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EL ACTUAL ES OTRO CHAVISMO

Febrero, y la sanguinaria secta fundada por Hugo Chávez y sus secuaces

Hugo Chávez
El fallecido presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en 2012. REUTERS/Jorge Silva

Desde el principio el chavismo fue más un asunto de fe que una realidad política concreta. Hugo Chávez se encargó de establecer su propia iglesia. Esa en la que las creencias en los mitos compartidos y los rituales que debían cumplir quienes se arrogasen la condición de “chavistas” están por encima de todo. 

Dentro de ese imaginario el mes de febrero tiene un papel muy especial. En su festival de mentiras Chávez rebautizó dos fechas como puntos iniciales de su desastrosa revolución socialista: el 4 de febrero y el 27 de febrero.

El 27 de febrero de 1989 se produjeron en la periferia de Caracas disturbios sociales que decantaron en una jornada de saqueos a comercios. ¿El motivo? El entonces Presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, había intentado dar comienzo a un paquete de reformas en el campo económico, sincerando el costo del combustible y las tarifas de los servicios básicos (hasta entonces fijados a un costo que producía enormes pérdidas anuales para el Estado). La narrativa oficial y la versión histórica dominante nos hablan de que esas medidas acusaron recibo en el pueblo llano, que en primera instancia se reveló contra el aumento del costo del boleto del transporte público, desatando los demonios de lo que luego se iba a denominar comúnmente como “El Caracazo”.

Chávez fue más allá,  al señalar que «El Caracazo’ fue la chispa que encendió el motor de la Revolución Bolivariana» y que definitivamente ese día él, junto a otros, terminaron de tomar la decisión de hacerse con el poder en Venezuela para producir transformaciones dentro de su sistema político. El Expresidente venezolano nunca perdió ocasión de celebrar y justificar la revuelta, arguyendo que ese día el pueblo había despertado de un largo letargo de opresión. De este modo el Teniente Coronel –que luego se consagraría como golpista– dotaba de coordenadas iniciales a la justificación de su religión: el chavismo y la Revolución Bolivariana.

Por cierto, la historia oficial de “El Caracazo” ha sido recientemente confrontada en algunos frentes de la opinión pública venezolana, como ocurre con el caso de la Abogada Thays Peñalver y su libro “La Conspiración de los 12 Golpes”. Allí, con arrojo, la autora asevera que aquella revuelta no obedeció a las medidas económicas de Pérez y tampoco a ninguna larga historia de opresión. Sino más bien a un plan bien orquestado por la izquierda encarnada en Fidel Castro para promover motines populares que desestabilizaran a un sistema político venezolano que ya por entonces mostraba fisuras más que evidentes.

El 4 de febrero de 1992 un grupo de mandos medios del Ejército venezolano decide alzarse en armas en distintos puntos de la geografía nacional. El objetivo era, por supuesto, derrocar a lo que quedaba del gobierno del propio Carlos Andrés Pérez. La cosa no se logró, pero en la madrugada del día siguiente teníamos a un joven Hugo Chávez aseverando frente a una cámara de televisión que la derrota militar no era una derrota real, y que las intenciones de cambio solo quedaban frustradas “por ahora”.

Esa declaración pública en la que Chávez salía arrogándose la jefatura y responsabilidad del movimiento subversivo valía como piedra toque para seguir cimentando su iglesia. Una en la que él fungía como salvador de un pueblo oprimido, como mesías que no tenía empachos en poner en riesgo su vida si de salvar a la sociedad venezolana se trataba. Todo el que entraba en la iglesia chavista tenía que reconocer a Chávez como salvador, único e irrepetible.

Por mucho tiempo el 27F-89 y el 4F-92 terminaron trocando a Febrero casi que en el mes de la celebración litúrgica chavista. Mientras Chávez vivió y detentó la Presidencia de Venezuela, la recordación de estos dos “hitos” que mancharon de sangre a la historia contemporánea del país siempre fue norma, al punto de que, trajeado de militar, el Teniente Coronel golpista dedicaba 3 y 4 horas todos los años para pronunciar interminables discursos en los que interpretaba y reinterpretaba el legado de aquellos dos días.

La revuelta popular del 89 y el golpe militar del 92 pretendían dotar de alimento espiritual al chavismo. En la primera fecha se decía que estaba implícito el espíritu rebelde del pueblo pobre frente a los opresores, mientras que en la segunda se asumía que los pretores de lo bueno y lo puro habían salido con su uniforme militar a acompañar a Chávez a ponerle punto final a esa opresión histórica. Se llegó a hablar de que ambas fechas producían una conjunción cívico-militar.

Y así todos los años. Y así cada vez que se iba a votar en una de las decenas de elecciones dudosas que ha organizado el chavismo en más de 20 años. Siempre el 27-89 y el 4F-92 como narrativa, como palabra revelada para los creyentes de la iglesia roja. No importaba que el país estuviese cayéndose a pedazos, lo que importaba era la fe. No importaba que la realidad te escupiese en la cara; lo importante era creer. Eso era el chavismo hasta hace un par de años.

Con la llegada de Nicolás Maduro al poder las cosas cambiaron: año a año los discursos que trataban de realzar aquellas fechas se iban quedando en la nada. La precariedad material iba haciéndose más y más manifiesta entre los pobres y no podía ser ocultada a punta de celebraciones vacías e invocaciones a la nostalgia. Chávez ya no estaba allí para enmascarar el desastre. La partida del Teniente Coronel básicamente dejó al chavismo desnudo: el desastre de país era el mismo, pero ahora el encantador de serpientes no estaba. A Maduro más de una vez le tocó quedar en evidencia: ya el mito y la liturgia chavistas no eran suficientes para reinar, y tuvo que echar mano de una represión desmedida para mantenerse en el trono.

Por estos días las celebraciones sobre la vida y obra de Chávez, así como la recordación de una supuesta fecha heroica en la que el pueblo se lanzó a las calles a decir “hasta aquí aguantamos” han pasado a un segundo o tercer plano de importancia. El chavismo que sobrevive en el poder ya no se recrea demasiado en invocaciones mágico-religiosas. Chávez cumplirá este año 7 años de haber muerto y evidentemente con él no pasó lo que pasó con Perón en la Argentina. Su canonización fue, más bien, infructuosa.

A Nicolás Maduro le ha tocado remodelar al chavismo, poniéndolo a vivir más del pragmatismo puro y duro que pretende conciliar los intereses económicos y las prebendas de las familias criminales que le sostienen en el poder que de la invocación a los antiguos ritos de la Revolución Bolivariana. Actualmente lo de Maduro es más tarea mundana y terrenal que de los Dioses y las Iglesias: poner de acuerdo a iraníes, chinos y rusos sobre las ventajas geopolíticas de seguir manteniendo al proyecto chavista en la región, además de mediar entre militares corruptos, grupos del narco, boli-burgueses y otros especímenes sobre la conveniencia de que él siga en el poder.

Mientras eso pasa en el tope de la pirámide (encarnada en la nomenklatura), en la base de la misma el pueblo llano que aún acude al chavismo gobernante buscando respuestas lo hace fundamentalmente por motivos transaccionales y desde ningún punto de vista emocionales: te apoyo si me das esto o aquello (y en un entorno tan precarizado ese “esto y aquello” solo remite a alimentos). La liturgia y el mito han muerto. Este es otro chavismo; o mejor dicho…lo que va quedando de aquello.

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