«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Doce años de ‘Alegato por la democracia’

Hace ahora doce años se publicaba un libro llamado a influir en el debate conservador durante más de una década. Se titulaba “The Case for Democracy: The Power of Freedom to Overcome Tyranny and Terror” y su autor era un intelectual judío israelí de origen ruso llamado Natan Sharansky (Donets, 1948) en colaboración con Ron Dermer. Sharansky había sido ayudante de Andrei Sajárov, el celebérrimo disidente a quien la URSS prohibió salir de su territorio y, como él, había recibido una admirable formación científica. Graduado en Matemáticas Aplicadas por el prestigiosísimo Instituto de Física y Tecnología de Moscú, Sharansky ya era un consumado ajedrecista –había sido campeón en Donetsk a los 15 años- y fue esto lo que le ayudó a mantener la cordura durante los años de encierro en régimen de aislamiento: jugaba partidas de ajedrez mentalmente contra sí mismo. Este libro gozaba, pues, de la “auctoritas” que rodea a los disidentes soviéticos y sus obras. Solzhenitsin, Shálamov y Karlo Stajner dejaron cumplida cuenta del infierno concentracionario soviético. En Europa Occidental, André Glucksman, recientemente fallecido, sintetizaría en “La cocinera y la máquina de devorar hombres” (1975), el infierno del Gulag y el camino inexorable que conduce a él desde el marxismo. El mundo escuchaba por boca de estos rusos inquebrantables el testimonio de aquellos que no vivieron para contar el horror de la tiranía que venían padeciendo desde 1917.

Sin embargo, “The Case for Democracy” no era un libro de pasado sino de futuro. Sharansky tomaba su experiencia como disidente y preso político para advertir a Occidente de la amenaza que se cernía sobre las sociedades abiertas y sobre este conjunto de derechos, libertades y mecanismo de participación política y control del Estado que damos en llamar democracia. Partiendo de la tradición de quienes habían sufrido la opresión soviética, se convertía en “avisador del fuego” de los peligros que se cernían sobre Occidente y de la necesidad de rearmar moralmente el discurso sobre las democracias y su vigencia en el siglo que comenzaba. Tres años antes, los atentados contra las Torres Gemelas habían mostrado la vulnerabilidad de las sociedades al terror y su impacto en la opinión pública debilitada por la comodidad de creer –erróneamente- en el Fin de la Historia que proclamó Fukuyama.

No, las democracias debían defenderse y esto exigía sacrificios. Según Sharansky, existen dos tipos de sociedades: las dominadas por el miedo y las motivadas por la libertad. Para distinguirlas, hay que hacer la siguiente prueba: ¿puede una persona ir a una plaza y expresar sus opiniones sin miedo a ser arrestado, encarcelado o sufrir algún daño físico? Si puede, esa persona vive en una sociedad libre; si no, es una sociedad de miedo. Sharansky insiste en que no hay nada entre medias de una y otra, porque una sociedad que no protege el disenso se basará “inevitablemente” en el miedo.

De aquí viene la necesidad de mantener la “claridad moral” a la hora de enjuiciar los regímenes e identificarlos como lo que son. Este coraje intelectual nos sigue desconcertando hoy, en un tiempo de tantos consensos falsos construidos a base de evitar los debates o simplificarlos. Sharansky recupera la categoría del mal y la necesidad de identificarlo como tal. Es responsabilidad de las democracias condicionar su política exterior a la exigencia a los regímenes no democráticos de mejoras para su propia población. El apoyo exterior es crucial para los disidentes en el interior. De nuevo, el superviviente del campo de trabajo y la cárcel habla por propia experiencia.

En 2005, George W. Bush citó el libro como una de sus referencias en política exterior. Las ventas se dispararon y a Sharansky, como a Leo Strauss y otros, le pusieron una etiqueta de “neoconservador” que aún mantiene. Algún día habría que analizar qué engloba esta categoría tan problemática. Por lo pronto, baste decir que sus tesis encendieron el debate sobre cómo debía relacionarse Occidente con las repúblicas y las monarquías árabes, con la República Islámica de Irán, con la República Popular China o con la Venezuela chavista. Estos debates siguen hoy abiertos.

Sharansky vive hoy en Israel y dirige la Agencia Judía. Ha continuado escribiendo. En 2008 publicó “Defending Identity” sobre la necesidad de proteger y fortalecer la identidad de Occidente y sus fundamentos como civilización, pero no logró la influencia que tuvo “The Case for Democracy”. En 2005 la revista Time lo situó en el número 5 de la lista de pensadores y científicos más influyentes del mundo. En España, su libro más famoso lo tradujo en 2006 FAES en la colección Gota a Gota con el título “Alegato por la democracia” y me temo que tuvo menos impacto del deseado. En España, por desgracia, Sharansky no parece haber tenido la recepción que merecía. Hoy está descatalogado.

 

Sin embargo, es un libro necesario y, en la actual hora de España, incluso urgente. En un tiempo de linchamientos, populismos e influencia de regímenes como el iraní o el venezolano, es necesario regresar a la experiencia histórica de Occidente. Las tiranías pueden ser derrotadas con firmeza y decisión, no mediante concesiones ni políticas de apaciguamiento. Hay una diferencia insalvable entre organizaciones terroristas de ideología totalitaria y Estados democráticos sometidos al Derecho. Entristece tener que recordarlo cuando Otegui ha salido de prisión y puede ser lehendakari o cuando los herederos del comunismo tratan de lavarle la cara a una ideología abominable que mata los espíritus y los cuerpos. Hay que recuperar la memoria y la claridad moral que Sharansky propugna. En todas partes es necesario recordar que la democracia hay que defenderla; en España, además, es urgente.

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