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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El gran precio del gran bloqueo de Estados Unidos

Fachada de la Casa Blanca, Estadis Unidos

Una razón por la cual los economistas son vistos como profetas de desastres modernos es que nos dicen muchas cosas que no queremos escuchar. La economía señala implacablemente los costos y los beneficios asociados a decisiones particulares sobre usos alternativos de recursos escasos. No a todos les gusta que se les recuerden las compensaciones y las consecuencias no deseadas que surgen de las diferentes opciones. Algunos de esos efectos colaterales tocan cuestiones políticas. ¿Cuánta libertad estamos dispuestos a intercambiar por alguna garantía de seguridad? ¿Estamos dispuestos a aceptar los niveles significativos de desigualdad económica que acompañan al mayor crecimiento económico que eleva el nivel general de vida? Nos guste o no, todo tiene un precio.

La definición de estas compensaciones se hace más aguda durante crisis como la pandemia del coronavirus. Los gobiernos están tomando decisiones que consideran necesarias para proteger la salud pública, y lo hacen sabiendo que muchas de esas opciones tendrán efectos colaterales negativos en la vida económica. Su enfoque actual está en las consecuencias más inmediatas: negocios cerrados, desempleo, etc.

Sin embargo, una buena política pública también considera los probables efectos a largo plazo de las respuestas de emergencia a las crisis. En mi opinión, tres desafíos especialmente importantes se ciernen a medida que los gobiernos responden al COVID-19. Estos se refieren a: (1) las implicaciones para la deuda nacional de Estados Unidos; (2) las oportunidades creadas por el comportamiento irresponsable del gobierno y (3) las dificultades en retroceder las intervenciones económicas estatales después de la crisis.

EL RETO DE LA DEUDA NACIONAL DE ESTADOS UNIDOS SE HA VUELTO MUCHO MÁS DESAFIANTE

Al 15 de abril de 2020, el Fondo Monetario Internacional estimó que los gobiernos del mundo ya habían gastado $8 billones en pagos directos, préstamos y garantías, en respuesta a la pandemia de coronavirus. De esa cantidad, el Grupo de los Veinte (G20), economías avanzadas y emergentes, gastó $7 billones. Estos gastos superan con creces lo que se puede cubrir con los ingresos fiscales (que caerán como resultado de la recesión). La deuda, subsecuentemente, se está utilizando para llenar la brecha. El pronóstico económico es un ejercicio peligroso, pero el FMI predice que la deuda fiscal bruta del mundo crecerá este año del 83.3 por ciento de 2019 al 96.4 por ciento del PIB. El crecimiento previsto de la deuda es aún mayor para las economías avanzadas: de 105.2 por ciento a 122.4 por ciento.

Estados Unidos es el mayor contribuyente neto a ese aumento global. Algunos estiman que la deuda del gobierno de EE.UU. podría aumentar de más del 100 por ciento del PIB en 2019 a entre 130 y 140 por ciento este año. Para poner esto en perspectiva, basta tener en cuenta que la deuda nacional de Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial estuvo por debajo del 120 por ciento del PIB.

Como regla general, la deuda pública es la forma en que países como Estados Unidos han obtenido más capital para invertir en su crecimiento económico. Como señaló Alexander Hamilton en First Report on Public Debt (1790), una deuda pública permitiría a aquellos que quieran invertir en la economía estadounidense comprar bonos del gobierno. Si el interés se pagara a tiempo y los acreedores desarrollasen confianza en que se pagaría, los valores subyacentes alcanzarían un valor estable.

Con el tiempo, Estados Unidos ha demostrado un récord estelar para el servicio de la deuda. Esto le ha permitido tomar prestadas cantidades enormes de dinero a bajo costo para financiar proyectos como la Compra de Luisiana (1803) o luchar en dos guerras mundiales entre 1917 y 1945. Sin embargo, a menudo se olvida que Hamilton también pensó que debía haber límites a la deuda pública. En 1795, argumentó que la creciente acumulación de deuda era «quizás la enfermedad natural de todos los gobiernos».

Durante los últimos veinte años, el gobierno de Estados Unidos ha dependido cada vez más de la deuda para cubrir una brecha creciente entre los ingresos y los gastos. En el año fiscal 2019, los ingresos del gobierno federal fueron de $3.5 billones, mientras que los gastos ascendieron a $4.4 billones. Dos tercios de esos gastos son obligatorios por ley, y la mayor parte se gasta en seguridad social, atención médica y seguridad de los ingresos. La alternativa al uso de la deuda para salvar la brecha entre ingresos y gastos es aumentar los impuestos y/o reducir los gastos. Ninguna medida es popular entre los votantes.

Durante la mayor parte de la historia de Estados Unidos, la gran deuda en tiempos de paz se ha visto con malos ojos. Después de las dos guerras mundiales, el gobierno de EE.UU. hizo hincapié en reducir la deuda. Sin embargo, esa mentalidad se ha evaporado de nuestro panorama político. Tanto los presidentes Barack Obama como Donald Trump se comprometieron a reducir la deuda nacional de Estados Unidos. Ambos fueron en la dirección opuesta.

Es completamente normal que el gobierno federal se endeude más en situaciones de emergencia. Pero debemos reconocer que, una vez que los inversores consideren problemático el nivel de riesgo de la deuda nacional de un país, cobrarán tasas de interés más altas: cuanto más altas sean las tasas de interés, mayor será el costo del servicio de su deuda. Esto puede dar como resultado que los gobiernos gasten cada vez más en el servicio de la deuda y cada vez menos en sus funciones centrales – o, lo que es peor, en endeudarse aún más para continuar evitando decisiones difíciles.

No estoy sugiriendo que Estados Unidos se enfrentará al tipo de crisis de deuda soberana que sacudió a la UE entre 2009 y 2013. Actualmente, las bajas tasas de interés y el envidiable historial de Estados Unidos de cumplir con sus obligaciones de deuda cubren esa posibilidad. Pero sería insensato creer que pasar de una deuda nacional -ya alta según los estándares internacionales- del 100 por ciento del PIB a entre 130 y 140 por ciento en solo unos pocos meses, no podría tener repercusiones negativas en los años venideros.

Una de esas posibilidades es una aceleración de la inflación – algo de lo cual los estadounidenses menores de 40 años tienen poca experiencia. Como dijo un documento de trabajo de la Oficina de Presupuesto del Congreso de 2019, «un nivel creciente de deuda en relación al PIB podría aumentar la probabilidad de que, en algún punto, el gobierno tenga que aumentar la oferta de dinero para financiar sus gastos». Eso, agregó, «podría impulsar la inflación, lo que reduciría el valor real de los pagos de capital e intereses a los tenedores de bonos existentes». Esto se traduce en tenedores de bonos que insisten en tasas de interés más altas para compensar el riesgo adicional de inflación.

No solo significaría aún más gasto público en el servicio de la deuda: el aumento de la inflación también corroe el poder adquisitivo de los consumidores. Esto perjudica a los pobres, a los que tienen ingresos fijos y a las personas que carecen del conocimiento financiero para navegar por la inflación.

EL OPORTUNISMO POLÍTICO ABUNDA

Una razón para la repentina expansión de la deuda nacional de Estados Unidos ha sido financiar intervenciones diseñadas para contrarrestar los efectos de la congelación de la actividad económica. La lectura cuidadosa de las 880 páginas de la Ley CARES de los $2 billones revela la magnitud de estas intervenciones. Incluyen seguro de desempleo extendido, pagos a grupos de ingresos específicos, subvenciones a hospitales, préstamos y garantías de préstamos a grandes corporaciones, préstamos que se puedan condonar parcialmente a pequeñas empresas para evitar despidos y cierres, y pagos a gobiernos estatales y locales.

Algunas de estas intervenciones son muy específicas y, por lo tanto, minimizan los intermediarios. Otros, sin embargo, no lo hacen. Los funcionarios del Departamento del Tesoro y de la Administración de Pequeñas Empresas tienen amplios poderes discrecionales para determinar quién recibe y quién no recibe asistencia. Esa es una receta para los funcionarios del gobierno que intentan elegir ganadores y perdedores – algo en lo que son infamemente malos. Ya hay evidencia considerable de que esto está ocurriendo

Un problema relacionado es que la Ley CARES permite al Tesoro adquirir participaciones de capital en grandes empresas como condición para otorgar préstamos, para «proporcionar una compensación adecuada al gobierno federal». Hasta ahora, esto no ha sido requerido por el Tesoro. Sin embargo, si el Tesoro tomara tales participaciones de capital, aumentaría la probabilidad de que las decisiones de los consejos de administración de las compañías estuvieran impulsadas por las prioridades políticas de la Administración del momento, en lugar del tipo de prácticas comerciales sólidas esenciales para la recuperación económica.

Tampoco podemos descartar el hecho de que muchos líderes políticos verán la pandemia de coronavirus como una ocasión para abordar problemas no relacionados con el COVID-19. El 11 de abril, la Asociación Nacional de Gobernadores declaró que los fondos federales «no deberían estar atados solo a los gastos relacionados con el COVID-19». El Congreso, insistieron, «debe enmendar la Ley CARES para permitir esta flexibilidad para los fondos federales existentes».

Este lenguaje estaba destinado a alentar a los estados fiscalmente irresponsables con pasivos masivos no financiados a presionar para que se usen dólares federales para rescates financieros. Un ejemplo: menos de una semana después de esa declaración de la Asociación Nacional de Gobernadores (NGA), el presidente del Senado de Illinois escribió a la Delegación del Congreso de su estado, pidiéndoles que presionen para que Illinois reciba $41 mil millones adicionales de asistencia federal para abordar los efectos de la pandemia.

Esto a pesar del argumento del gobernador de Illinois de que los déficits presupuestarios relacionados con el COVID-19 para 2020 y 2021 ascendieron a $6.2 mil millones.

¿Qué representa la diferencia de $34.8 mil millones? Entre otras cosas, el presidente del Senado solicitó $10 mil millones de fondos para ser destinados a reponer el fondo de pensiones del estado y $9.6 mil millones para los sistemas de jubilación de los municipios. Estos son programas con poco dinero cuya situación no tiene nada que ver con el COVID-19 y todo que ver con años de irresponsabilidad fiscal. A la luz de esto, ¿alguien puede dudar de que los rescates financieros realizados bajo la apariencia de respuestas al COVID-19 simplemente incentivarían aún más la imprudencia fiscal de los funcionarios que fuesen elegidos en el futuro?

RETRAER AL ESTADO ES DIFÍCIL

Más allá de los desafíos específicos asociados con la Ley CARES, se presenta un problema aún mayor: no será fácil dar marcha atrás en la escala de intervención gubernamental en la vida económica después de la pandemia. Con esto no quiero decir que no podamos volver a poner al genio intervencionista en la botella. Los gobiernos siempre pueden optar por ello. Pero hacerlo será difícil dado el clima político que se ha desarrollado en los últimos cinco años.

A la derecha y a la izquierda de la política estadounidense, las presiones sustantivas para aumentar la intervención estatal estaban siendo implementadas antes de que el COVID-19 golpeara a Estados Unidos. El nacionalismo económico ha ido creciendo en la derecha desde 2015. Algunos conservadores ahora figuran entre los principales defensores del proteccionismo y la política industrial generalizada del país. Progresistas prominentes como la senadora Elizabeth Warren han estado presionando por políticas que, la verdad sea dicha, son similares en alcance e intención a las de los nacionalistas económicos, aunque con mucha complacencia por parte de los grupos de izquierda como ambientalistas, sindicalistas, capitalistas progresistas y académicos, integrados en sus proposiciones.

Este contexto preexistente aumentará las presiones para hacer que algunas intervenciones de emergencia sean más permanentes. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que algunos legisladores comiencen a afirmar que existen otras razones, además de las pandemias, para planes de protección de nómina financiados con fondos públicos para cubrir cualquier número de situaciones? ¿O que se considere la institución de participaciones de capital del gobierno en grandes empresas que mencioné anteriormente? Esa sería una puerta de entrada para hacer realidad algunas de las propuestas de la senadora Warren para reducir la independencia de los consejos de administración de las grandes empresas que cotizan en bolsa.

Ahora agregue a estas sombrías perspectivas este triste hecho: muchos jóvenes estadounidenses han experimentado dos grandes recesiones económicas en solo doce años. Si bien las causas del coronavirus no tienen nada que ver con el capitalismo, muchos creen que la globalización económica ha facilitado la entrada del virus en Estados Unidos. Esto reduce la probabilidad de que muchos de los que forman ese 49 por ciento de los millennials que expresaron una visión positiva del socialismo, mucho antes de que se oyera hablar del COVID-19, adopten opiniones a favor de la libertad económica en el futuro cercano. En cambio, la pandemia de coronavirus puede reforzar las tendencias ya en marcha en las actitudes económicas de muchos estadounidenses. Y si hay algo que los economistas han aprendido en los últimos treinta años, es que los valores y expectativas de las personas tienen efectos de largo alcance en la vida económica.

Desde este punto de vista, el COVID-19 podría aumentar los obstáculos de actitud emergentes a las políticas pro crecimiento que Estados Unidos necesitará después de que la pesadilla del coronavirus haya pasado. Por mucho que algunos de izquierda y de derecha sean reacios a admitirlo, el crecimiento es la única alternativa a la pobreza masiva. Además, sin crecimiento económico, se hace más difícil mantener los trabajos, las empresas, la filantropía, las actividades culturales y las instituciones educativas, legales y religiosas que nos ayudan a buscar y elegir libremente bienes como la creatividad, el conocimiento, el trabajo, la belleza, la caridad y la verdad, que son fundamentales para el florecimiento humano.

Si el resultado del coronavirus es que más estadounidenses se vuelvan indiferentes a estas realidades, seguramente esto constituiría una de las mayores victorias a largo plazo del COVID-19 sobre nosotros.

Publicado por Samuel Gregg en The Public Discourse.

Traducido por Verbum Caro para La Gaceta.

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