Es cierto que la Agenda 2030 está presente en todos lados. Tanto sus partidarios —tan proselitistas en su difusión—, como sus detractores —tan beligerantes en su rechazo— hacen que esta agenda, que es un corpus ideológico, sea fácilmente confundida. Con pines de unos y otros colores los ciudadanos tenemos dificultad para diferenciar bien del mal. Y a las sociedades sin conciencia nunca les ha ido bien.
Hablar de la Agenda 2030, por tanto, no es una cuestión de imaginación literaria sino de fiscalización al poder: porque en España tenemos un Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 del que apenas se conoce actividad inteligente. Y porque la Unión Europea, de la que enormemente depende España, se ha sumado a esta agenda. Y porque las Naciones Unidas, de la que formamos parte, han hecho propios estos preceptos ideológicos.
La Agenda 2030 se aprobó en la Asamblea General de la ONU en septiembre de 2015, con el visto bueno de 193 Estados miembro. La página web del organismo internacional promovió entonces esta agenda política «a favor de las personas, el planeta y la prosperidad, que también tiene la intención de fortalecer la paz universal y el acceso a la justicia». En forma de plan a quince años vista, los Estados miembro de la ONU se comprometieron entonces a beneficiar a «los más pobres y vulnerables«. Claro que la imperante democratización los ha llevado a hacernos a todos más pobres y vulnerables.
Esta agenda se concretó a través de 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, a su vez diseminados en 169 metas «de carácter integrado e indivisible que abarcan las esferas económica, social y ambiental». Los famosos ODS, que hace poco figuraban en la pancarta sujetada por los futbolistas del Atleti y el Madrid antes del derbi, incluyen la erradicación del hambre, la garantía una vida sana y una educación de calidad, la igualdad de género, el acceso seguro al agua y la energía, el crecimiento económico sostenido, la adopción de medidas urgentes contra el cambio climático y la facilitación de la paz y facilitar el acceso a la justicia. Los ODS, en fin, pretenden la magia, pagada con nuestros impuestos.
Los países decidieron entonces cuál sería su grado de aceptación de esta agenda. Los preceptos de la Agenda 2030 no son ius cogens, pero España decidió elevar estos objetivos a rango de Ministerio. Ione Belarra como ministra y Lilith Verstrynge como secretaria de Estado son las encargadas de implantar los ODS en España. Y el plan que pretende acabar con la pobreza en el mundo ha sido puesto en manos de Podemos.
Así las cosas, la Agenda 2030 ha encontrado en España una de sus más feroces cómplices. Ione Belarra quiere «impulsar la elaboración de los sistemas de información y estadística necesarios para acreditar los avances en la consecución de los objetivos de la Agenda 2030 y hacer efectiva la rendición de cuentas». Empresas, instituciones, sociedad civil y demás organizaciones de todo tipo deben rendir cuentas ante el todopoderoso Ministerio, que ejecuta el corpus de preceptos dictado por la ONU.
En estas manos, poco a poco descubrimos que los objetivos sostenibles no son tan buenos y efectivos como podrían parecer. No han tenido las consecuencias deseadas en tanto que el mundo sigue igual de pobre, igual de violento, igual de insostenible. Con datos y hechos, cada miércoles La Gaceta quiere explicar minuciosamente estos objetivos. Justo en mitad de esos quince años con los que la ONU pretende salvar al mundo, la Agenda 2030 se vuelve más inútil que nunca. Y aquí lo vamos a explicar.