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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

¿Hay separación de poderes en España?

El que se produzca un fuerte control político del poder judicial, necesariamente repercute en un aumento de la inseguridad jurídica.


A nadie se le escapa que una de las características esenciales de los sistemas democráticos es la separación de poderes. A nadie se le escapa que, sin ella, no puede hablarse, en propiedad, de democracia.
Sin duda, una aspiración permanente del poder político ha sido la de controlar tanto al legislativo como, sobre todo, al judicial; porque el judicial es el decisivo a la hora de asegurarse la impunidad. En los sistemas representativos, el poder legislativo y el ejecutivo tienen un mismo origen, ya que son el resultado de la expresión popular en las urnas, aunque pueden darse situaciones en las que el legislativo y el ejecutivo presenten algunas divergencias.
En todo caso, una sociedad puede sobrevivir sin un poder legislativo o ejecutivo de mucha altura (y, de hecho, así ha sido durante largo tiempo en España); pero lo que no podrá soportar será una justicia dependiente, una justicia sumisa, una justicia subalterna.
Y eso, exactamente eso, es lo que está pasando en España.

Pero ¿es o no es independiente la justicia? El CGPJ

Es difícil sostener la independencia judicial actualmente en España. El modo en que está estructurada la administración de Justicia deja poco margen a la duda.
El órgano de gobierno de los jueces es el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que es designado por el Congreso y por el Senado a partes iguales; diez representantes cada uno, más el presidente, que es el del Tribunal Supremo. Con el fin de ceñir al CGPJ al control absoluto hubo que modificar en varias ocasiones lo dispuesto en la Constitución a través de leyes orgánicas.
Para su nombramiento hace falta una mayoría de tres quintos, con lo que exige un acuerdo entre PP y PSOE que lleva manteniéndose desde hace décadas. Algo que resulta considerablemente escandaloso, y que movió a uno de los ministros de justicia del PP, Ruiz-Gallardón, a efectuar una de sus varias promesas incumplidas, asegurando que profesionalizaría la justicia y que se iba a terminar la designación política de la justicia. Por supuesto, nada se hizo y el sistema sigue siendo el mismo.

El Supremo y el Constitucional

El Tribunal Supremo se sitúa en la cúspide del Poder Judicial en España, puesto que es el tribunal superior en todos los órdenes y tiene jurisdicción en el conjunto del territorio nacional. Su posición es equivalente a la del Congreso de los Diputados y a la del Gobierno, como cabeza de uno de los poderes del Estado.
Supuestamente, el Supremo es un tribunal profesional sin dependencia política. Sin embargo, está sujeto a la supervisión del CGPJ, al que el propio Supremo aporta su presidente siendo esta una sutil forma de control. Más evidente es el control que ha ejercido sobre él el Tribunal Constitucional pues, aunque en teoría se trata de jurisdicciones diferentes, este último ha ejercido una suerte de tutela sobre aquel cuando ha sido necesario.
Y es que el Tribunal Constitucional es completamente elegido por el parlamento. De los doce miembros que lo componen, cuatro son designados por el Congreso, cuatro por el Senado, dos por el gobierno y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial…que a su vez, como hemos visto, es nombrado también por el Congreso y el Senado.
Es decir, que el poder que tiene que velar por el cumplimiento de la ley tanto del ejecutivo como del legislativo no es que carezca de independencia, es que el poder que debe ser vigilado es quien determina quién tiene que vigilarle.

Inseguridad jurídica

El que se produzca un fuerte control político del poder judicial, necesariamente repercute en un aumento de la inseguridad jurídica, ya que, en no pocas ocasiones, el poder judicial se convierte en la correa de transmisión del poder político, oscilando en uno u otro sentido de acuerdo a las conveniencias del momento.
Desde hace muchos años, en España se han introducido conceptos como el de “alarma social”, sin grandes protestas de los ámbitos jurídicos. Conceptos que poco o nada tienen que ver con el derecho, pero que otorgan una gran discrecionalidad al poder. Que es de lo que se trata.
Aunque ciertamente no es España el único país en el que las sentencias incorporan llamativas interpretaciones, la inseguridad jurídica resulta ser aquí mayor que en la mayoría de los países de nuestro entorno. En pocos sitios la adscripción ideológica de los jueces es, por un lado, tan conocida y, por otro, tan determinante, como entre nosotros. De hecho, la valoración que los españoles hacen una y otra vez en las encuestas deja poco margen a la interpretación: de acuerdo al CIS, el 75% de los ciudadanos tiene una mala opinión de la administración de Justicia en España.

La justicia y la corrupción

No es extraño: no faltan ocasiones en que la situación llega a rozar el escándalo, hasta el punto de que el presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, Carlos Lesmes, ha reconocido que el rigor legal se aplica a los “robagallinas”, sugiriendo que los poderosos en España están a salvo de la ley.
Por eso, aunque desde la clase política con frecuencia se alude a la cantidad de casos relacionados con la corrupción que procesan los tribunales, lo cierto es que, de todas las investigaciones de corrupción, pocas han prosperado hasta el punto de inculpar a los principales responsables políticos. De los aproximadamente 1.400 políticos imputados, solo unos 90 se hallan en la cárcel, casi todos por malversación y cohecho. En estas condiciones no es extraño que una sensación de impunidad se extienda por toda la sociedad.
También es cierto que los partidos hacen lo posible para obstruir las investigaciones y condenas de los tribunales; el comportamiento del Partido Popular en el caso Gürtel – en el que se personó como acusación popular – obstaculizando el desarrollo del juicio, lo que le valió la expulsión por el juez Ruz; o el del PSOE con los ERE de Andalucía, muy semejante, son buena muestra de ello.
Es entonces lógico que el 67% de los españoles crean que los fiscales no actúan con libertad, y el 84% que los jueces reciben presiones que sólo un 30% considera que no influyen en las decisiones que toman: es decir, que dos de cada tres españoles creen que los tribunales no actúan con independencia en los casos de corrupción.
Con independencia del grado de verdad que estas opiniones contengan, reflejan la existencia de una opinión pública que ha captado lo esencial: la carencia de independencia de la justicia con respecto al poder político.
Algo que, estrictamente hablando, cuestiona el tipo de democracia que hemos venido desarrollando en los últimos cuarenta años. Algo que, en sentido estricto, priva a este régimen de la consideración de ser una verdadera democracia.
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