Un año después de los atentados yihadistas contra el Estado de Francia, la sala Bataclan y cinco restaurantes -aquel infame 13 de noviembre de 2015- París ha ido recuperando cierta normalidad en alerta. Los policías uniformados y las medidas de seguridad se ven por doquier. La República ha continuado su lucha a brazo partido contra los terroristas del Estado Islámico que, según revelaron las investigaciones de los atentados, infiltraron en Francia terroristas camuflados como refugiados. Los atentados se organizaron en Bélgica y se cometieron en la capital de Francia. Los yihadistas pudieron moverse entre los dos países sirviéndose de la libertad de movimientos en el espacio Schengen. Mataron a 137 personas e hirieron a 415.En enero de aquel año, otros terroristas habían asesinado a 17 personas y herido a otras 15 en la redacción de Charlie Hebdo y en un supermercado kosher de Porte de Vicennes. Después vendría Niza, el asesinato del padre Hamel…
Europa no solo afronta la amenaza de los desalmados del Estado Islámico o Al Qaeda. Ellos pueden desestabilizar nuestro continente y sembrar muerte y dolor, pero -por sí solos- no pueden destruir nuestra civilización, es decir, los fundamentos de esta forma de vida construida sobre la idea de la dignidad intrínseca del ser humano, la libertad, la razón, el Derecho y todo esto a lo que llamamos Occidente. Estos bárbaros pueden matar, herir y causar estragos, pero no pueden doblegar por sus propias fuerzas a millones de europeos que siguen -seguimos- creyendo que, con todas sus contradicciones y sus errores, nuestra civilización es preferible al infierno del Estado Islámico o los talibán.
La gran debilidad de Europa está, más bien, en sus propios complejos, en su cobardía, en su huida de las grandes ideas de la Humanidad para esconderse en un relativismo suicida que hace equivalentes todos los valores de modo que ninguno vale nada. El miedo a estigmatizar a los musulmanes ha creado el miedo a hablar del terrorismo yihadista -se emplea el eufemismo de “terrorismo internacional” o se suprime el adjetivo- como si así fuese a esconderse la terrible realidad de unas organizaciones que mancillan el nombre del islam y asesinan a musulmanes, judíos y cristianos. En lugar de afirmar los valores de occidente, guardamos silencio por miedo.
Ese miedo es el que nos está asfixiando poco a poco y en silencio.
Para defender todo aquello en lo que creemos, hay que romper este ciclo de corrección política, eufemismos y silencios cómplices. La libertad de expresión no puede amparar la incitación al odio contra los musulmanes, pero tampoco la apología del terrorismo, ni la invitación a unirse a un grupo yihadista. Europa debe afirmar el imperio de la ley por encima de las consideraciones que, so pretexto de la tolerancia, protegen a los intolerantes. En Francia se ha expulsado en un año a más de 80 residentes extranjeros vinculados con movimientos radicales que predicaban el odio. Es cierto que las redes sociales desempeñan un papel cada vez mayor en el adoctrinamiento y que esto solo no basta, pero la impunidad de quienes difunden el odio a las sociedades que los acogen debe cesar. Los millones de musulmanes pacíficos que viven en Europa tendrán que aceptar que los violentos no tengan sitio en nuestras sociedades. Alguno pensará que tampoco deben tenerlo los fieles de otras religiones que inciten al odio o la violencia. Es cierto, pero creo que -en la Europa de nuestro tiempo- no hay muchos casos de sacerdotes, pastores o rabinos que inviten a otros a degollar infieles o hacerse estallar con cinturones explosivos.
Esta afirmación de los valores de la civilización occidental debe comenzar en el sistema educativo. La diversidad cultural no puede ser una coartada para socavar los fundamentos de nuestro modo de vida. Los derechos de las minorías deben ser protegidos, pero no a costa de volver irreconocibles a las ciudades y los barrios de Europa. Los intentos de colonizar el espacio público con alminares y símbolos islámicos o el doble rasero de los Estados que financian mezquitas en Europa mientras prohíben cualquier otra religión en sus propios territorios son algunos de los debates en los que la Unión Europea no puede permitirse ser cobarde ni tibia.
En esa tibieza y esa cobardía a la hora de defender los valores occidentales reside una de las causas del rechazo del discurso pretendidamente “europeísta”. En lugar de comprender que la identidad europea concurre con las identidades nacionales, éstas se han soslayado o directamente demonizado como si afirmar que uno es español, francés o inglés lo convirtiese en un nacionalista furibundo en lugar de un europeo cosmopolita. Las identidades son dinámicas y el elemento nacional sigue siendo una parte fundamental de ellas para millones de europeos que se resisten a sentirse extranjeros en sus propias ciudades.
Este miedo a hablar, este miedo a decir lo que realmente está pasando en Europa no solo amenaza al propio proyecto de la Unión, sino a la estabilidad de las sociedades nacionales. Alienados por una Unión cada vez más burocratizada y alejada de ellos, amenazados por la incertidumbre económica y la precariedad laboral, los europeos vuelven sus ojos a los populismos, cuya demagogia les proporciona cada vez mejores resultados.
Henry Ashby Turner describió cómo Hitler aprovechó las debilidades, las irresponsabilidades y los errores de aquellos que podrían haberse enfrentado a él. Este fracaso en la defensa de los valores de Occidente terminó llevando al poder a quien los traicionó todos, los mancilló todos y llevó a nuestra civilización a sus horas más oscuras y más trágicas. Durante su visita a Auschwitz en 2006, Benedicto XVI tuvo palabras clarividentes y lúcidas sobre la Europa de nuestro tiempo cuando recordaba a San Juan Pablo II:
El Papa Juan Pablo II estaba aquí como hijo del pueblo que, juntamente con el pueblo judío, tuvo que sufrir más en este lugar y, en general, a lo largo de la guerra: «Son seis millones de polacos los que perdieron la vida durante la segunda guerra mundial: la quinta parte de la nación», recordó entonces el Papa (ib.). Luego aquí hizo el solemne llamamiento al respeto de los derechos del hombre y de las naciones, que anteriormente habían hecho al mundo sus predecesores Juan XXIII y Pablo VI, y añadió: «Pronuncia estas palabras (…) el hijo de la nación que en su historia remota y más reciente ha sufrido de parte de los demás múltiples tribulaciones. Y no lo dice para acusar, sino para recordar. Habla en nombre de todas las naciones, cuyos derechos son violados y olvidados» (ib., n. 3).
El Papa Juan Pablo II estaba aquí como hijo del pueblo polaco. Yo estoy hoy aquí como hijo del pueblo alemán, y precisamente por esto debo y puedo decir como él: No podía por menos de venir aquí. Debía venir. Era y es un deber ante la verdad y ante el derecho de todos los que han sufrido, un deber ante Dios, estar aquí como sucesor de Juan Pablo II y como hijo del pueblo alemán, como hijo del pueblo sobre el cual un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas, en nombre de perspectivas de grandeza, de recuperación del honor de la nación y de su importancia, con previsiones de bienestar, y también con la fuerza del terror y de la intimidación; así, usaron y abusaron de nuestro pueblo como instrumento de su frenesí de destrucción y dominio.
De este modo se destruye una civilización: basta con que nadie se atreva a hacerle frente al mal.