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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La UE pone sus barbas a remojar con la crisis catalana

Imagen del Parlamento de la UE

En Europa, más allá de nuestras fronteras, a más de un líder político le debió dar escalofríos escuchar esta otra frase del presidente de la Generalitat: “Lo que estamos haciendo y haremos es lo que otros pueblos han hecho y harán en el futuro”.

Es normal que los medios españoles destacaran, del discurso que dio el presidente Carles Puigdemont como respuesta al mensaje del Rey, el osado “así, no” dirigido al monarca, su desafío continuado a la legalidad y sus ambiguas llamadas al “diálogo”.
Pero en Europa, más allá de nuestras fronteras, a más de un líder político le debió dar escalofríos escuchar esta otra frase del presidente de la Generalitat: “Lo que estamos haciendo y haremos es lo que otros pueblos han hecho y harán en el futuro”. Porque viene a ser una maldición gitana, un mal de ojo verbal para una Europa que aspira a integrarse en un megaestado bajo la égida de Bruselas, pero que tiene, más o menos adormecidos, su buen puñado de movimientos secesionistas a los que el ejemplo catalán podría dar alas.
Aunque desde dentro hayamos hecho un pan con unas tortas con el Estado de las Autonomías y desde fuera los medios hayan elegido vender el relato de una Cataluña sojuzgada por los malvados españoles, lo cierto es que nuestras fronteras llevan quinientos años (más o menos) estables, lo que no puede decirse de ningún otro país de nuestro entorno.

Regiones con ansias independentistas

La historia de Europa ha sido bastante tumultuosa, y la forma de los países ha variado muchísimo, dejando muchas regiones con ansias independentistas más o menos adormecidas y que ahora podrían reavivarse.
Podemos empezar, ya que hemos hablado de Bruselas, con Bélgica, un país al borde del divorcio casi desde su misma formación en 1830, no hace tanto (más joven, por ejemplo, que Estados Unidos).
Bélgica es, en realidad, dos países cosidos de cualquier manera bajo una monarquía, los walones (o valones) francohablantes al sur y los flamencos al norte que, hablando en plata, se aborrecen cordialmente.
Curiosamente ha sido su actual primer ministro, Charles Michel, el único líder comunitario que nos ha abroncado en público por la actitud de nuestro Gobierno en la crisis catalanas, con este tuit (en inglés, imagino que para no irritar a nadie en su país): “¡La violencia no puede  ser nunca la respuesta! Condenamos todas las formas de violencia y reafirmamos nuestro llamamiento al diálogo político #CatalanReferendum #Spain”.
Leyéndolo, uno podría obtener la engañosa impresión de que los policías belgas responden a la vulneración de la ley y a los disturbios pidiendo las cosas por favor. Pero para salir de tal error -y confirmar la monumental hipocresía de nuestro socio europeo- basta una rápida búsqueda por Internet. Aconsejo especialmente el ‘tratamiento’ policial a los separatistas flamencos cuando se ponen, digamos, especialmente ‘flamencos’.
Pero Michel prefiere ser más diplomático con lo que tiene dentro que con lo que ve fuera, porque el líder del partido separatista Nueva Alianza Flamenca, Bart De Wever, preside la Cámara de Representantes a la fecha, y en un país que hace no tanto pasó más de un año sin gobierno por las disputas entre ambas comunidades no es cosa de arriesgar.
Wever está seguro de que algún día Flandes se independizará, aunque en su caso más habría que hablar de divorcio que de desgajamiento, porque lo que quedaría sería Walonia, no ‘Bélgica’. Confía Weber en que el futuro Estado flamenco no solo será económicamente viable, sino incluso más próspero que con el ‘peso muerto’ -su concepción, no la mía- de los walones.
El follón sería de órdago, porque si Bélgica es pequeño, su capital es sede de la Comisión Europea, del Europarlamento (a pachas con Estrasburgo) y de la OTAN. Eso, sin contar con que Walonia difícilmente sería viable, con lo que probablemente acabaría absorbida por Francia.

El caso británico

Al otro lado del Atlántico está Gran Bretaña. Aquí la trama se complica porque, como todo en esas brumosas islas, el panorama es bastante peculiar a estos efectos. El nombre oficial del país ya lo dice todo: Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Ese ‘Gran Bretaña’, por lo demás, supone la unión bajo una misma corona de dos reinos, Escocia e Inglaterra, y un Principado, Gales. Cada uno con su selección de fútbol, digamos de pasada.
Uno podría pensar que el país ya superó el sarampión independentista con la victoria del “no” en el referéndum escocés de 2014, pero eso sería conocer poco cómo funcionan estas cosas.
Todo esto, sin contar con que el voto contrario a la permanencia en la Unión Europea ha reavivado considerablemente las brasas del independentismo. El “no” ganó en Inglaterra, pero perdió en Escocia e Iranda del Norte. Nuevo y grave motivo de fricción. La primera ministra escocesa y líder del Partido Nacionalista Escocés, Nicola Sturgeon, ve injusto que su país, que quiere seguir formando parte de la UE, se quede fuera porque así lo hayan decidido los ingleses.
Sturgeon amaga, de hecho, con repetir referéndum en 2018, lo que debería abrir los ojos a quienes piensan en España que un ‘no’ a la independencia de Cataluña en un eventual referéndum daría carpetazo a la cuestión.
Mientras, en Gales se refuerza la conciencia nacional, sobre todo mediante la promoción de ‘su idioma’, e incluso los separatistas de ese finisterre del sur inglés, Cornualles, han empezado últimamente a hacer ruido y quieren resucitar una lengua, el ‘cornish’, que nadie habla desde hace cosa de un siglo.

La unidad francesa

Francia es el Estado unitario por excelencia. Ni media broma con la unidad de “la France”. Eso lo saben bien los catalanes que pasaron once años bajo soberanía francesa y comprobaron en carne propia que en Francia solo se puede ser francés, es decir, aprendiz de parisino.
Pero bajo esa homogeneidad impuesta en el primer Estado nación del mundo, junto con el nuestro, laten no pocas ansias, al menos, regionalistas que el ejemplo catalán podrían avivar peligrosamente.
El único caso que ha implicado algún terrorismo de baja intensidad –Frente Nacional de Liberación de Córcega (FLNC)- ha sido el de Córcega, francesa desde más o menos la infancia de Napoleón pero más cercana a Italia por lengua y población.
Oficialmente, el FLNC anunció un abandono de la lucha armada en 2014, y el primer ministro Lionel Jospin propuso cierta autonomía que el Parlamente rechazó enérgicamente. Francia mantiene una actitud hacia los ‘fets diferencials’ de sus regiones absolutamente hostil, salvo que se hable de vinos o quesos.
Francia podría verse directísimamente afectada por el separatismo catalán, porque una de las reivindicaciones -en sordina, naturalmente- de los más entusiastas secesionistas se refiere a los hermanos de la Catalunya Nord, el Rosellón y la Cerdaña. No puede decirse que los ‘catalanes’ del norte expresen una voluntad mayoritaria de ser otra cosa que franceses, pero, por si acaso, la constitución francesa prohíbe expresamente la formación de partidos nacionalistas.
También podría darle algún dolor de cabeza un triunfal separatismo vasco, otros que tienen ‘primos’ al otro lado de la raya de Francia, en lo que llaman Iparralde, las tres provincias vascofrancesas.
¿Qué decir de Italia y Alemania, países creados, como quien dice, ayer por la tarde de la unión de estados que, en ocasiones, tuvieron una historia prolongada y gloriosa? Mejor no ‘meneallo’.

El separatismo italiano

En Italia tienen la Lega Nord, que se parece a los partidos nacionalistas catalanes y vascos en el sentido de representar a regiones ricas y fuertemente industrializadas que no quieren seguir pagando la cuenta de sus compatriotas del sur, más de campo y, si me apuran, más morenitos.
La prueba de que el malestar fiscal es lo que prima en este movimiento es que, pudiendo reivindicar conceptos tan gloriosos como los Ducados de Milán y Toscana o la Serenísima República de Venecia, se han decantado por un país inexistente que cubriría todo el norte y al que llaman Padania, por el río Po.
La Lega, con Umberto Bossi, estuvo cerca de hacer buenas sus amenazas de secesión sobre la ola de su triunfo electoral, pero ‘Il Cavaliere’ Silvio Berlusconi tuvo la astucia de integrarlos en su gobierno, lo que apaciguó no poco sus ansias de libertad.
Y podemos acabar con Alemania, aunque quede mucha tela que cortar, por no hacer de esto un artículo interminable. Al igual que Italia, es un país creado relativamente reciente para lo antiguo que es el topónimo. ‘Alemania’ llegó a ser más de trescientos estados, algunos tan pequeños que uno tenía que tener cuidado al salir de paseo, no fuera a cruzar la frontera por error.
Prusia se los fue merendando a todos, en rivalidad con Austria, en un proceso que culminó con la unificación lograda por Bismark y repetida, con importantes modificaciones, tras la posguerra y luego la caída del muro.
Pero al igual que Francia, se toma muy en serio la prohibición de cualquier separatismo, por tímido que sea. Y no es que haya mucho, la verdad; alemán es algo que, a lo que parece, medio Tercer Mundo desea ser y nadie dejar de ser. Por lo demás, son una República Federal, es decir, las regiones tienen la categoría de Estados y cierto grado de autonomía.
El único Land que ha amagado levemente en esta dirección ha sido Baviera, que cuenta con un Partido Bávaro y que, pese a estar en el sur, es uno de los grandes motores económicos de Alemania
Entre sus miembros los hay que proponen la independencia, aunque siempre permaneciendo dentro de la Unión Europea. Pero no pinta mucho, la verdad, desde que en los sesenta perdiera su último escaño en el Bundestag.
En las últimas elecciones al parlamento alemán, los que más han ganado en votos en Baviera han sido los ‘populistas’ de Alternativa por Alemania (AfD), que obtuvieron un 10,5% del voto.
No hay, por lo pronto, mucho que temer. Pero si empieza el mambo en Europa, ¿quién puede decir cómo acabará?

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