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CRÓNICAS DEL ATLÁNTICO NORTE

Todos es violencia menos la violencia

Manifestación propalestina. Europa Press

Quédate con la última frase del artículo de Carmel Richardson en The American Conservative: «¿En qué momento podemos preguntarnos si toda esta infelicidad vale la pena?». Todo parte de un titular reciente del Washington Post: «Las citas online son una pesadilla personal. Pero muy buenas para la sociedad». «Múltiples encuestas muestran que a la mayoría de las personas que tienen citas en línea no les gusta», prosigue el Post, «pero hay una ventaja obvia…. Las parejas que se conocen por primera vez online tienen más probabilidades de ser interraciales e interétnicas que aquellas». ¡Ah, vale!

«Léelo de nuevo», señala la autora, «las aplicaciones de citas son un rincón bastante miserable de Internet, según todos los indicios, y reportan más historias de terror que éxitos. Pero el Washington Post quiere que usted sepa que no importa lo que le guste a la gente, y mucho menos cuando la equidad racial está en juego». Estas aplicaciones causan «descontento entre los usuarios», porque «existe evidencia de que las opciones ilimitadas de perfiles, que exceden con creces los círculos sociales de la vida real de cualquier persona, fomentan una mayor selectividad y sesgo», de modo que «el formato de compra de pareja convierte a los usuarios en consumidores». Dicho de otro modo: comparamos y compramos parejas como lechugas, papel higiénico, o un abrigo invernal.

En otro instante de su artículo, deja otra reflexión colateral basada en datos recientes: «Las mujeres se están volviendo más infelices a un ritmo casi el doble que los hombres»; para sorpresa de nadie, añado. «Estos son los incómodos resultados de intentar imponer ideales abstractos de diversidad en una sociedad real», zanja, «como las conclusiones sobre cómo debería ser la sociedad no deben cuestionarse, las personas se convierten en el problema». 

Quizá pienses que las aplicaciones para ligar no son lo peor que nos pasa, y con razón. A fin de cuentas, todos conocemos historias con final feliz surgidas allí. Si bien la reflexión de Richardson resulta interesante porque conecta directamente con la de Carl R. Trueman en First Things, sobre la fabricación de niños. De nuevo, el artículo parte de otro, publicado en Wall Street Journal: «¿Y si los hombres pudieran fabricar sus propios óvulos?». «Los padres no concebirán hijos de la manera tradicional, azarosa y profundamente misteriosa», señala el autor, «más bien serán proveedores de material genético a partir del cual se podrán fabricar niños por encargo»; «La elección se vuelve clave aquí, al igual que lo es al comprar un automóvil o un cepillo de dientes». «No podemos saber cómo podrían reaccionar al descubrir que fueron hechos por encargo», advierte Trueman, «o cómo podrían reaccionar los padres cuando el niño así producido no esté a la altura de la descripción prometida en la publicidad. Si la relación es esencialmente contractual, ¿qué pasa con el niño que (¿nos atrevemos a decirlo?) no cumple el contrato?«.

Más allá del evidente conflicto desde el ámbito de la bioética, el autor lo encuadra en algo más amplio: «Todo esto sigue una forma de pensar sobre los niños desde hace mucho tiempo en la cultura occidental. Desde Percy Bysshe Shelley, que defiende el matrimonio como un contrato social para la satisfacción sexual y emocional de un hombre y una mujer, hasta nuestro sistema actual de divorcio sin culpa, los niños (si es que se mencionan) no desempeñan ningún papel principal en la toma de decisiones morales». «Nuestra cultura fácilmente podría llegar a considerar la reproducción como una industria manufacturera«, concluye, «en ese momento, realmente habremos reducido a los niños a cosas y con ello nos habremos deshumanizado a nosotros mismos».

James S. Spiegel llega a una conclusión similar en The Federalist que estos dos autores al analizar el desigual baremo de sensibilidad con el que opera la Generación Z: «Algo extraño sucedió en el camino hacia una sociedad más tolerante. Produjimos una generación de ciudadanos estadounidenses menos tolerante«. «La cultura del mimo», añade, «ha resultado en una mayor sensibilidad al estrés, lo que ha hecho que muchos estudiantes universitarios y otros adultos jóvenes no puedan, o al menos no quieran, escuchar puntos de vista con los que no están de acuerdo». Es más, recuera el columnista que «algunos incluso utilizan el meme ‘el silencio es violencia’, que interpreta la ausencia literal de palabras como equivalente a un ataque físico». ¿Puedes encontrar aquí esa agotadora analogía contemporánea entre silencio y complicidad, sea cual sea el tema del día?

«La misma generación que se apresura a declarar que los académicos, los comentaristas políticos y los humoristas son ofensivos o incluso demasiado estresantes para escucharlos», recuerda, «ha emitido docenas de declaraciones en apoyo a Hamás, una organización cuyos estatutos exigen la aniquilación total de Israel». «Si bien los miembros de la Generación Z pueden haber sido mimados», concluye, «también han sido entrenados para creer que el fin justifica los medios«; «es la incorporación de la ilógica del terrorismo: la justificación del asesinato, la violación y otras atrocidades en aras de un fin político». 

No es casualidad que tanto en los Estados Unidos de la cancelación, o en la España sensiblera donde la extrema izquierda decide lo bueno y lo malo, esté ocurriendo lo mismo: todo es violencia menos la violencia

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