«La Madre Tierra claramente nos pide que actuemos», reza la web de ONU. La plegaria se inscribe en una ingente cantidad de publicidad, actos políticos y movilizaciones que se suceden con motivo del «Día Mundial de la Tierra» celebración que tiene lugar cada 22 de abril desde 1970. Si bien la obsesión por el fin del mundo es más vieja que el mundo mismo, este evento parte de la idea de que estamos ante una catástrofe inminente, y esta moderna versión del mito apocalíptico hunde sus argumentos en el pánico al crecimiento demográfico y económico considerando a ambos insostenibles. Este catastrofismo político ha apretado el acelerador en los últimos años para volverse instrumento banal de una agenda que, a esta altura, es tan criminal como desquiciada.
Fue a comienzos de los irascibles años setenta, en EEUU, cuando se promovió una primera manifestación multitudinaria administrada por congresistas y activistas. En aquel entonces la fuerza del movimiento antinuclear se propagaba conforme se sucedían las tensiones en plena Guerra Fría, los reclamos provenían de esa usina y no del conservacionismo o de la alarma climática. En este marco, millones de estadounidenses se movilizaron urgidos por un muy justificado miedo a la hecatombe ambiental. El evento puede considerarse como el nacimiento del ecologismo moderno que, tanto gobiernos como corporaciones, supieron desvirtuar con sagacidad magistral hacia una demanda que les pareció mucho más fácil de contentar y amoldar.
El Día de la Tierra de 1970 fue el ingreso de la agenda ecologista a las grandes ligas. La afiliación a las organizaciones ecologistas había aumentado en un par de años más del 50% y se pusieron grandes recursos en movimiento. Nacían en ese entonces Amigos de la Tierra, 1969 o Greenpeace, 1971, por ejemplo. En poco tiempo, la movilización social genuina se convirtió en un movimiento dominado por grandes organizaciones dedicadas a tareas de lobby político y de presión. Este ecologismo originario tuvo una influencia muy importante en la forma en la que la política abordaría la cuestión ambiental, y sin aquella explosión social no se entendería la celebración de la primera Cumbre de Estocolmo, organizada en 1972, que supuso el nacimiento de la política ambiental internacional.
Es necesario situarse en los vaivenes políticos y sobre todo geopolíticos de los tempranos años 70 para entender que una cumbre, en el marco de aquella gobernanza multilateral, se decantara por un diagnóstico singular: la culpa de la inminente catástrofe se debía al crecimiento económico. El Club de Roma encargó a una académica del MIT un informe publicado en 1972 llamado Los límites del Crecimiento. Este informe se basaba en la simulación del programa World3, que emulaba el crecimiento de la población, el crecimiento económico y el incremento de la huella ecológica en los próximos 100 años, según los datos disponibles hasta la fecha. Las conclusiones del informe sostenían que «en un planeta limitado, las dinámicas de crecimiento exponencial (población y producto per cápita) no son sostenibles». Este informe se convertiría en la referencia fundamental de la Declaración de Estocolmo, redactada en la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Humano, celebrada en junio de 1972.
Con la simulación de World3 comenzaba la larga lista de predicciones fallidas con las que ONU viene asolando a la humanidad. Entre sus múltiples errores, se destaca el de no considerar la capacidad de perfeccionamiento tecnológico y la creatividad de la misma condición humana, motores absolutos del progreso y la evolución. El catastrofismo malthusiano del Club de Roma experimentó un decrecimiento en los años 80 y 90, conforme la propia dinámica ideológica mundial. A la propuesta regresiva se la suavizó con la fórmula del «desarrollo sostenible», surgida del informe Brundtland, que sentaba las bases para la Cumbre de Río 92, bajo el lema de «satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las del futuro para atender sus propias necesidades».
De aquella cumbre surgieron la Convención sobre el Clima, el Convenio sobre Diversidad Biológica, la Comisión para el Desarrollo Sostenible, y una larga lista de «agendas» que no cuestionaban drásticamente el sistema económico, de manera tal que a la izquierda enloquecida de comienzos de este siglo, esto le caía como una cucharada de brea. Rápidamente se abocó a reemplazar el concepto de «desarrollo sostenible». La maquinaria del terror climático se había desatado.
Durante los primeros años de este siglo todas las problemáticas que dan aire a la nueva izquierda se radicalizaron. Tal vez una de las más ambiciosas es la que se aboca al «cambio climático», sintagma tramposo y mal llevado, que se apresta a ser una de las manipulaciones más crueles a las que se haya expuesto a la humanidad. Los hechos son testarudos, pero los ecologistas lo son más, por eso no importan los evidentes fracasos de todos y cada uno de los vaticinios de las últimas décadas muchos de los cuales están sobradamente documentados, no importa que no se hayan producido los desastres medioambientales que prometieron, no importa que sean un fraude palpable, los alarmistas siguen predicando y los creyentes siguen temiendo.
El discurso verde se ha apoderado de cualquier espacio simbólico, y ese aspiracional inefable conocido como «ecosostenible» es ya un dogma. En los últimos años la agenda climática le ha costado a Occidente casi 10.000 dólares per cápita, o sea que, para evitar unas teóricas pérdidas inferiores al 2% del PIB debido a los efectos negativos del cambio climático (y eso suponiendo que le embocaran por primera vez a las previsiones) la humanidad perdería casi el 10% del PIB en políticas públicas preventivas. Un negoción.
Occidente ha retrocedido durante el Siglo XXI, en todo lo referido a la libertad individual con la excusa del «bien común». La famosa Agenda 2030 se inscribe en esa línea y es uno más de los planes, pactos y protocolos que la gobernanza supranacional viene diseñando para autojustificarse desde que se inventaron los organismos multilaterales. Lo realmente curioso es que toda la caja de herramientas propuesta por esta agendita multicolor pertenece a la práctica socialista: ampliación de la carga impositiva, lucha contra la evasión fiscal mediante el hipercontrol de la actividad económica, supresión de la propiedad, expropiaciones, reforma agraria, imposición de prácticas productivas, censura bajo la excusa del «discurso de odio», salarios universales, redistribucionismo, acciones afirmativas, refuerzo de la discriminación identitaria, etc. En este contexto, el plan económico ecologista sólo aboga por la neutralidad de la huella humana sin explicar ni cómo se lograría, ni las eventuales consecuencias de semejante propuesta.
Esta doctrina ecologista es abiertamente proteccionista, el viejo paradigma de «vivir con lo nuestro» es reemplazado por el absurdo «comercio de cercanía» un plan tan irracional como peligroso, porque supone anular los principios básicos de la cooperación y los mercados libres. En este delirio se inscriben también las prohibiciones, solapadas o no, de movilidad como el ataque al automóvil particular, la decadencia inducida a la aviación comercial, el postureo virtual que condena los viajes, la criminal propuesta de las ciudades de 15 minutos, los pases verdes, etc. En lo que se refiere a la restricción del comercio, la perversión ecologista ha ido muy lejos en los últimos tiempos, promoviendo normas de cumplimiento imposible para los mercados emergentes, con la excusa de la protección del medio ambiente.
Para imponer semejante nivel de fanatismo contrario a todo contraste empírico, uno de los factores que más ha contribuido ha sido el regreso al animismo y al panteísmo, un fervor religioso propio de siglos pasados. De hecho, el 22 de abril es oficialmente llamado «Día Internacional de la Madre Tierra»… y ni siquiera se ponen colorados con estos títulos. Si consideramos la trascendencia de la Iglesia Católica en la formación de los valores occidentales, no deja de ser llamativo que el Papa que rige la institución sea, según el enviado especial de Estados Unidos para el clima, John Kerry, una autoridad moral en la lucha contra el cambio climático.
El militante peronista Jorge Bergoglio, desde el 2013 el Papa Francisco, emplea el mismo tono alarmista que el militante socialista António Guterres, secretario General de la ONU desde 2017. Ambos han asegurado que las tragedias sociales son la respuesta de la naturaleza a quienes ignoran la crisis climática. El Papa Francisco profundizaba esto mismo en una entrevista a The Tablet and Commonwealth. Semejante abrazo al panteísmo sienta posturas doctrinales sobre cuestiones científicas, avalando dogmáticamente el alarmismo climático para fines políticos. En su encíclica Laudato si, el «cuidado de la casa común» abona a la misma concepción del «bien común» expresada en los objetivos de la Agenda 2030: Garantizar el acceso a una energía sostenible, lograr que las ciudades y los asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles, promover las modalidades de consumo y producción sostenibles, adoptar medidas urgentes para combatir el cambio climático. Suscribe además la embriagada teoría de los jóvenes de Fridays for Future de que las generaciones futuras están a punto de heredar un mundo en ruinas. En su libro «Nuestra Madre Tierra», el Santo Padre se cuestiona sobre si esta catástrofe ambiental no es en realidad «una oportunidad para retroceder y revisar los modelos económicos».
Esta furiosa agenda ecologista es de decrecimiento y es anticapitalista por añadidura. El crecimiento de la prosperidad y de las condiciones de vida de las que gozamos está ligado a la disponibilidad de energía barata y esto significa combustibles fósiles. Antes de los combustibles fósiles la esperanza de vida era inferior a 30 años y la humanidad era en un 80% pobre. Sacar a miles de millones de pobres de la miseria y lograr que gocen de la vida moderna requiere la energía del gas, del petróleo y del carbón. En consecuencia, imponer un recambio drástico hacia ninguna parte es sumir a la humanidad en una miseria que había dejado en el pasado, por su bien, claro.
Mientras se celebra este nuevo aniversario del Día de la Tierra, la publicación del 13º informe anual «Eye on the Market Energy: Growing Pains: The Renewable Transition in Adolescence» de JP Morgan, sostiene que los pilares de la sociedad son el acero, el cemento, el amoníaco y el plástico; todos fabricados con combustibles fósiles. El mundo depende en un 80% de los combustibles fósiles y esto después de que se invirtieran decenas de billones de dólares de nuestros impuestos en renovables y se enloqueciera a la humanidad con la obsesión verde. «Si se cumplen los objetivos de capacidad y la red se descarboniza aún más, las emisiones de CO2 caerían. Sin embargo, no alcanzarían el ‘santo grial’ de la descarbonización». ¿Quién lo hubiera imaginado?
Actualmente la energía eólica y la solar alcanzaron el 12% de la electricidad necesaria mundial en 2022, según el último informe ‘Global Electricity Review’ elaborado sobre datos correspondientes a 78 países, los cuales representan el 93% de la demanda mundial. El citado informe de JP Morgan indica que la demanda mundial de petróleo no va a disminuir en los próximos 20 años, pero seguramente evolucionará hacia productos más eficientes si no se llena al mundo de obstáculos para su crecimiento. Todo progreso conseguido en materia energética se logró a pesar de la agenda climática y no como consecuencia de ella, y aún cuando se diera por bueno el paradigma climático defendido por ONU, considerando que países como China e India son los principales emisores del globo y que no están dispuestos a sacrificar un ápice de desarrollo para cumplir agendas empobrecedoras, la tiranía verde aplicada a los países que apenas emiten, carece por completo de sentido. Para sorpresa de nadie, quienes promueven la alarma climática procuran disimular estos datos fundamentales. A lo mejor para esto servía hacer del ecologismo un dogma religioso.
Tal vez sea hora de terminar con medio siglo de una «agenda verde» hipócrita, histérica, proteccionista y jactanciosa que ha conseguido empobrecer y esclavizar a Occidente, y sólo ha beneficiado a un enjambre de ONG succionadoras de subsidios, y a las capas y capas de burócratas «especializados». El crecimiento de la población y su búsqueda de prosperidad y bienestar no se van a detener, es momento de hacérselo entender al ecologismo desquiciado.