«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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un arquetipo que propicia que toda la mercancía ideológica de la izquierda quede intacta

Vivir en 1978 y 1989: negarse a entender el mundo de hoy

Firma de la Constitución Española en 1978. Congreso de los Diputados
Firma de la Constitución Española en 1978. Congreso de los Diputados

El mundo para ellos no ha cambiado, se han quedado en los mitos de su juventud y madurez. La Constitución de 1978, la caída del Muro de Berlín y el bipartidismo. Todo se puede explicar a partir de ellos y quien lo cuestione está echándose en brazos del populismo. 

Los desafíos de hoy quedan sin atender porque ante problemas nuevos se acude a los viejos esquemas. Si el separatismo da un golpe de Estado contra la unidad de España el remedio es el de siempre: comprensión, acercamiento, diálogo, cesión y finalmente rearme de un enemigo al que se debería haber liquidado. El Estado, agredido, no puede defenderse, preso como está por los grilletes que él mismo se ha puesto. Mientras destruyen la obra salida del 78 el mismo 78 es incapaz de reaccionar ante los elementos disruptivos.

Si hay un conflicto internacional, pongamos que en Siria, donde Rusia es la única potencia extranjera que apoya al presidente legítimo frente al terrorismo islámico y defiende a los cristianos perseguidos, entonces se aplica rápidamente el eje de la guerra fría. Así, todo sistema político que no sea una democracia merece ser derrocado, desde Irak a Rusia, desde Libia a Irán, ¿acaso no vivimos en una constante amenaza nuclear?

De este entusiasmo también participan los medios de comunicación que, como los hijos de la madre en Good bye Lenin, simulan que el tiempo no ha pasado y que el sistema anterior sigue vigente. 

Por eso, conocer quién gobernará y con qué apoyos la próxima legislatura es insignificante. Más relevante será saber qué políticas se van a aplicar, si habrá continuidad en la imposición de la agenda 2030 o un giro proteccionista. O más globalismo o recuperación de las soberanías. 

Más allá de las siglas y la división clásica del eje izquierda-derecha que aún permanece en nuestras cabezas, quienes gobiernen deberán despejar qué va a pasar con la transición energética, la inmigración masiva, el fortalecimiento de las instituciones del Estado, la industria nacional y el sector primario. Avanzar en el camino actual perjudicaría a quienes menos tienen, a las clases medias y populares, que pasarán de tener casa y coche a no tener nada, todo sea para salvar el planeta.

Uno de los aspectos que caracteriza a quienes se quedaron en el manual de 1978 es el profundo desprecio a las redes sociales. No quieren saber nada de ellas, y eso significa renunciar al lugar donde se anuncian y libran las grandes batallas culturales de nuestro tiempo. Que una parte de las élites político-mediáticas rechacen esta parte fundamental de la realidad agiganta la brecha entre ellos y el pueblo. O sea, desconocer todo de las nuevas generaciones.

Claro que de globalismo tampoco saben mucho. Les suena de oídas, el análisis que hacen es de una simpleza tan errónea como hilarante: ¡se trata de la vuelta del comunismo! La agenda 2030 cocinada en la ONU, las organizaciones supranacionales financiadas por Soros y Bill Gates, las imposiciones climáticas y la ruina energética impulsadas por Bruselas y el “no tendrás nada y serás feliz” del Foro de Davos serían, insisten, comunismo. 

La realidad, sin embargo, es que la deriva de la sociedad posmoderna que ataca la forma de vida tradicional, la clase media, la familia y la natalidad no tiene nada que ver con el comunismo. Achacarle a este último los desastres de nuestro tiempo es una falta grosera de honestidad intelectual. 

Valga el ejemplo: el Foro Económico Mundial calcula que 1.000 millones de personas se incorporarán a los flujos migratorios en las próximas décadas. Es decir, mientras se persigue con saña la natalidad autóctona -a las pruebas de Castilla y León me remito- se abren las puertas a la inmigración masiva como si las personas fueran monedas intercambiables y mano de obra barata. 

Más bien, todo ello revela la farsa sobre la que se sustenta el pacto entre el agotado eje izquierda-derecha: ambos están a favor de la inmigración ilegal masiva por mucho que los primeros lo revistan de humanitarismo y los segundos de solución demográfica. Si la izquierda (y el sindicalismo sistémico) lo enfoca como una cuestión moral, la derecha liberal (y la patronal) lo lleva al terreno de la economía para atraer mano de obra barata. En la práctica, quienes padecen las consecuencias de esa inmigración desordenada son los obreros autóctonos que ven caer sus salarios y transformar sus barrios en lugares inseguros. “La aldea global ha arruinado a la aldea real”, en certera expresión de Ana Iris Simón. 

Estos cambios no son fácilmente apreciables -y cuando lo son patinan en el diagnóstico- para quienes viven en el marco mental de hace medio siglo, a menudo víctimas del síndrome de Estocolmo de la izquierda. Por eso ya se encargan ellos solos de decir que no se puede hablar de determinados temas que la izquierda considera debates cerrados, que hacerlo la moviliza. Pura gasolina, dicen. Es un arquetipo, un estado mental que propicia que toda la mercancía ideológica de la izquierda quede intacta.

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