«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

La empleabilidad y lo imperecedero

22 de febrero de 2024

Cuando yo empecé el instituto, hace la friolera de treinta y siete años —caracoleaba Butragueño en Querétaro, nada menos—, me encontré en 1º y 2º de BUP con un par de asignaturas de música. Eran materias obligatorias. Resultaron ser además de las más importantes de mi etapa formativa, pese a que nunca me he ganado la vida directamente con la música. De un lado, me educaron sentimentalmente, cultivaron mi curiosidad y mi gusto y espolearon mi creatividad, con múltiples y copiosos beneficios profesionales. Y más allá de ello me proporcionaron una pasión que me ha acompañado toda la vida, alimentando mi alma y llenando de sentido mis días hasta el momento presente. Me encanta, necesito leer; pero preferiría vivir sin leer a vivir sin música.

Entré con cierto fastidio a estas asignaturas, quejándome, como tantos otros, de que «no servían para nada». Pero en aquellos tiempos se consideraba sabiamente que mi opinión al respecto no era relevante, pues ya había gente con mucho más conocimiento y amplitud de miras que se ocupaba de saber lo que me convenía. Gente que entendía que el arte forma parte de una biografía personal completa y que un mundo bello tiene más opciones de ser próspero y saludable.

Todo esto lo hemos venido arrasando por hacer que las chicas y chicos preuniversitarios sean más «empleables». La última tropelía educativa, la LOMLOE, se encomienda a «desarrollar las competencias de innovación y emprendimiento que favorezcan su empleabilidad y desarrollo profesional». No es que importe demasiado, porque después no recoge contenido alguno que se ocupe de esto; es sólo uno de sus muchos brindis al sol. Pero sí sirve de corolario de una tendencia nefasta, y no porque conseguir un empleo no importe, sino, uno, porque no hay saber que conduzca derecho y seguro a tal cosa, y dos, no es más que una forma peor de llamar a lo que sí necesitamos y está precisamente desapareciendo: ciudadanos libres y grandes profesionales. Entretanto, la música, aligerada de la notación musical, la escucha de las grandes obras y despojada de importancia en suma, ha quedado en tocar una especie de tambor y cuatro trabajitos, porque en el fondo nos sobra.

Los padres hemos sido cómplices de este despropósito, por ser los primeros en atosigar a nuestros hijos con lo de la empleabilidad perentoria. Una y otra vez les insistimos en que estudien carreras «con salida», y con este nuestro lenguaje mediocre y ramplón les apartamos de sus aventuras estéticas, intelectuales, trascendentes, morales. Luego volvemos la vista al mundo y alabábamos a los admirables, los arrojados, completos y distintos que fundan empresas o crean otro tipo de cosas valiosas. ¿A qué viene tanto miedo? Esto que venimos haciendo desde hace no menos de treinta años resulta hoy además ridículo, pues no va a haber problema alguno de paro en nuestro país en un inmediato futuro, estando como estamos inmersos en un proceso de autodestrucción demográfica. Quienes pisamos a diario empresa lo sabemos: ya es difícil encontrar a buenos profesionales jóvenes, y en cuatro cinco años la guerra por los mejores va a tornarse dantesca.

Hablemos en serio de lo que te hace empleable. Te hace empleable saber comunicar y entender al de enfrente, poder resolver problemas, vencer la frustración y sacar adelante tus proyectos, aprender a gestionar el tiempo y tus recursos mentales, dirigir desde la legitimidad que te dan la integridad y el conocimiento, ser capaz de comprometerte y desarrollar un propósito que te automotive, tener instinto para la belleza y creatividad para forjar lo original y bueno. A todas estas cosas sirven la lengua y las matemáticas, naturalmente, pero también el latín, la literatura, la música y el resto de las materias que estudiamos de veras quienes en su día nos libramos de la absurda obsesión por lo empleable.

Ocurre con el énfasis de la empleabilidad en la educación lo que con la felicidad y el aluvión de libros, películas y demás que se han hecho en este siglo sobre la materia: que la experiencia nos dice que no sólo no funcionan, sino que además son contraproducentes. Es cómico que los mismos que nos aseguran que no sabemos qué trabajos están por venir y quienes impugnan los conocimientos sean quienes más insistan en una educación volcada en la empleabilidad. Lo cierto es que, más allá de que sepamos que necesitamos más matemáticos e ingenieros, nadie sabe realmente qué habría que hacer en concreto para que los educandos sean más «empleables». Salvo esto: que sepan mucho, y para eso habrán de amar el conocimiento.

Decía Aldous Huxley que el hedonismo es el compañero natural del pesimismo. Tenemos la juventud menos idealista, más consumista y menos ilusionada de la historia; y es culpa nuestra, de sus mayores, de quienes les hemos educado. Pasan innumerables horas en internet valorando opciones de compra y escuchando a ignorantes, y poquísimas aprendiendo y gozando de lo imperecedero, del arte, la trascendencia, la investigación profunda de lo humano. Es el resultado de la pinza entre la distopía y el imperio de lo empleable. El otro día preguntaba a alumnos de grado qué quitarían y pondrían en los planes de estudio: propusieron —se lo juro— cambiar música por una asignatura que enseñase a rellanar la declaración de Hacienda. Tenemos que detener este proyecto humano jibarizado y devolver la educación al cultivo de mujeres y hombres valientes, orgullosos de saber, curiosos y aspirantes a lo grande. Tendremos, para ello, que seguir la estela de Lorca, que en su discurso del 1 de febrero de 1935 en el Teatro Español dijo a los actores madrileños: «Yo sé que la verdad no la tiene el que dice: “Hoy, hoy, hoy” comiendo su pan junto a la lumbre, sino el que serenamente mira a lo lejos la primera luz en la alborada del campo».

Los resultados de la nefasta insistencia en lo empleable están por todas partes. Puede que el más llamativo sea el completo abandono del proyecto de buscar la verdad. Muchos de los alumnos de la educación superior ni siquiera saben que existe, y así es imposible que la busquen. Lo segundo más doloroso es la cantidad de jóvenes que estudian sin saber para qué estudian, es decir, los que tienen la sola y loca idea de que se trabaja por y para un sueldo; poco extraña que haya tantos que afrontan la aventura de trabajar e independizarse como ovejas que van al matadero. Alguien preguntó una vez a Confucio por qué compraba arroz y flores. Respondió que compraba arroz para vivir, y flores para tener una razón para vivir. Flores y arroz: eso es lo que nos hace fuertes y relevantes. Porque sin sensibilidad mal y poco puede trabajarse, y sin sentidos para vivir a ver quién es el guapo que se pone a emplear o a emplearse sin antes o después hundirse.

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