Anoche, mientras cortejaba en vano el elusivo sueño, tuve mi momento “¡eureka!”. Daba vueltas alarmado ante el callejón sin salida -sin salida buena, se entiende- en que el irresponsable Donald Trump ha metido a Estados Unidos con su enloquecida idea de que se ha producido un gigantesco fraude en las pasadas elecciones presidenciales que dieron ganador a su rival demócrata, Joe Biden. Y entonces se me ocurrió la gran idea: que los demócratas, y Biden el primero, se apunten con denuedo y todos los medios a su alcance a demostrar lo contrario.
No critico su actitud inicial. Cuando un niño se pone a patalear porque ha perdido, lo más práctico es ignorarle y esperar a que se le pase. Es lo que hicieron, con la ayuda inestimable de todos los grandes medios internacionales, que han imprimido en las meninges de sus lectores y espectadores la certeza de que ha ganado el demócrata y que aquí no pasa nada de nada.
Pero, ya ven, la pataleta no ha pasado. Va a peor y, bueno, después de todo sigue siendo el presidente, y no hace más que trastear con esto y con lo otro. Además, el tándem demócrata ha ganado limpiamente, así que son los primeros interesados en que su triunfo resplandezca como una patena, nada por aquí, nada por allá. Ya se sabe que las ‘fake news’ llegan a muchos, así que Biden debe de estar ansioso de impulsar todas las investigaciones posibles sobre la limpieza de los votos, no vaya a ser que empiece la presidencia con mal pie, con millones de sus conciudadanos viéndole como un presidente ilegítimo.
¿A que es genial mi idea? Imaginen el ridículo del bando trumpista, cuando los esfuerzos del propio presidente electo y toda la maquinaria demócrata pongan la carne en el asador, facilitando a través de sus gobernadores, alcaldes, senadores y representantes la investigación de cada denuncia y quedar así limpio de polvo y paja.
Y sacar pecho, que no olvidemos que ese anciano que ha pasado toda su vida en política, tratando una y otra vez inútilmente ser el candidato demócrata a la presidencia, que se confunde de día y de lugar, de nombres y de palabras, ha obtenido más votos favorables que ningún otro en toda la historia, casi quince millones y medio más que el reverenciado Obama de 2012. Comparado con eso, ¿qué importa que solo ganara en un 17% de los condados de Estados Unidos? Eran los que importaban, y punto. Biden pueden en justicia reírse en la cara del American Spectator cuando escribe: “Biden ganó Michigan, Pensilvania y Wisconsin por una aparente avalancha de voto negro en Detroit, Filadelfia y Milwaukee. El margen de victoria de Biden derivó casi exclusivamente de estos votantes en esas ciudades, ya que casualmente el voto negro se disparó solo precisamente en los lugares necesarios para garantizar el triunfo. No recibió niveles de apoyo similares en similares grupos demográficos de estados similares”. Eso es afinar, sí señor.
Y, después de todo, ¿de dónde puede haber salido la loca idea de un fraude electoral, sino simplemente del mal perder de ese supremacista blanco, Donald Trump? Supuestamente nos tiene que parecer raro que, en la madrugada de la noche electoral, Trump fuera ganando por 100.000 votos -redondeando- en Wisconsin, 300.000 en Michigan, 300.000 en Georgia, y 700.000 en Pensilvania, y luego el marcador se diera la vuelta. Bueno, sí, después de que esos estados dejaran de contar y reanudaran la operación algo más de una hora después, con resultados casi perfectamente inversos. Esas cosas pasan. No muy a menudo, pero pasan. Hasta lo de interrumpir el recuento a la vez, sin muchas explicaciones.
¿Y qué si Trump recibió más votos que ningún otro presidente que se presentara a la reelección, con once millones más que cuando ganó las de 2016, cuando Obama obtuvo sin problemas la victoria 3,5 millones de votos menos que en su primer mandato? ¿Qué, si el 95% de los republicanos votaron por él, o si el apoyo negro creció un 50% con respecto a las pasadas elecciones, y el voto hispano pasó del 29% en 2016 a un 35%? ¿Qué, si ganó holgadamente en Florida, Ohio y Iowa, cuando desde 1852, el único candidato presidencial en perder las elecciones ganando en esos estados fue Richard Nixon en 1960, un resultado que fue con toda probabilidad fraudulento?
Las casualidades pueden ser muy divertidas, pero no prueban nada, ni sirven de nada en los tribunales. Así que de nada sirve que el Washington Examiner se sorprendiera de la derrota de Trump a pesar de que “los republicanos ganaron las 27 elecciones simultáneas que el Cook Political Report consideraba ‘disputadas’ en su análisis preelectoral, además de hacerse con 7 de los 36 escaños que la misma publicación consideraba “probablemente demócrata”. Vale, los demócratas no lograron descabalgar a uno solo de los republicanos de la Cámara. ¿Y qué?
Fijarse en esas menudencias estadísticas está bien para pasar el rato, pero no prueban nada. Como todas esas ‘mediciones no demoscópicas’, ya saben: tendencias en el registro por partidos, éxito relativo en las primarias de uno y otro, número de donaciones personales, asistencia a mítines, búsquedas en Google, presencia en redes sociales… Da igual que Patrick Basham, fundador del Democracy Institute, insista en que esos factores predictivos no hayan fallado nunca, menos aún todos ellos a la vez. Bueno, siempre hay una primera vez para todo.
En cuanto a las distintas auditorías de varias máquinas de votación de Dominion, los centenares de declaraciones juradas de testigos que asistieron a juego sucio, el célebre vídeo de Georgia… ‘Fake news’, todas y cada una de ellas. Falsedades, como repiten sin cesar desde CNN al Washington Post, pasando por cualquier grupo de medios de alguna entidad.
Y los demócratas tienen la ocasión de oro para demostrarlo. Ahora lo único que tiene que hacer Biden para tranquilizar a todos sus conciudadanos acerca de su legitimidad es convocar una rueda de prensa y anunciar que va a colaborar para que se investiguen a fondo todas las acusaciones de fraude, apoyar todas las demandas de revisión y demostrar, así, que han sido, en efecto, las elecciones más fiables de la historia.