«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Madrileña, licenciada en Derecho por la UCM. En la batalla cultural. Española por la gracia de Dios.
Madrileña, licenciada en Derecho por la UCM. En la batalla cultural. Española por la gracia de Dios.

De nuestros mayores

10 de febrero de 2024

He leído muchas cosas sobre lo que hace grande a una sociedad. Quizá la estupidez más famosa o la que más recuerdo siempre es la de Gandhi: «La grandeza y el progreso moral de una nación puede medirse por la forma en que trata a sus animales». Si España fuera sometida a examen ahora mismo según esta regla, seríamos una sociedad maravillosa. Tenemos una Ley de Bienestar Animal que tiene más consideración por los perros o el lince ibérico que por nuestros ancianos y los no nacidos. Según esta ley, usted hoy no puede llevar a «dormir» a su perro, si su veterinario no ve un sufrimiento extremo, tal y como explicó en estas páginas María Durán, pero puede acudir una mañana cualquiera a abortar y exigir que no haya una persona rezando por ahí cerca porque le incomoda. Por no hablar de los mayores a los que la sociedad da por amortizados con todo el amparo legal cada vez con más facilidad. Es más, ambos casos están encuadrados dentro de las políticas progresistas. Por alguna razón que se me escapa, el aborto y la eutanasia hacen progresar a la sociedad, la hacen mejor. Cosas que jamás entenderé ni aceptaré.

Con o sin el permiso de Gandhi, al fin y al cabo ya no está para dármelo, yo creo que la grandeza y el progreso moral de una nación debe medirse por la forma en que trata a sus no nacidos y a sus mayores.

No me gusta referirme a nuestros padres, tal y como se ha puesto de moda, como «abuelos». Odio la estúpida condescendencia con la que se les trata hoy en día. Basta recordar la penosa escena protagonizada por la penosa Sonsoles Ónega con una espléndida mujer de 107 años en plenitud de sus facultades mentales —más que la propia Ónega— tratando de dirigir sus respuestas porque «la abuela» no sabía qué había vivido ni qué quería. 

La exaltación de la juventud como un valor en sí mismo, cuando tan sólo se trata de un estadio de la vida sin ningún mérito propio que se cura con el tiempo, nos convierte en una sociedad cada vez más imbécil. Busquemos directivos jóvenes, políticos jóvenes, todos jóvenes —el diputado más joven del Congreso a este paso llegará con acné juvenil y el bollicao en la mochila—, como si eso fuera garantía de algo, y extirpemos de las empresas y de los ámbitos de decisión a todo aquel que peine canas por obsoleto, porque no se entera de nada, porque no tiene nada que aportar. Cuánta idiotez acumulamos. 

Todavía recuerdo el cachondeíto —disculpen la expresión— nacional que se trajeron unos cuantos muchicomunicadores subvencionados —ahora menos muchi y menos comunicadores— cuando VOX presentó a Ramón Tamames para dar el discurso de la moción de censura. «¡Pero si es un viejo!». Cuánta ignorancia, idiotez, soberbia, falta de respeto y conocimiento de la vida encierra esta actitud. Tamames trajo al Congreso algo que hacía años que no se oía: memoria libre, reflexión sobre lo vivido, sobre los aciertos y las equivocaciones de una nación que se debate ahora mismo entre la vida y la muerte. Algo que sólo la edad puede dar. Un Parlamento inteligente escucharía y valoraría en estos momentos el consejo de muchos Tamames. 

Pero donde más daño nos hacemos como sociedad tratando e ignorando a nuestros ancianos es el ámbito familiar. Por fortuna, todavía no es algo generalizado, aunque sí es algo sobre lo que hay que tener cuidado. La familia que deja a los abuelos —en este caso sí lo empleo— de lado, no sólo les hace daño a ellos, sino que pierde lo más profundo de sus raíces. Se pierde a sí misma. No hay nada que enriquezca y cambie más a un ser humano que cuidar de sus mayores. Ahora bien, también implica un enorme sacrificio, algo que no se estila nada. Porque no se trata sólo de alimentarlos, vestirlos y mantenerlos en condiciones saludables, sino de tratar su mayor necesidad: el amor. 

Si como sociedad no perdemos esta ancestral y natural costumbre en estos extraños tiempos en los que es más corriente solidarizarse con gente que está a tres mil kilómetros que cuidar del prójimo, quizá tengamos esperanza.

.
Fondo newsletter