El incidente que el músico Quimi Portet tuvo hace unos días con un trabajador de las líneas marítimas Balearia que cubría el trayecto entre Ibiza y Formentera me brinda la oportunidad de escribir sobre el catalán, el castellano y el secuestro de las lenguas a manos de los nacionalistas.
El catalán es uno de los idiomas más antiguos de Europa. Sus primeros testimonios escritos se remontan a los siglos X y XI. Hay un texto latino que data de 1034 y contiene el nombre de siete árboles frutales en catalán: “morers, oliver, noguer, poner, amendolers, pruners, figures”. Es inevitable recordar la antigüedad pareja de las Glosas Silenses y Emilianenses en Castilla. España goza de una diversidad lingüística que tiene más de mil años.
Si vamos a los textos literarios, el catalán, el valenciano -dejemos para otro momento el debate de si se trata de dos lenguas distintas o no- así como el castellano y el gallego recibirán las influencias de las grandes tradiciones de la Europa medieval y renacentista. Desde la poesía de amor cortés que llegó de Provenza hasta los lugares comunes del Renacimiento, España participa de lleno en las corrientes culturales de nuestro continente.
He aquí un primer punto en el que deberíamos centrarnos. Hasta el siglo XVIII, Europa era un mosaico de lenguas. En todos los Estados-nación forjados a lo largo de la Edad Moderna, el bilingüismo era habitual. Lejos de ser una excepcionalidad o una anormalidad histórica, en todo nuestro continente, millones de europeos sentían como propias varias lenguas sin que esto les supusiese conflicto identitario alguno. Podría evocar aquí el texto que recordaba hace unos días de Von Horvàth a propósito de la monarquía danubiana, pero no querría ser reiterativo. Baste señalar que dos mil años de historia europea desmienten que estemos abocados a vivir instalados en una sola lengua.
El problema, pues, no es histórico ni antropológico, sino político.
En efecto, en España hemos padecido el secuestro de lenguas españolas como el catalán, el euskera o el gallego a manos de políticos nacionalistas o, simplemente, oportunistas. Dejemos de lado, insisto, la cuestión de las denominaciones. Llamar español o castellano a la lengua que todos hablamos en España es un asunto de precisión filológica -y esto es importantísimo- pero creo que no radica en la filología el fondo del debate. Uno podría simplificar diciendo que el castellano es la variante del español que se habla en Castilla y que la lengua española es la variante común a toda la Hispanidad; pero me parece que no se trata de eso ahora.
Cuando Quimi Portet denuncia por Twitter que el camarero de uno de los barcos no entiende el catalán y lo presenta como si fuese un escándalo, no pretende abrir un debate filológico ni jurídico – ¿se le exigió a ese trabajador saber catalán cuando se lo contrató? – sino que busca encender, de nuevo, una hoguera política donde quemar a un empleado que -si damos por cierto lo que dice Portet- tal vez tampoco estuvo acertado en la respuesta. Es difícil saberlo porque la frase que Portet le atribuye puede entenderse de modos muy distintos (incluso como disculpa) según la entonación que se le dé. Tal vez al final el camarero solo trataba de ser simpático y se encontró con alguien que no quería serlo.
En Cataluña se ha vivido -y todavía se vive- un bilingüismo que, sin embargo, está en peligro. Los nacionalistas catalanes han transformado Barcelona, que era una de las grandes capitales culturales del mundo hispánico, en un lugar donde toda moda es bien recibida, salvo la que venga expresada en español. Estos nacionalistas, en realidad, son bastante provincianos.
Las Españas -tomemos el término de Julián Marías- atesoraron un patrimonio lingüístico admirable que incluía el portugués -ahí está la obra admirable del gran Gil Vicente (1465-1536)- y celebraba la diversidad como parte de su riqueza.
Por desgracia, los nacionalistas catalanes aprovecharon la ocasión en las redes sociales para denunciar otro presunto “agravio”. Entre ellos parece contarse Pilar Boix, la gestora de comunidades de Balearia que pidió “disculpas” en un tuit porque un trabajador de la empresa no supiese catalán y se comprometió a “tomar medidas” para concluir afirmando que “somos y seguiremos siendo sensibles con la lengua catalana”.
Este último compromiso de ser “sensibles con la lengua catalana” podría abrir nuevas cajas de Pandora o aprovecharse como ocasión para difundir la literatura y el humanismo. Por ejemplo, Balearia podría costear la traducción al español de parte de la obra de Raimundo Lulio (Mallorca, 1232- ¿?, 1315) y distribuirla gratis por los camarotes. Quizás podría encargar alguna biografía de Bernat Metge (Barcelona circa 1346-Barcelona, 1413), humanista brillante que da título a una colección maravillosa de clásicos griegos y latinos traducidos al catalán, y publicarla en catalán y español para que todo el mundo pudiese disfrutarla y aprender. Tal vez, Pilar Boix podría sugerir que su empresa -que dice estar tan comprometida con la lengua catalana- costease, en un tiempo de tanta dificultad para las Humanidades, una edición de las obras de Joanot Martorell (Valencia, 1410-Valencia, 1465) o de la poesía de amor cortés que con tanta profundidad estudió Martín de Riquer. Quién sabe si esa sensibilidad con la lengua catalana debería consistir en dejar de utilizarla como un bumerán político y un garrote mediático.
También hubo algunos que aprovecharon la oportunidad para denostar al catalán como si fuese absurdo que alguien que navega entre Ibiza y Formentera pretenda dirigirse a un empleado de la naviera en esa lengua. El catalán es una de las lenguas de España y -al margen, insisto, de las consideraciones jurídicas- no está al mismo nivel del inglés, que es extranjera, ni debe cifrarse su valor en el número de hablantes. Pocos hablan ya latín y, sin embargo, debería estudiarse más y mejor; otro día escribiré sobre eso. Quienes creemos y amamos el bilingüismo nos sentimos extraños cuando escuchamos que no sirve para nada estudiar catalán porque lo habla poca gente fuera de Cataluña. Primero, uno no debería estudiar las cosas solo por su utilidad. Segundo, uno habla catalán porque quiere y porque es nuestro, es decir, de todos los españoles. A ver si empezamos a recordar, después de tanto nacionalismo y tanta chatura, qué significa España en toda su extensión.
Por desgracia, los nacionalistas catalanes han logrado la retroalimentación de otros provincianos como ellos. Al final, de esta manera, los millones de españoles que hablamos y nos expresamos en las dos lenguas y que las sentimos como propias, nos vamos sintiendo cada vez más desconcertados como si, al igual que sucedía en el cuento de Cortázar, unos seres misteriosos hubiesen ido ocupando un espacio que en el pasado compartíamos todos y que acogía gustoso la diversidad española.