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Tras el 'brexit' y el 'procés', Transilvania podría dar la puntilla a la UE

El primer ministro húngaro, Viktor Orbán

Es curioso que el primer caso de riesgo real de secesión dentro de la Unión Europea se haya dado en uno de los países con fronteras más antiguas y estables del continente, España, y por parte de una región que no ha sido Estado independiente en toda su historia, porque si algo abunda en Europa son países que han cambiado decenas de veces de fronteras y regiones con razones históricas para pensar que no están donde deberían.

Por ejemplo, Transilvania, que se postula peligrosamente como el próximo foco de tensión que podría poner a prueba la cohesión de la Unión Europea.
Transilvania es, junto a Moldavia (no el país, la provincia) y Valaquia, una de las tres grandes regiones que forman Rumanía. Pero no siempre ha sido así. Rumanía incorporó Transilvania como consecuencia del Tratado del Trianon tras la Primera Guerra Mundial, un acuerdo que penalizó a una Hungría ya separada de Austria privándola de dos tercios de su población y territorio.
La mayor parte de su territorio fue cedido a Yugoslavia, Checoslovaquia, Rumanía, Austria, Italia y Polonia. Y en la Transilvania ahora rumana quedan 1,3 millones de húngaros étnicos, la minoría más significativa de Rumanía.
Hungría tiene esa pérdida clavada en su corazón nacional, pero medio siglo de aliado forzado de Rumanía y, en nuestros tiempos, de socio voluntario, han acallado las reinvindicaciones nacionalistas.
Pero el nacionalismo, ya saben, está de moda, muy especialmente en el Este de Europa. Y con las elecciones húngaras a la vuelta de la esquina, como quien dice, en abril de 2018, el primer ministro Víktor Orbán les está guiñando un ojo a los húngaros de Rumanía, para irritación de los líderes rumanos y delicia de los nacionalistas patrios, que piden a su líder que se ocupe de la diáspora húngara.
Denunciar el Tratado del Trianon es casi obligado en la política electoral magiar. En el aniversario de ‘la infamia’, el pasado 4 de junio, el responsable de la Oficina del Primer Ministro, Jànos Làzàr, exigió a los beneficiarios del tratado que se disculparan, asegurando que aquello «fue un diktat, una injusticia histórica contra una nación. Todo el mundo occidental está en deuda con Humgría».
Estas solemnes proclamaciones son, por lo general, fuegos de artificio y acostumbran a terminar asegurando que en absoluto se pretende alterar las fronteras, y las palabras de Làzàr no fueron un excepción. Pero también se comprometió a garantizar la protección de los derechos de los húngaros fuera de sus fronteras, lo que las autoridades rumanas calificaron de «provocación» y «amenaza».
La cosa viene de antes. En 2010, el gobierno de Orbán amplió las leyes de naturalización húngaras, permitiendo a los húngaros étnicos de naciones vecinas solicitar la nacionalidad y, por tanto, el derecho a voto. Y a medida que se aproximan las elecciones del año que viene, Orbán tiene un claro interés en animar a los ‘húngaros del exterior’ para que se registren como votantes.
Tiene todo el sentido del mundo, porque en las últimas elecciones, en 2014, el 95% del voto de los húngaros del exterior fue para el partido de Orbán, el Fidesz, y ese millón y pico de húngaros de Transilvania podrían dar al primer ministro la mayoría de dos tercios en el Parlamento, de la que está a solo dos escaños, que le permitiría introducir cambios constitucionales.
Desde Bucarest, sin embargo, las cosas se ven de manera muy diferente. Para los rumanos, las maniobras de Orbán son una intolerable injerencia en sus asuntos internos que podría transformarse en un serio conflicto diplomático. El entonces presidente rumano, Traian Basescu ya solicitó la expulsión del embajador húngaro de Bucarest, y es improbable que las cosas mejores a medida que se aproximan las fechas de las elecciones.
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