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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

The Economist lo ha decidido: hay que imponer el suicidio asistido ya.

El derecho a morir, o aún más claro, el derecho al suicidio, parece perfilarse como el foco de la próxima ofensiva de los heraldos del progreso.

¿Está la humanidad inquieta en relación a este nuevo “derecho”, uno más a añadir a la larga lista de nuevos “derechos” que han convertido el concepto de derecho en algo vacío? No lo parece. No aparece en ninguna encuesta sobre las cuestiones que más preocupan a la gente, más pendiente del paro, la corrupción, la marcha de la economía o la amenaza terrorista. Pero eso importa poco. Han decidido que es «una idea a la que ha llegado su momento». ¿Qué quién lo ha decidido? Prefieren mantener el anonimato, pero lo que sí sabemos es que The Economist se ha erigido en su último adalid.

Así pues, ya lo saben, hay que difundir el uso de las inyecciones letales. The Economist lo ha decidido (o al menos lo ha proclamado) y quien se oponga será reo de enfrentarse al progreso. Inhumano. Censurado. Perseguido. Expulsado del consenso democrático (aunque aquí el demos brille por su ausencia).

Leo la editorial de The Economist y me sorprende lo débil de su argumentación.

Empiezan con una encuesta tramposa: ¿Está usted a favor de extender la muerte asistida por un médico a pacientes que sufren un enorme dolor físico pero que aún no se mueren? Se asume que ya se está haciendo en otros casos (¿cuáles?) y que solo es cuestión de extender lo ya existente, se tranquiliza con el recurso al médico (el doctor siempre quiere tu bien, ¿acaso no hizo el juramento hipocrático?) y no se presenta otra alternativa al sufrimiento que la muerte, como si no hubiéramos avanzado en el tratamiento del dolor. Con esta pregunta, sale una mayoría favorable en 11 de los 15 países en los que se ha realizado la encuesta. Se sienten incluso generosos y permiten que en cuatro ganen los contrarios al suicidio asistido. Eso sí, saben que cuando deseen, forzando aún más la pregunta, introduciendo aún más ambigüedades, sobreentendidos y apelaciones sentimentales, conseguirán el pleno, 15 de 15. Basta con proponérselo.

Luego dicen que, de hecho, el suicidio asistido ya se está haciendo. Como si eso fuera un argumento. También, de hecho, la trata de mujeres, explotadas sexualmente, es una realidad y no proponen hacerla legal. Eso sí, escribe The Economist, «a menudo los médicos actúan después de hablar con los pacientes y sus familiares«. A menudo. ¿Cuán a menudo? Ni lo saben ni les importa.

Pero quizás lo que más me ha sorprendido es la nula atención a la experiencia de los países en los que la eutanasia activa es legal. Por ejemplo en el caso de Bélgica, en cuyo décimo aniversario apareció un interesante informe sobre la praxis real. Allí descubríamos que la propia Comisión de Control que vela por el cumplimiento estricto de la ley reconoce su incapacidad para calcular el número de casos de eutanasia reales, que se asume que son muchos más de los declarados. Y eso a pesar de que cuando se aprobó la ley una de las motivaciones era precisamente que las eutanasias se declararan y abandonaran la supuesta clandestinidad. Además, el informe oficial revelaba que se está aplicando la “eutanasia” contra los deseos del paciente en numerosas ocasiones, en algunos casos dentro de operaciones de “donación” de órganos. Pero nada de esto aparece en la editorial de The Economist. Prefieren no prestar atención a la realidad, prefieren imponer un apriorismo ideológico. No dejes que la realidad te estropee una buena historia.

Afirma a continuación la editorial que tiene que ser el paciente quién decida, no el médico. Pero silencia lo que acabamos de señalar: en la mayoría de los casos es imposible expresar una voluntad anticipada (se desconocen los matices, vitales, de la situación) y el enfermo no está en condiciones de expresarla. En realidad el paciente nunca decide libre y autónomamente. Cuando está sano es incapaz de ponerse en la situación en la que estará, cuando está en la situación, bien por las presiones, bien por su incapacidad para manifestar sus deseos, casi siempre son otros quienes deciden por él.

Luego afirman que no hay riesgo de que se presione a los pacientes más vulnerables. Pero ignoran lo que ya es una praxis común (y si no que se lo pregunten a cualquier profesional sanitario implicado en este tipo de situaciones).

Afirman también que los médicos son igualmente respetados en los países en los que el suicidio asistido es legal y en los que no. Serán los podólogos. Es probable que también los oftalmólogos. Pero a partir de cierta edad no se mira de igual modo a ciertos doctores. Y si no que se lo pregunten a los miles de ancianos holandeses que prefieren cruzar la frontera con Alemania huyendo de una posible “muerte digna”.

Para acabar su argumentación, The Economist descubre todas sus cartas: ¿por qué limitarlo al sufrimiento físico? ¿Y el psíquico? ¿Y el existencial? ¿Por qué tiene que haber sufrimiento? Lo que defienden es el derecho al suicidio, así de claro, así de simple. El motivo poco importa. Plantean dos posibles excepciones: los niños y aquellos con enfermedades psíquicas. Pero las descartan rápidamente. Tampoco podemos condenar al sufrimiento a un niño y el sufrimiento psíquico, aunque no lo comprendamos, es tan real como el físico. Ante la más mínima duda, inyección letal.

Un corolario final: todo derecho comporta un deber. Nuestro supuesto derecho al suicidio asistido comporta el deber de los médicos y personal sanitario a matarnos. El Estado debe velar porque se respeten estos derechos y deberes… y les aseguro que lo hará. ¡Qué ganas tiene!

El artículo se concluye con un toque macabro que revela el carácter de la ideología que permea The Economist. Reconoce que la gente se puede equivocar y no elegir adecuadamente, optando por error por el suicidio (y aquí no hay segunda oportunidad), pero, sostiene, «sería incorrecto negar a todo el mudo el derecho a la muerte asistida por esta razón. Se permite a los adultos hacer otras elecciones irrevocables: hacerse un cambio de sexo o realizar un aborto«. ¿No se les ha pasado por la cabeza de que, justamente, el cambio de sexo y el aborto de un hijo son acciones que deberían evitarse en vez de promoverse?

Eso sí, The Economist no olvida la guinda sentimental final y acaba su declaración con aquello tan manido y dulzón de que cualquiera debería de poder suicidarse «rodeado de aquellos a quienes ama«. Qué bonito y humanitario.

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