Los ciudadanos entregamos al Estado el monopolio legal de la violencia (Weber) para que nos proteja; si no es capaz de hacerlo, entonces no tiene derecho a poseer tal monopolio
La existencia del Estado se justifica por dos cosas muy estrechamente relacionadas. La primera es su capacidad para imponer una autoridad comĆŗnmente reconocida como legĆtima; si no es capaz de imponer esa autoridad, entonces ese Estado se quiebra. La segunda es su capacidad para proteger a los ciudadanos, que es la sustancia material de la legitimidad; si el Estado no es capaz de dar protección, entonces su legitimidad se desvanece en una mera nube retórica. Hoy, en EspaƱa, el Estado se ha desmoronado en los dos aspectos. Los sucesos de Barcelona, desde el atentado del 17 de agosto hasta la manifestación del dĆa 26, han puesto de manifiesto que el Estado no es capaz de proteger ni de imponer su autoridad.
Empecemos por el principio: los atentados, sus causas y sus consecuencias. El discurso institucional se ha aplicado a propalar que un ataque asĆ es inevitable, que la seguridad en EspaƱa es excelente y que las diversas policĆas del Estado han dado un supremo ejemplo de colaboración. Pues bien, todo eso es simplemente falso. La retórica oficial insiste machaconamente en el eslogan de la āunidad contra el terrorismoā y trata de eludir cualquier crĆtica a la actuación de las fuerzas de seguridad, como si el examen de la acción policial fuera una censura personal a los agentes. De esta manera se veta el anĆ”lisis objetivo y se impone un tono emocional donde toda racionalidad queda proscrita. Pero en realidad semejante argucia retórica no tiene por objeto proteger a los agentes ni, aĆŗn menos, a la sociedad, sino eximir de responsabilidad a los polĆticos que dirigen la seguridad nacional. Ellos saben bien que su legitimidad queda reducida al mĆnimo si se pone en cuestión su capacidad para proteger a los ciudadanos.
Terrorismo: el poder tambiƩn es responsable
Es necesario insistir en este punto, crucial, para calibrar adecuadamente la crisis de nuestro Estado. El poder, por definición, se justifica por su capacidad para dar protección. Un poder que se manifiesta incapaz de proteger a sus ciudadanos pierde necesariamente toda legitimidad (Schmitt). Los ciudadanos entregamos al Estado el monopolio legal de la violencia (Weber) para que nos proteja; si no es capaz de hacerlo, entonces no tiene derecho a poseer tal monopolio. Los servidores pĆŗblicos merecen todo nuestro respeto y apoyo, pero no carecen de responsabilidad, en el sentido literal del tĆ©rmino: han de responder de lo que hacen con ese poder que les hemos entregado. Conviene recordar todas estas cosas, que son el abecĆ© de la polĆtica, para poner un poco de racionalidad en el coro de fervorines emocionales tras el que el poder oculta sus insuficiencias.
Si un poder local decide estimular la inmigración musulmana por motivos Ć©tnicos para ādesespaƱolizarā, como ha hecho desde hace aƱos el gobierno autónomo catalĆ”n, sin prevenir las posibles consecuencias negativas de esa polĆtica, entonces ese poder local es responsable.
Si un juez decide revocar una orden de expulsión contra un delincuente, como hizo el magistrado De la Rubia con el imÔn Abdelbaki es Satty, y después ese delincuente vuelve a delinquir, entonces ese juez es responsable.
Si un municipio recibe la instrucción de colocar obstĆ”culos en la vĆa pĆŗblica para dificultar atentados con vehĆculos-ariete, pero el tal municipio se llama a andanas, como ha hecho la alcaldesa Colau en Barcelona, entonces ese Ayuntamiento es responsable.
Si unos terroristas ocupan ilegalmente una casa ajena y nadie les molesta lo mĆ”s mĆnimo por el allanamiento, como ha ocurrido con el chalĆ© de Alcanar que servĆa de base a los terroristas, entonces las autoridades que han de proteger la propiedad son responsables.
Si un cuerpo de policĆa recibe el aviso de que cierto imĆ”n es peligroso y resuelve hacer oĆdos sordos, como hicieron los Mossos con el aviso belga acerca de Abdelbaki es Satty, entonces ese cuerpo de policĆa es responsable.
Si una jueza sospecha que una explosión puede esconder actividades terroristas pero un cuerpo de policĆa la disuade de investigar, como hicieron los Mossos con la sugerencia de la juez Sonia Nuez tras la explosión de Alcanar (āseƱorĆa, no exagereā), entonces ese cuerpo de policĆa es responsable.
Si hay cargos públicos que se ganan la vida como abogados de yihadistas, cual ocurre con relevantes miembros de la CUP y de Podemos en Cataluña, entonces esos cargos públicos son responsables.
Añadamos algo mÔs, porque aquà nadie se libra de la quema: si un Gobierno que posee las competencias exclusivas en materia de seguridad pública, y mÔs en un asunto como el terrorismo (tal es el caso del Gobierno de España), decide delegar esas funciones en otra instancia que se manifiesta ineficaz, entonces ese Gobierno también es responsable.
En tĆ©rminos racionales, lo lógico serĆa esperar dimisiones, rectificaciones, explicaciones pĆŗblicas. Pero no, al revĆ©s
Los atentados de CataluƱa habrĆan sido imposibles sin la descabellada polĆtica de inmigración de la Generalidad, sin la llamativa indulgencia de un juez concreto, sin el activismo pro islamista de relevantes cargos pĆŗblicos de la izquierda catalana, sin la negligencia del Ayuntamiento de Barcelona en materia de seguridad, sin la ensoberbecida actitud de la policĆa autonómica catalana en materia terrorista, sin la renuncia del Gobierno de EspaƱa a mantener bajo su control la seguridad pĆŗblica en CataluƱa. En tĆ©rminos racionales, lo lógico serĆa esperar dimisiones, rectificaciones, explicaciones pĆŗblicas. Pero no, al revĆ©s: lo que hemos visto es un sorprendente cierre de filas de la clase polĆtica y los medios del sistema en torno a quienes tienen la responsabilidad directa de la gestión. Dicho de otro modo: la democracia espaƱola consiste en que el poder falla y el pueblo debe aplaudir. Porque, si no aplaudes, no eres ādemócrataā.
La vergüenza nacional
El aplauso por antonomasia era el que el poder debĆa tributarse a sĆ mismo en Barcelona el sĆ”bado 26 de agosto, en la manifestación āpor la unidadā contra el terrorismo. Operación clĆ”sica de legitimación de la autoridad por aclamación. Y bien, aquĆ es donde el Estado que nos aflige ha llegado al extremo de la humillación Ćŗltima, de la suprema vergüenza. Va a quedar para la Historia esa imagen del jefe del Estado y del jefe del Gobierno componiendo gesto de circunstancias bajo una marea de banderas separatistas, de gargantas aullando improperios contra el Estado y contra el Gobierno, de una muchedumbre a sueldo (pĆŗblico) hostigando a los representantes del poder nacional (pĆŗblico) bajo la bendición de otro poder regional (no menos pĆŗblico). Un poder regional en abierto proceso de rebelión se permite el lujo de utilizar una masacre para reivindicarse frente a un poder nacional en plena quiebra. ĀæPero de verdad no os dais cuenta de lo que estĆ” pasando? ĀæCómo va a ser Estado alguno capaz de proteger a sus ciudadanos frente al terror cuando es incapaz de imponer su autoridad en el interior de sus propias estructuras?
Ese hombre no es Mariano Rajoy Brey, registrador de la propiedad en excedencia, sino un presidente de Gobierno que representa a millones de ciudadanos
āLas afrentas de algunos no las hemos escuchadoā, dijo muy digno el presidente Rajoy. Oh, sĆ: flagelemos al enemigo con el lĆ”tigo de nuestra indiferencia. Si una potencia extranjera invade maƱana el territorio nacional, hagamos lo mismo: ignorĆ©mosla desdeƱosos, para que el invasor sufra. Hay pocas cosas mĆ”s patĆ©ticas que la cobardĆa disfrazada de altanerĆa. Pero sobre todo: un jefe de Gobierno no tiene derecho a moverse por el mundo con ese aire de doncella ofendida. No tiene derecho porque ese hombre no es Mariano Rajoy Brey, registrador de la propiedad en excedencia, sino un presidente de Gobierno que representa a millones de ciudadanos, todos y cada uno de los cuales exigen y esperan que ese seƱor defienda su dignidad colectiva, porque para eso le pagan. Si un presidente del Gobierno no es capaz de entender eso, si no tiene el aliento suficiente para imponer la autoridad del Estado, entonces debe dimitir. Vale lo mismo, por cierto, para el rey Felipe, cuya Ćŗnica función en la vida consiste en encarnar materialmente la unidad nacional y cuya existencia pĆŗblica no tiene otra justificación que asegurar la continuidad histórica de EspaƱa a travĆ©s de una determinada forma de Estado. Ese seƱor tan alto y distinguido no es Felipe de Borbón y Grecia, esposo de la seƱora Ortiz Rocasolano y rico por su casa, sino una Corona que representa a millones de espaƱoles de ayer, hoy y maƱana. Si el rey tampoco es capaz de hacer valer su calidad pĆŗblica, entonces mĆ”s le valdrĆa abdicar. El peso de la pĆŗrpura consiste precisamente en eso. Si vuestras espaldas flaquean, dejad la pĆŗrpura a otros.
Volvamos a la racionalidad polĆtica. Ha habido diecisĆ©is muertos y varias decenas de heridos. PodĆa haber sido mucho peor, y si la catĆ”strofe no se ha multiplicado no ha sido por mĆ©rito de las fuerzas de seguridad, sino por errores de los criminales. Todo eso ha sucedido en una región formalmente declarada en rebeldĆa que ha cometido gravĆsimos errores en la gestión de la seguridad pĆŗblica, ante la pasividad de un Estado que tampoco ha cumplido adecuadamente sus funciones y que despuĆ©s se ha dejado escupir por los separatistas. Los cantos a la unidad estĆ”n muy bien, pero a los muertos nadie va a devolverles la vida y a la nación tampoco. ĀæDe verdad preferimos creer que basta con cerrar los ojos para que el problema desaparezca?
āĀ”EspaƱoles, vuestro Estado no existe! Ā”Reconstruidlo!ā. El eterno retorno de lo idĆ©ntico
EspaƱa no es una nación basura: tenemos una historia prodigiosa, somos ācomo dice Luis SuĆ”rez- una de las cinco naciones que han construido la Historia Universal y hemos dejado una huella indeleble. Pero una nación no sobrevive sólo por su Historia. EspaƱa tampoco es una sociedad basura: padecemos el mismo proceso de degeneración y domesticación que el resto de Europa occidental, pero el paĆs estĆ” lleno de gente inteligente, creativa y dinĆ”mica, capaz de hacer cosas extraordinarias en la tĆ©cnica, las artes o las ciencias. Pero una nación no sobrevive sólo por la calidad individual de sus gentes. Por el contrario, esa nación de historia extraordinaria y sociedad dinĆ”mica se ha dotado de un Estado ineficiente, oneroso y, al cabo, impotente, incapaz de asegurar sus funciones esenciales de imponer su autoridad y proteger a sus ciudadanos. En definitiva, un Estado basura. Y si alguien lo duda aĆŗn, que vuelva mirar la foto de la manifestación trampa de Barcelona.
Ortega cerraba su famoso artĆculo sobre El error Berenguer con una frase que hoy vuelve a sonar familiar: āĀ”EspaƱoles, vuestro Estado no existe! Ā”Reconstruidlo!ā. El eterno retorno de lo idĆ©ntico.
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