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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Recordar el Genocidio Armenio

En España se habla poco del Genocidio Armenio (1915-1923), que se conmemora el 24 de abril. Con un poco de suerte, algunos jóvenes lo estudiarán en bachillerato. La inmensa mayoría de los alumnos, no ha oído hablar de él. De vez en cuando aparece algo en algún medio de comunicación. Hay, desde luego, algún signo de esperanza. El año pasado se publicó un libro de viajes escrito por una joven periodista española y fue motivo de celebración porque se había abierto una grieta en este muro de silencio.

 

Sin embargo, el sigilo que existe en torno a la destrucción de los armenios del Imperio Otomano hace ahora 101 años, sigue siendo tan pesado como sospechoso. Parece de mal gusto recordar que los nacionalistas turcos del Comité Unión y Progreso siguieron la línea trazada por el sultán Abdul Hamid II el Rojo (1842-1918) con las Masacres Hamidianas (1894-1896). El imperio que había sido tierra de refugio y acogida para los judíos expulsados de España en 1492, se había vuelto un lugar muy peligroso para las minorías cristianas. Arrinconadas en su propia tierra, las comunidades más antiguas del mundo -armenios, siriacos, nestorianos, griegos- vivieron una espiral de matanzas a medida que el “enfermo de Europa” se iba desangrando.

Es importante tener esto presente. La presencia cristiana en el Oriente Próximo es anterior a la llegada del islam. Cuando los ejércitos del Profeta llegaron a los territorios de lo que hoy son El Líbano, Siria, Israel, la Autoridad Palestina, Egipto y el resto del norte de África, los cristianos llevaban seis siglos viviendo su fe. Hubo periodos de paz y prosperidad -los fanariotas de Constantinopla, por ejemplo, prosperaron y se integraron en la élite imperial- pero, en general, el estatuto de dhimmitud (el sometimiento de los cristianos y las limitaciones y cargas que les son impuestas por la autoridad islámica) llevó al declive lento pero inexorable de muchas comunidades. Piénsese, por ejemplo, en la desaparición del cristianismo del norte de África, donde floreció, por ejemplo, la filosofía de San Agustín. Los cristianos resistieron allí donde consiguieron preservar su cultura, su lengua, sus tradiciones y sus instituciones. El sistema otomano, que preservaba ciertos elementos distintivos de los grupos religiosos (el matrimonio, la filiación, el derecho testamentario, la identidad religiosa, etc.) permitió su supervivencia cultural, pero las dejó a merced del sultán. Vivieron mientras nadie se propuso su exterminio.

A medida que el Imperio Otomano iba en declive, el destino de los armenios y los otros cristianos se hizo cada vez más incierto y dramático. Quizás la primera señal de decadencia otomana fue la derrota a las puertas de Viena en 1683. El rey de Polonia Jan III Sobieski y Carlos V, Duque de Lorena, detuvieron el avance del islam en Europa hasta nuestros días. El sultán, desde entonces, no hizo más que acumular derrotas clamorosas o victorias pírricas. Las potencias europeas comenzaron a influir en los asuntos del imperio, que fue despedazado lentamente. Había que resolver la “Cuestión de Oriente”. Todos querían intervenir: los alemanes, los rusos, los británicos, los franceses… Los nacionalismos del siglo XIX inspiraron reivindicaciones políticas. También hubo un nacionalismo turco y un nacionalismo armenio. Los intentos de esta minoría cristiana de salir del estado de postración política y social en que se encontraban fue sofocado en sangre.

Las matanzas de 1894-1896 abrieron un ciclo de violencia contra los armenios que ya no se detuvo hasta su exterminio entre 1915 y 1923. Solo en la masacre de Adana (1909) murieron más de veinte mil armenios. Es erróneo pretender que el elemento religioso era ajeno al político. En el Imperio Otomano, la identidad y el estatuto político venía determinado por la pertenencia a una determinada confesión religiosa. A los armenios los mataron por pertenecer a un grupo étnico distinto al turco, sin duda, pero esta pertenencia estaba determinada, entre otras cosas, por la religión profesada. Hubo otros grupos no turcos -pongamos por caso los kurdos- que no fueron perturbados; antes bien, participaron activamente en las matanzas. Hay que señalar también la ayuda de los árabes musulmanes que salvaron a armenios en los desiertos. Así, hubo musulmanes que mataron a los armenios por ser cristianos. Hubo otros que los salvaron. Silenciar el Genocidio Armenio por miedo a culpabilizar al islam es tan engañoso como soslayar que la identidad armenia era cristiana.

El estallido de la I Guerra Mundial y la entrada en ella del Imperio Otomano selló el destino de los armenios. El 24 de abril de 1915, en Estambul, la intelectualidad armenia fue detenida y deportada. Muchos murieron durante el viaje y a otros los asesinaron. Alguno logró salvar la vida, como el genial músico y compositor Kómitas, que perdió la razón después de los horrores que vio en aquellos días. A los soldados armenios que servían en el ejército imperial, se los desarmó y fueron muertos por arma blanca o fusilados. A hombres, mujeres, niños y ancianos se los deportó en trenes a los lugares donde los matarían. Milicias y cuerpos irregulares sembraron el terror por las seis provincias armenias del imperio (Erzurum, Van, Bitlis, Diyarbakır, Elazığ y Sivas). Sus lugares de culto, cementerios y centros comunitarios fueron incendiados. Hubo casos en que les prendieron fuego aun estando llenos de personas que habían buscado refugio en ellos. Durante ocho años, los armenios -y no solo ellos sino también los cristianos griegos, los nestorianos, los siriacos, etc.- fueron perseguidos y muertos. Donde pudieron resistir, algunos lograron salvar la vida. El caso más conocido es el de la Montaña de Moisés, Musa Dagh, donde el auxilio francés logró rescatar a 4200 armenios. Hubo otros, pero fueron una minoría. Solo en la zona oriental del imperio, donde hoy está la República de Armenia, lograron detener el genocidio. Tras una vida efímera de dos años (1918-1920), la República Democrática de Armenia quedó integrada en la Unión Soviética. Casi todos los armenios de la zona occidental del Imperio Otomano fueron exterminados. Solo sobrevivieron unos pocos.

La historia de Europa es inseparable de la de Armenia. No solo por la importancia que Armenia tuvo en la Edad Media como bastión frente al islam -ahí está la historia de la Armenia de Cilicia- sino por la importancia que la diáspora armenia tuvo en países como Francia, el Reino Unido, Italia o Rusia. Allí donde se establecieron, los armenios enriquecieron a sus sociedades con músicos, escritores, poetas, libreros y editores. Tomen el caso francés con Charles Aznavour, nacido como Shahnourh Varinag Aznavourian, cantante maravilloso y embajador de Armenia por el mundo; o el del cineasta Henri Verneuil que, en realidad, se llamaba Achod Malakian. Uno de los miembros del grupo de la resistencia francesa fusilado en Mont-Valerien en febrero de 1944 era el armenio Missak Manouchian, nacido en 1906. Este hombre había traducido al armenio, en compañía de su compatriota Semma, a Rimbaud, Verlaine y Baudelaire. El propio Kómitas murió en Francia loco y horrorizado.

En un tiempo de crisis y confusión identitaria, Europa necesita recordar de dónde viene y hasta donde llegó. Nuestro continente no es solo una entidad geográfica sino un ideal de vida que se extendió a América y se convirtió en luz y esperanza de millones. En 1915, el corazón de occidente estaba con los armenios masacrados, quemados, enterrados vivos. Por los Estados Unidos proliferaron los comités de auxilio mientras en Francia, el Reino Unido, Alemania, etc., se agolpaban los informes de misioneros, soldados, diplomáticos y periodistas que contaban el horror y la tragedia de este pueblo. Hoy Europa prefiere olvidar el pasado, salvo para culpabilizarse y autodestruirse. Este olvido es suicida y, cuando se debe a la corrección política o al miedo, también es muy cobarde.

España no es ajena a esta oleada de desmemoria selectiva e irresponsabilidad política. La historia de Armenia es parte de la historia de Occidente. El primer pueblo que se convirtió al cristianismo y alumbró algunas de sus páginas más luminosas, fue también el primero en sufrir un genocidio en el siglo XX. El Holocausto se ve prefigurado y comparte con este genocidio muchos elementos en común sin perjuicio de sus singularidades. Así como se enseñan otros episodios de la historia universal, en España debería enseñarse el Genocidio Armenio como parte de la historia de nuestro tiempo.

La Unión Europea afronta hoy un desafío que nace de su propia debilidad como proyecto político y cultural. Nuestro continente debe regresar a sus raíces y recuperar orgullosa el legado de su civilización y su memoria. Parte de esta herencia, es la historia deslumbrante del pueblo armenio y la tragedia infinita de su exterminio.

Rompamos el muro de silencio que se alza sobre el Genocidio Armenio. Acabemos con esta corrección política que condena a Europa al olvido. Los musulmanes no son los culpables del Genocidio Armenio -ni lo son los pueblos turco y kurdo, por cierto- pero silenciar lo que se les hizo a los armenios es una injusticia. No existen las culpas colectivas y heredadas de generación en generación, pero sí existe una responsabilidad heredada y universal: la de recordar y evitar que nada así se repita jamás con ningún pueblo. Este deber nace en la tradición bíblica y nos impone la obligación de recordar y hacer justicia.

 

El próximo 24 de abril eleven un recuerdo y, si son creyentes, una oración por las víctimas del Genocidio Armenio.

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