«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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La batalla de la ética y la de la estética

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Sólo hay algo peor que una mala idea y es una solución aún peor para enmendarla. Con frecuencia los conservadores americanos han aportado propuestas intelectuales y políticas inspiradoras para la derecha de todo el planeta, pero en este siglo tan confuso y dinámico, nadie está a salvo de proponer una estupidez para tratar de acabar con una tontería. El empresario Vivek Ramaswamy acaba de lanzar su candidatura republicana para la presidencia de los Estados Unidos. Relata David Harsani en The Federalist que «tiene mucho de populismo de moda, pero su apuesta por la meritocracia y el crecimiento económico es una mejora con respecto al severo estatismo sin salida de la derecha posliberal». Sin embargo, su idea «más singular», quizá «atractiva para muchas personas, es terrible». 

«La censura de los puntos de vista se extiende más allá de Internet e impregna nuestra economía», dijo Ramaswamy, «si no puedes despedir a alguien por ser negro, gay o musulmán, no deberías poder despedir a alguien por su discurso político. Trabajaré con el Congreso para consagrar la expresión política como un derecho civil estadounidense y haré cumplir las leyes de derechos civiles existentes para proteger a los trabajadores de la discriminación por puntos de vista envidiosos». En un primer vistazo, suena interesante, sobre todo en medio de la histeria woke de las corporaciones, que tantos puestos de trabajo ha segado injustamente por razones ideológicas. El problema: ¿qué hace un republicano intentando resolver una injusticia con las mismas manos censoras que denuncia en los progresistas? 

«Hay una diferencia moral y legal significativa entre despedir a una persona por una característica inmutable, como el color de su piel, y una opinión política», argumenta Harsani, «la idea de Ramaswamy, por lo que puedo decir, no solo haría ilegal que Disney despidiera a un conservador social, sino que un restaurante judío cortara su relación con un neonazi, o que una agencia de adopción católica despidiera a un empleado que cree que los abortos de nueve meses son atención médica». Después de todo, zanja la polémica: «Deberíamos desvincular la relación entre el estado y las empresas, no encontrar nuevas formas de fusionarlos».

Entretanto, los editorialistas de National Review ponen el acento en desenmascarar al presidente de los Estados Unidos: «La ventaja política que tiene Joe Biden es que la gente tiende a no asociarlo —como demócrata de cierta edad— con las agrietadas prioridades de la izquierda contemporánea. Pero las personas de 80 años también pueden ser campeones del radicalismo», señalan, poniendo el foco sobre la orden ejecutiva de la semana pasada que pretende «la equidad racial y el apoyo a comunidades desfavorecidas» a través del Gobierno federal. 

Ahora, «todos los departamentos y agencias federales importantes deben establecer equipos de equidad de agencias en un plazo de 30 días». «Estos equipos estarán compuestos por una amplia gama de funcionarios y tendrán que presentar planes anuales a un nuevo Comité Directivo de Equidad de la Casa Blanca. ¿Quién dirigirá esa oficina?»; la pregunta es retórica, «nuestra vieja amiga Susan Rice». «La burocracia federal no ha sido conocida hasta ahora por su neutralidad política», advierte la revista, «y Susan Rice y compañía presionarán para lograr que se adopte por completo la ideología woke». «Los republicanos en el Congreso deberían presionar para desfinanciar el decreto de equidad», concluyen, «y los candidatos presidenciales republicanos deberían comprometerse a desmantelarlo. La orden ejecutiva no es menos nociva e intolerable porque un presidente anciano la haya dictado». 

Lo leo y pienso que las conclusiones de este mismo editorial deberían publicarse casi a diario en España.

Cambio de tercio porque una de las ventajas de leer cada día la mayor parte de la prensa conservadora americana es que puedes encontrar argumentos interesantes para defender una bajada de impuestos en medio de un debate de ayer mismo, o toparte con un delicioso ensayo que intenta dar razones a los hombres para volver a vestirse bien. Señala Will Collins en The American Conservative que «el auge de la ropa casual de negocios ha dejado a los hombres confundidos y a la deriva». No se sorprende por el desuso del traje entre los profesionales americanos, a fin de cuentas, admite, es algo natural en «el país que inventó los jeans y los viernes informales», pero tampoco se enorgullece de que, si bien «Gran Bretaña es el padre de la moda masculina moderna», Estados Unidos sea «su hermano menor más relajado». 

«Vestirse de manera informal alguna vez fue un gesto subversivo», señala, «pero en la era de los pantalones de chándal y los crocs, renunciar a un traje y una corbata ha perdido su ventaja». «La moda contemporánea se extrae abrumadoramente de las subculturas juveniles y los deportes», añade, «lo que significa que la ropa está diseñada para ser usada por jóvenes y en forma». «Es poco probable que las personas de mediana edad, corpulentas y atadas al sofá se vean bien», concluye, «en camiseta y jeans. Un traje de buen corte, con hombros anchos y cintura recortada, está diseñado para ocultar hábilmente (o al menos restar importancia) a la edad y a la enfermedad». Todas las batallas son importantes.

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