La decisión de la escuela francesa en la que fue decapitado un profesor de no cambiar su nombre por el decapitado me parece perfectamente razonable y de una prudencia digna de absoluto respeto.
Sí, desde luego, es penoso, es indeciblemente triste y humillante para Francia y para toda nuestra civilización que el miedo, puro y desnudo, nos lleve a estas cesiones ante la barbarie. Pero es el gobierno, es la élite europea, son los alegres globalistas que condicionan nuestras políticas en este y otros muchos sentidos los que deben reaccionar, los culpables directos de este estado de cosas. Cualquiera que tenga hijos entenderá que los padres no quieran exponerles a un peligro cierto de ataque, y que tampoco los profesores tengan el menor deseo de arriesgar la vida por un gesto.
Si lo hiciesen y la iniciativa se tradujera en alguna desgracia obra de fanáticos descerebrados, no sería un martirio por la libertad: sería, más bien, un inútil sacrificio provocado por el gobierno del país, que ha buscado deliberadamente las causas que producen estas consecuencias. El heroísmo es una gran virtud, necesaria incluso en algunas circunstancias. Pero en esta, en concreto, uno no estaría arriesgando la vida por la libertad, sino por la mala cabeza de sus autoridades.
Quienes piden a este colegio que arriesgue o se avergüenzan de su miedo recuerdan al fácil “todos somos Charlie Hebdo” que se declamaba universalmente desde la barrera. Porque no, no todos somos Charlie, ni tengo la menor intención de arriesgar la vida de mis hijos por tener unos gobernantes sin escrúpulos a quienes se les da una higa arruinar sus países con tal de gobernarlos.
Lo más desesperante de todo este asunto es lo fácil que era preverlo. Recuerda un poco a la frase, ya convertida en meme por las redes, de Fernando Simón al principio de la pandemia, cuando pontificó que en España habría “uno o dos casos, como mucho”. Al final creo que fueron unos pocos más, lo que llevó al segundo meme corolario, también aplicable a este asunto: “No se podía saber”.
Porque en ambos casos sí se podía saber. Naturalmente que se podía saber. Era tan fácil como mirar desde un globo aerostático dos trenes avanzando a toda velocidad por la misma vía en dirección contraria y predecir el choque. Una pandemia es una pandemia, y si la estaba liando parda en Italia era de todo punto razonable esperar que hiciera otro tanto en nuestro país, sobre todo si no se tomaba medida alguna para que las feministas se hacinaran en las calles pidiendo lo que ya tienen.
Se podía saber, se sabía e incluso se dijo. Y con la inmigración masiva procedente de culturas distintas y distantes, con otra escala de valores, con otras lealtades, se podía saber, se sabía lo hemos dicho muchos hasta la saciedad.
Pero hay tres factores en nuestras modernas democracias de partidos que se alían para hacer inevitable lo tan sencillamente evitable. El primero es el olvido absoluto del largo plazo. Los propios mandatos de cuatro años incitan a olvidar las consecuencias a largo que puedan tener las decisiones de los gobernantes. La decisión acertada puede y suele ser antipática e impopular en el horizonte inmediato, sobre todo ante un electorado marinado en el peor sentimentalismo presentista. Así que se toma la decisión que mejor dé en la foto y el que venga detrás, que arree.
El segundo es la devastadora prohibición intelectual de pensar que los incentivos funcionan. Y vaya si funcionan. Pero igual que está prohibido concluir que si la Ley de Violencia de Género proporciona ventajas a la mujer en determinadas situaciones familiares se acabarán usando, también está prohibido razonar que si proclamas el Welcome Refugees, vendrán en masa.
Por último, la democracia de partidos, basada, en principio, en la voluntad de la mayoría, acaba en la paradoja de que a los partidos les interesa más satisfacer las demandas de pequeñísimas minorías muy activas y combativas que a la opinión general, que rara vez decide su voto por una única cuestión.
Francia, Europa, han decidido su destino, y la situación de autocensura y terror no es algo que nos haya caído del cielo, como una tormenta, ni que nos venga impuesta por un ejército invasor. Es consecuencia directa y perfectamente previsible de las decisiones que han tomado unos gobernantes que nos desprecian y que no van a sufrir en carne propia sus consecuencias.