«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Un segundo genocidio armenio

Ciento cuarenta y dos años después del Congreso de Berlín, se vuelve a producir el mismo escenario de pesadilla: las fuerzas armadas turcas asesinan a los armenios. Y, como los europeos de aquellos tiempos, parece que no nos enteramos. ¿Cuántos armenios deben morir antes de que comprendamos que la vida y la cultura son preciosas y deben defenderse?

El 26 de septiembre, en una curiosa repetición de precedentes históricos, las fuerzas turcas –y sus aliados azeríes– lanzaron una ofensiva a gran escala contra Artsaj y Armenia. El ataque no fue inesperado. Azerbaiyán bombardeó Armenia a mediados de julio de este año. A finales de julio y principios de agosto las fuerzas azeríes y turcas realizaron ejercicios militares conjuntos en la región de Najicheván, tras los cuales Turquía decidió generosamente ceder parte de sus efectivos y recursos militares a sus “hermanos” azeríes. Mientras escribo esto, ese armamento y esos efectivos –junto a los miles de mercenarios que Turquía reclutó en Siria y a los que pagó y envió a Azerbaiyán– se encuentran en pleno ataque en la “línea fronteriza” entre Azerbaiyán y Artsaj.

Los acontecimientos son, sin duda, una repetición de los precedentes históricos. Cuando los turcos otomanos decidieron que los armenios eran personae non gratae en el mundo –que su existencia era sencillamente intolerable– los sometieron a masacre tras masacre –las masacres de 1878, las masacres hamidianas (1894-1896) o las masacres de Adana (1909), por mencionar algunas– hasta que, por fin, llevaron a cabo un genocidio a gran escala contra ellos en 1915.

Mientras los turcos hacían aquello en lo que parecen expertos, los gobiernos de las potencias europeas –Francia, Inglaterra, Rusia y Alemania– hicieron cuanto pudieron para promover sus propios intereses en Oriente Medio y nada por detener lo que claramente era una creciente amenaza contra la primera nación cristiana del mundo: Armenia. Sin duda, hombres como Gladstone y Clemenceau denunciaron las masacres. Publicaron cartas amenazantes. Apelaron a una instancia moral suprema. El problema fue que su instancia moral era tan elevada que distaba mucho del mundo ordinario. Sus palabras sobrevolaron las cabezas de los asesinos, que siguieron matando porque se dieron cuenta de eso que cualquier estudiante de primaria tiene claro: «Me pueden romper, pero no someter».

Los armenios también entendieron esto. En el Congreso de Berlín de 1878, Khrimian Hayrig, que llegó a ser cabeza de la Iglesia Armenia, el Catolicós de todos los armenios, preguntó intencionadamente a los líderes europeos que, como él, eran cristianos: “Allí donde conversan los fusiles y las espadas golpean, ¿qué valor tienen las peticiones y apelaciones?” Sus palabras fueron ignoradas. Y su pueblo pagó el precio por ello, año tras año, hasta que no quedó nada en las tierras que habían hecho fructíferas durante milenios.

Hitler también comprendió el precedente turco. Una vez hubo invadido Renania sin que la Entente moviese un dedo, se fijó objetivos mayores. De aquellos aliados turcos había aprendido que los líderes políticos que se quejan pero no actúan, rápidamente se olvidan del cuál era el problema. Así lo aseguraba en el discurso que pronunció en Obersalzberg, una semana antes de que los nazis invadieran Polonia:

Nuestra fuerza reside en nuestra rapidez y crueldad. Gengis Kan mando degollar a millones de mujeres y niños, de forma premeditada y sin remordimiento. La historia reconoce en él solamente al fundador de un estado. No me importa lo que una débil civilización occidental dirá sobre mí. He ordenado y pienso enviar ante un pelotón de fusilamiento a aquel que ose criticarlo que el fin de nuestra guerra no sea alcanzar tal o cual objetivo, sino la total destrucción del enemigo. Por ello, he enviado al escuadrón de la muerte por ahora solo en el frente oriental con órdenes claras de asesinar sin piedad y sin ningún tipo de compasión a los hombres, mujeres y niños de origen y lengua polaca. Solo así podremos conseguir nuestro necesario espacio vital (“Lebensraum”). Además, ¿quién habla hoy de la aniquilación de los armenios? [Wer redet heute noch von der Vernichtung der Armenier?]

Todos sabemos a dónde llevó esto. Los alemanes son gente aplicada, aún más cuando aprenden la lección de primera mano. El comandante jefe de Auschwitz había estado destinado en Armenia –Armenia Occidental– durante el genocidio armenio.

Y aquí nos encontramos de nuevo: ciento cuarenta y dos años después del Congreso de Berlín, se vuelve a producir el mismo escenario de pesadilla. Turquía (y Azerbaiyán) está matando a los armenios. Y, como los europeos de aquellos tiempos, parece que no nos enteramos. Nos limitamos a hablar.

A diferencia de ellos, no apelamos a una instancia moral suprema. Parece que hayamos olvidado cosas como el valor de la vida humana o de las antiguas culturas. Por eso nos centramos en nimiedades: ¿quién empezó?

¿Cuántos armenios deben morir antes de que comprendamos que la vida y la cultura son preciosas y deben defenderse?

 

Publicado por Siobhan Nash-Marshall en The Imaginative Conservative.

Traducido por Verbum Caro para La Gaceta.

 

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