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Álvaro Uribe Vélez llegó a la presidencia de Colombia con el lema: «Trabajar, trabajar y trabajar». Por eso sorprende que ahora el partido del Centro Democrático lidere un proyecto de ley que avanza en el congreso para reducir la jornada laboral de Colombia de 48 a 40 horas semanales. Una propuesta al mejor estilo socialista, cuya repercusión en el mercado laboral del país sería perversa, en un contexto donde, para las empresas formales, no cabe una sola regulación más.
La propuesta de ley plantea pasar de 48 a 40 horas semanales de trabajo sin que se afecte el ingreso de los trabajadores, incluyendo también, los costos laborales no salariales asociados a la contratación formal. Justificando que, al tener más tiempo libre para la educación, el ocio, el descanso y demás, los trabajadores tienden a ser más productivos. De aprobarse esta ley, la aplicación será gradual. Es decir, que año tras año a partir del 2021, la jornada laboral irá reduciéndose una o dos horas más. El proyecto debe pasar por dos debates más en el congreso y figurará como ley de la República.
Puede sonar bonito y romántico buscar más horas de ocio y menos de trabajo, Colombia puede ser uno de los países que más horas a la semana trabaja, pero hay dos aspectos a considerar: la productividad, y los efectos en informalidad y desempleo.
En primer lugar analicemos la productividad. Esta variable se ve reflejada en crecimientos de la producción que no se logran explicar por aumentos en los factores tanto de capital como de trabajo.
Es decir que la productividad equivale a tecnología, eficiencia en procesos y demás acciones que conlleven a obtener más resultados con menores recursos.
Los países que tienen mayor inversión en capital y logran remplazar procesos originalmente manuales por procesos automatizados, aumentan su productividad, generan un cambio técnico que estimula la producción de bienes con mayor complejidad –no de primera necesidad, sino de segunda o tercera– y hasta bienes de lujo. Estos procesos exigen mano de obra mejor calificada.
Una vez el país alcanza altos niveles de productividad, los ingresos aumentan a la par porque se genera más con menos, como hemos dicho, y queda tiempo disponible. Ese tiempo disponible se utiliza para consumir ocio como estudio o descanso.
El proceso no ocurre al revés. Usted no compra un Ferrari y luego hace plata. Usted primero hace plata y luego compra el Ferrari, porque de lo contrario no sería sostenible.
Funciona de la misma manera con la productividad: no es posible pretender disminuir la jornada laboral para consumir mayor tiempo de ocio sin primero entender que ese ocio se puede consumir gracias a que se tienen procesos más productivos y eficientes como fruto de inyecciones de capital.
En segundo lugar, están la informalidad y el desempleo. Es imperativo analizar esta política, no solo desde la óptica de una economista preocupada por la crisis económica actual sin precedentes, sino también desde la óptica lógica del mercado.
Si por firmar decretos, leyes y papeles llenos de regulaciones lográramos cambiar el mundo, pues hacía rato tendríamos una tasa de desempleo bajísima y niveles de informalidad nulos. Lo cierto es que no es así.
Un ejemplo latente de que por decreto no se consigue nada es el salario mínimo. Según el director del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), el 64% de la población trabajadora de Colombia devenga hasta el salario mínimo. Y es enfático en aclarar que “hasta” el salario mínimo, puesto que, en realidad, gran parte devenga menos que este, muy a pesar de los sostenidos aumentos, mayores a la productividad e inflación, que ha presentado a través de los últimos años.
Por su parte, el ministro Alberto Carrasquilla, afirmó en una entrevista esta semana, que el salario mínimo en Colombia era muy alto con respecto a la productividad y capacidad de pago de las empresas. Aclaración que los medios no dudaron en tergiversar y luego tachar de descarada. El costo de ser un funcionario técnico serio y entender el mercado.
Ahora bien, imponer que se reduzca la jornada laboral tendrá efectos perversos como: perjudicar a las empresas que ya operan con varios turnos o tienen atención al público directa por su tipo de negocio, tales como: comercio al por menor y al por mayor, hotelería, vigilancia, bares y restaurantes, máquinas 24/7 y demás.
Esta ley solo tendrá efecto en las empresas formales, las cuales no aguantan una sola regulación más, muy a pesar de que, dado el caso para varias, tengan que dejar de contratar o despedir personal, pues no podrán sostener los mismos costos y operación con la disminución en sus ingresos que puede suponer una menor jornada para cierto tipo de negocios. Esto, además, se agrava en la crisis económica generada por la pandemia, con la cual el flujo de caja de las empresas y su capacidad para hacer frente a los costos se ha visto fuertemente comprometida.
“Más tiempo trabajando no implica mayor productividad”, eso dirán los que apoyan el proyecto. Pero en realidad esta premisa no aplica para todos los negocios, ni todas las industrias, ni todos los tipos de procesos.
Es irreal, inoportuno y totalmente desconectado de la situación del país llevar a cabo este proyecto de ley. Ahora no estamos para perpetuar más desempleo ni mayor informalidad. La gente quiere emplearse, crecer al interior de las compañías y salir adelante trabajando. Hay que dejar de promover la pereza.