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El consenso trastornado

Terrorismo identitario, ¿tiene límites la autopercepción?

El Bosco, «El jardín de las delicias» (detalle), Museo del Prado

El reinado de la autopercepción ha encontrado cauces hilarantes y trágicos a la vez. Con los años, y la permanente matraca propagandística, nos acostumbramos a convivir con la autopercepción identitaria, esa corriente político-filosófica que considera que existe una hegemonía opresora que define a las personas de tal o cual manera porque nuestra cultura lo ha dispuesto así, sin que medie razón objetiva alguna. En este sentido, cuestiona que los seres humanos estén encorsetados por realidades biológicas esgrimiendo que cualquiera puede autopercibirse como le dé la gana. Esta prerrogativa había sido reservada casi exclusivamente para cuestiones sexuales o de género, tendencia que se volvió viral en los últimos años. Pero era cuestión de tiempo, y a decir verdad caía de maduro, que otros aspectos determinantes de la identidad obtuvieran el mismo tratamiento a la postre.

Uno de los aspectos más llamativos de la autopercepción es que el cielo es el límite, y si bien estamos más que familiarizados con las versiones propias de la ideología de género, poco a poco se suman, con idénticas demandas, conceptos como el transracial, transespecie y transedad. Pero ha tomado relevancia en estos días un nuevo grupo identitario: Los transcapacitados, que son personas sin ningún impedimento físico que se autoperciben con algún tipo de discapacidad y llegan al extremo de dañarse para conseguirlo. El nombre de esta afección es Trastorno de identidad de integridad corporal (BIID, por sus siglas en inglés) una condición que implica una falta de coincidencia entre el cuerpo físico y mental, que debería ser tratado con la seriedad correspondiente, pero que, cuando ingresa en la nómina del relativismo ideológico, se convierte en fetiche.

Cuestión que así se hizo famosa Jewel Shuping, una chica que desde niña se identificó como ciega y que, para conseguirlo, se quemó los ojos: «Me dolió, déjame decirte. Mis ojos gritaban y tenía el líquido bajando por mi mejilla, quemándome la piel. Pero todo lo que podía pensar era: Me estoy quedando ciega, todo va a estar bien».

Este delirio está encontrando los canales para transmitir una imagen de normalidad, de opción de vida, engrosando así las filas de la transdiversidad y la interseccionalidad. Los casos se hacen conocidos y obtienen el consabido reconocimiento social bajo la idea de respeto a la neurodiversidad, un “cada loco con su tema” posmoderno. 

¿Es el caso de Jewel muy incómodo? Es sólo cuestión de tiempo. Ya no es aceptable cuestionar el equilibrio mental de quienes se autoperciben delfines, dálmatas, serpientes o unicornios. Manel De Aguas es un artista español conocido por haberse implantado en la cabeza unas cosas que denomina «aletas meteorológicas», y resulta que Wikipedia lo describe naturalmente como un cyborg, así nomás, como quien dice que tal persona que es pecosa o bajita. También está perfectamente normalizada María José Cristerna, la famosa mujer vampiro de México, o la señora estadounidense llamada Rachel Dolezal, que se puso bronceado químico para convertirse en negra y creó una ONG reconocida dentro de los parámetros oficiales con sus ventajas y beneficios y así podemos seguir apilando casos. 

Cuánto falta para que normalicemos, entonces, a Jason Barnes, el hombre que se cortó un brazo porque nunca lo sintió como propio «Mi objetivo era hacer el trabajo sin esperanza de reconstrucción o reinserción». O a Jørund Viktoria Alme, un hombre perfectamente sano que se presenta como una mujer lisiada porque un compañero de escuela apareció un día con muletas: «Mi corazón latía con fuerza, mi pulso aumentó y mi cuerpo se activó. Estaba increíblemente concentrado en él y en lo que implicaba todo esto. Según lo entiendo en retrospectiva, fue un reconocimiento de la situación y de que era yo quien debería haber estado en esa situación», explicó.

O el caso del youtuber e instagramer Oli London, que no soportaba más ser un hombre blanco británico, porque se identificaba como una persona no binaria de nacionalidad coreana. «Siento que mucha gente no me entiende pero yo me identifico como coreano, me veo como coreano y me siento coreano». Oli se ha practicado cinco rinoplastias, una reducción de zigóma (pómulos), un contorno óseo de la mandíbula, un contorno óseo de barbilla, una ginecomastia (reducción de pechos masculinos) y una liposucción. «Se siente tan bien salir finalmente del armario como una persona coreana no binaria después de haber estado tanto tiempo atrapada en el cuerpo y la cultura equivocados toda mi vida», afirmó Oli. 

Los planteos identitarios son cada vez son más relevantes en el ordenamiento institucional como parámetro de validación personal, siendo objeto de fuertes reivindicaciones y leyes de discriminación positiva, tan caprichosas y triviales que afectan la igualdad ante la ley y refuerzan la segregación. El fenómeno de la asignación arbitraria de identidad es hoy una señal de conformidad con la norma y con el poder. La autopercepción de la identidad es una política transversal y omnipresente de la sociedad occidental. No hay gobierno, entidad educativa, medio de comunicación o institución social que escape a esta determinante absoluta. Para hacer un censo, inscribirse en la universidad, obtener un trabajo o bajar una app se pregunta a las personas cómo se perciben. Las largas listas ofrecidas dan cuenta de muchas posibilidades, pero aún así dejan abierta la posibilidad de «otro» para no ser señalado como poco inclusivo. 

Para sacar un crédito o un permiso de manejo, parece ser vital indicar la identidad sexual, étnica o el color de piel. La autopercepción es un engranaje fundamental del consenso discursivo mundial y claramente no hay rebeldía en ser parte del discurso oficial. Hasta el FBI persigue a quienes no aceptan esta norma, no hay forma de hacerse el distraído. Si hoy una persona se autopercibiera cafetera eléctrica, nadie osaría decir que es algo patológico, más conveniente sería enchufarla y, en todo caso, acusar de fóbico a quien señale que se está electrocutando. Debemos procurar no pensar muy fuerte, y sobre todo, no mostrar la menor sorpresa o negatividad que nos saque de la vida social, incluso que nos lleve a la cárcel.

Hasta hace unos pocos años, el trastorno de identidad, la sensación de grave incomodidad en el propio cuerpo, era muy infrecuente y demandaba contención y tolerancia, no anabolizar el trauma con fines políticos. Pero vertiginosamente se ha convertido a esa contención en discriminación y al trastorno en diversidad. Volcar esta tendencia a las mentes de niños y adolescente está generando un daño irreversible, multiplicando los casos de disforia y normalizando cuadros de delirio y autoflagelación como si se tratara de la elección del color de medias. El problema radica, finalmente, en que el Estado se sume al delirio y reconozca este fluctuante racimo de realidades paralelas.

Ya se están viendo las consecuencias de otorgar privilegios especiales a los autopercibidos, es muy seductor para quienes quieran evadir responsabilidades, acceder a concesiones o burlar sus deberes. Y estamos recién rascando la superficie. Por ejemplo, uno de los casos más interesantes y peligrosos son los transedad.

Sergio Lazarovich es un argentino que aprendió a surfear los entresijos de la autopercepción de forma magistral. A mediados de 2017, cuando aún tenía 59 años se presentó en el Registro Civil y en cumplimiento de la Ley de Identidad de Género solicitó cambiar el género, el nuevo nombre con el que se hizo famoso fue: Sergia. Y acto seguido Sergia se jubiló al cumplir los 60, cosa que generó indignación entre sus compañeros de trabajo que, entrevistados por los medios, aseguraban que jamás había mostrado una actitud femenina, pero la flamante Sergia ya había logrado su cometido.

Así como se ponen en juego, de forma socialmente aceptada, las categorías cis para describir a aquellos cuyo género y sexo son el mismo, la autopercepción de edad pone en juego la palabra «cronoedad» que se refiere a la edad cronológica o biológica que puede o no ser la precibida. Las personas transedad (o transage en inglés, hay que empezar a familiarizarse) pueden fluctuar entre edades, tener varias edades o no tener una edad específica y esta condición tiene múltiples usos: Joseph Roman tenía 38 años cuando confesó haber violado a tres niñas de 6 años. En el juicio alegó ser persona transedad que se autopercibía de 9 años y que esa transdiversidad merecía aceptación. 

Hay un señor canadiense que se llamaba Paul, pero que a los 52 años se autopercibió como una niña trans de 6 años y pasó a llamarse Stefonknee. Fue adoptado legalmente, o sea pasó por un complejísimo proceso judicial en el que intervinieron médicos, terapeutas, jueces, burócratas, que aceptaron que Paul (ahora Stefonknee) debía ser tratado como una niñita. Y para mayor abundamiento una familia aceptó hacerse cargo de él hasta que cumpla la mayoría de edad, cosa que no sabemos si se determinará por los tiempos terrícolas o dependerá de otra subrealidad interseccional paralela.

Hace pocos días se conoció un hombre adulto que se identifica como bebé. No sabemos cómo hizo un bebé para comunicar tan compleja realidad, pero lo cierto es que su esposa es quien lo cuida, cunita y pañales incluídos. Esta pareja británica ha sido protagonista de varios reportajes «Le hago comida súper fresca. De hecho, me gusta correr detrás de él, nunca tuvimos hijos, así que es como ser padres sin dar a luz, personalmente creo que el tema de la edad agrega una dimensión sagrada a nuestra relación», destacó. «Nos hace más fuertes. Nos amamos más y nos unimos. Espero que la gente pueda dejarnos vivir nuestras vidas de la manera que queremos vivirlas. Sin juicio», sentenció la madre/esposa.

Por supuesto que cada uno es dueño de ponerse un pañal, cortarse un brazo, tirarse ácido en los ojos o saltar de un puente con total libertad. Es posible que esto, normalizado y tomado como virtud social, nos interpele como sistema y cultura, pero eso es harina de otro costal. La cuestión acá es la potestad del Estado para imponer (con fuerza de ley o por medio del adoctrinamiento educativo y cívico) que son válidas las identidades del mastodonte que se percibe bebé y de la señora que se percibe Louis Armstrong. Porque gente con tornillos sueltos hubo siempre, el problema son los gobiernos aceptando sus dislates como autopercepciones identitarias válidas y convirtiéndolos en minorías sufridas y discriminadas que por tanto merecen protección especial desde el Poder. Porque si esa cosmogonía sigue creciendo se abren dos cuestiones urgentes:

La primera y más simple: Todas los colectivos de autopercibidos exigen al Estado derechos especiales, respaldados a su vez en la autopercepción de discriminación o incapacidad, mayormente demandando asistencia en la transicion y exoneración de deberes. Esto se plasma en cupos, privilegios, subsidios, oficinas especiales, leyes de todo tipo y coerción. Las normas que atienden la autoidentificación nada exigen a quienes recurren a ellas, pero exigen mucho de la sociedad, incluyendo el hecho de aceptar sin chistar un sinnúmero de situaciones fantasiosas y contradictorias. Esta pérdida de cordura impuesta desde el Poder, que choca permanentemente con la realidad, vicia la convivencia de arbitrariedad e incertidumbre. 

Hay una razón para que las sociedades establezcan parámetros básicos que determinen cómo describir a una persona. Si mañana cometo un crimen con una identidad y luego puedo cambiar a otra, los parámetros de convivencia están condenados. Y no sólo porque pueda cambiar de género para ir a una prisión más conveniente, sino porque en adelante pueda cambiar de edad y no merecer la cárcel o incluso pueda ser directamente otra persona y desconocer los actos de mi «yo» no transicionado. Es muy ingenuo sostener que esto no va a pasar, los políticos se obcecan con su ingeniería social más allá de toda cordura y sentido común, pensemos que en España el gobierno prefiere dejar a los violadores sueltos antes que traicionar su desquiciada narrativa. 

Pero es la segunda cuestión es aún más preocupante: Si al igual que todos los otros rasgos de identidad, la edad no es más que una construcción social, y esto es lo que plantea la transedad, el hecho de que alguien pueda ser biológicamente mayor o menor de 18 años, no significará necesariamente que se identifique con esa edad. Entonces, si un niño puede sostener que se identifica con otro género y ser sometido desde tempranísima edad a tratamientos que afirmen su autopercepción, ¿por qué no podría un niño igual de pequeñito autopercibirse como de 35 años y así consentir prácticas sexuales, consumo de drogas, mutilaciones o la participación en un crimen? Con una edad mayor que su «cronoedad» que además fuera fluida, ¿cuál sería el límite? 

La ideología y narrativa basada en la autopercepción como constructora de colectivos es terrorismo identitario. Es frágil y endeble como un castillo de naipes, y si se toca uno sólo de los naipes se cae ese andamiaje falsario en el que todas las categorías citadas se sostienen entre sí. De manera tal que no veremos ni un centímetro de retroceso en sus ideólogos, ni siquiera frente a las peores aberraciones e injusticias. El terrorismo identitario sólo puede correr hacia adelante y doblar la apuesta. De nuevo, el cielo es el límite.

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