a la realidad, a una ideología milenarista y al uso del miedo como una herramienta de marketing.

Greenpeace, denuncia, «ha convertido el estado del planeta en una opción ideológica» y por eso «se ven obligados a decir que el mundo va a peor», algo en lo que encuentran la entusiasta complicidad de unos medios de comunicación para los que el apocalipsis vende. Las buenas noticias no son noticia; el fin del mundo, en cambio, sí lo es.

Decía el novelista norteamericano Sinclair Lewis que es muy difícil explicar algo a alguien cuyo sueldo depende de que no lo entienda. En el caso de Greenpeace, nos tememos, podría ser la combinación de la fe ingenua y ciega de los activistas de campo y el cálculo interesado de los dirigentes, que entienden que su poder e influencia dependen de alertar de continuo sobre la superpoblación (el problema es exactamente el contrario) la «extinción masiva» de muchas especies, o la «contaminación en aumento» de la atmósfera y del agua. Porque, como confiesa Lomborg, la situación real es muy otra, aunque para conocerla hay que «fijarse en las realidades y no en los mitos». Si se hace así, con los datos en la mano, se puede comprobar que cada vez hay menos pobreza, mayor acceso a los recursos, mejor educación y mayor calidad del agua y del aire.

Pero si Lomborg ha sido fundamental para sacarle los colores a Greenpeace, más devastador ha sido la defección de unos de sus fundadores y antiguo presidente de Greenpeace Canadá, Patrick Moore, del que no se puede decir que tenga pelos en la lengua. Moore, para quien «el calentamiento global es la mayor estafa de la historia», resumió brillantemente la estrategia de la organización en 1981, cuando aún presidía su rama canadiense: «No importa lo que sea cierto; importa lo que la gente cree que es cierto». Y ese ha sido el espíritu de Greenpeace desde el principio hasta hoy.

Moore lleva el tiempo suficiente en la organización como para conocerla al derecho y al revés, y hace una crítica demoledora de su deriva ideológica. Abandonó Greenpeace en 1986 cuando se dio cuenta de que había sido «secuestrada» por la izquierda política «al darse cuenta de que había dinero y poder en el movimiento medioambiental», denuncia Moore. «Los activistas políticos en América del Norte y Europa le dieron la vuelta a Greenpeace, que pasó de ser una organización basada en la ciencia a convertirse en una organización política de recaudación de fondos«, dijo Moore.

Hoy Greenpeace, como todo el ecologismo reinante, es sólo un movimiento ideológico y político, «centrado en crear narrativas, historias diseñadas para infundir miedo y culpa en el público y hacerse así con su dinero».

Decía Eric Hoffer que toda gran causa empieza como movimiento, se convierte luego en un negocio y acaba en un sistema de extorsión. Y en la causa verde, donde Greenpeace es uno de los pesos pesados, se mueve mucho, muchísimo dinero. Mientras la organización y otras de igual cariz acusan a sus contradictores de estar a sueldo de empresas contaminantes, lo cierto es que los grupos ecologistas no solo se benefician de las donaciones resultantes del pánico que siembran, sino, sobre todo, de subvenciones de toda suerte de burocracias estatales y locales y, last but not least, las grandes corporaciones que no desean ser objeto de sus campañas, como Citigroup, que en 2020 donó 100.000 millones de dólares para «combatir el cambio climático».

En la práctica, Greenpeace se ha convertido en un servicio estatal «externalizado», porque su prestigio entre los ciudadanos ha sufrido considerablemente en los últimos años debido a una serie de escándalos. En 2014, India se sintió forzada a controlar su financiación y restringir sus operaciones en el país, calificando al grupo de «amenaza para la seguridad económica nacional».

«Se han convertido en una máquina de recaudar fondos de las empresas», denuncia Moore. Pero peor es su hipocresía política. «Pero es su hipocresía sobre la política lo que los muestra indignos», dijo Moore. «Nos dicen que ‘dejemos nuestra adicción al petróleo’ y luego atacan una plataforma petrolera rusa con un barco a diesel», señaló Moore tras conocerse el caso de un gerente de la ONG que iba cada día a su trabajo en avión. «Tienen toda una flota de barcos, fingiendo que el Rainbow Warrior III de $32 millones va a vela cuando tiene dos grandes motores diésel para la propulsión».

«Greenpeace ha procurado cultivar una imagen de intrépidos defensores del medio ambiente», editorializaba el semanario alemán Der Spiegel cuando estalló el enésimo escándalo. «Llamándose a sí mismos los guerreros del arco iris, los activistas se cuelgan de las chimeneas de las fábricas, se arrojan frente a los barcos balleneros o se arriesgan a ir a la cárcel en Rusia al llamar la atención sobre la difícil situación del Ártico». Sin embargo, añade el semanario, «ahora, se ha agregado otra actividad: jugar en los mercados financieros. Para una organización financiada casi en su totalidad por donaciones, la revelación es un desastre de relaciones públicas que pone en peligro el mayor activo que posee Greenpeace: su credibilidad».

Lejos de ser los salvadores de la humanidad, Greenpeace, como punta de lanza del globalismo en auge, es su más feroz enemigo, porque de hecho la filosofía sobre la que se basan tiene al hombre como enemigo del planeta, flagelo de la naturaleza. Todas las especies son buenas —cucarachas, mosquitos e incluso virus y bacterias— salvo el ser humano, verdadero «pecado original» de la religión verde. Es una actualización de ese maltusianismo que ha revivido más virulento que nunca en las recomendaciones de la ONU y del Foro Económico Mundial, y en las políticas concretas de todos nuestros gobiernos, y que se propone diezmar la población mundial en un momento en que la verdadera crisis, la inmediata, tangible e impronunciable, es una natalidad que se está despeñando.   

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