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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Trump está haciendo méritos para perder el Congreso

¿Qué le pasa a Trump? ¿No se da cuenta de que pierde a los suyos y no va a atraer a ninguno de sus enemigos jurados?

«Por una cuestión de Seguridad Nacional he firmado la Ley de Presupuestos. Le digo al Congreso: NUNCA volveré a firmar otra ley como esta». Con esta contundencia se expresaba Donald Trump en su medio favorito para dirigirse a las masas, la red social Twitter, después de firmar la dichosa ley de gasto. Nadie diría, ¿verdad?, que ambas cámaras están en poder de su partido.
Pero esta firma, junto con otras medidas adoptadas en los últimos días, hacen cada vez más improbable que la situación siga siendo tan halagüeña a medio plazo. En las legislativas, es muy probable que los trumpistas de primera hora se queden en casa, decepcionados, y los demócratas recuperen el Congreso. Y entonces será el llanto y el rechinar de dientes en la Casa Blanca.
Porque si los enemigos del presidente han hecho el pino puente con las orejas para forzar un cese parlamentario del presidente -el temido ‘impeachment’- siendo minoría en el Congreso, cuando tengan las cámaras va a ser cuestión de días, y no muchos.
Alguna vez les he dicho que esto no se parece en absoluto al habitual tira y afloja entre facciones en el régimen norteamericano, que ha sido una democracia desde el primer día y sabe gestionar bien el conflicto político desde hace más de dos siglos. No: esta vez es a muerte.
El bando que pierda -y, no se engañen, aún no ha ganado ninguno- no va a limitarse a esperar a la próxima, retirándose tranquilamente a sus cuarteles de invierno a lamerse las heridas. Va a ser aniquilado, o lo más parecido a eso. Un Trump destituido tiene todas las papeletas, para empezar, para acabar ante un tribunal, como las tiene Hillary y alguno más si Trump obtuviera un segundo mandato.
Es arriesgado decir que la aprobación de esta ley sea la gota que colma el vaso de sus seguidores, porque estos días hemos vivido un aguacero. Deshacerse de Tillerson -Big Oil- y de McMaster -confirmado neocon- al frente, respectivamente, de la Secretaría de Estado y de la Seguridad Nacional, era algo esperable y deseado por su base. Sustituirlos por Mike Pompeo, hasta entonces a cargo de la CIA, y por John Bolton, el Hombre Que Nunca Vio Una Guerra Que No Le Gustara, equivale a reírse en la cara de los trumpistas. Como suena.
Los ‘incorporados’, los que se subieron al carro del trumpismo cuando ya había rebasado la meta, hablan de todas las promesas que ha cumplido, del descenso del paro, de la reforma fiscal que dinamiza la economía.
Sinceramente, si alguien me encuentra a alguien que votara a Trump sobre el resto de sus rivales en las primarias para que les bajaran los impuestos a las empresas, me encantaría conocerlo. Pero me temo que no es más real que Bigfoot.
La gente que votó a Trump lo hizo porque era ahora o nunca. Porque ningún otro aspirante de ninguno de los dos grandes partidos respondía a una alarma que era un clamor en una parte importante del electorado: la posibilidad muy real y creciente de que Estados Unidos se estuviera convirtiendo en un país que no reconocían y en el que empezaban a sobrar.
La inmigración ilegal masiva, por supuesto. Pero no solo. También toda esa persecución mediática, pegajosa e indefinida pero constante como un calabobos, contra los valores y el modo de vivir de la América profunda; la tribalización de la política, los grupos de víctimas protegidas, la tiranía creciente de lo políticamente correcto.
Y las guerras exteriores, todas desastrosas, ruinosas y que no parecían responder a ningún interés americano que el americano medio pudiera reconocer.
¿Qué le pasa a Trump? ¿No se da cuenta de que pierde a los suyos y no va a atraer a ninguno de sus enemigos jurados? La opinión entre los desalentados trumpistas está dividida. Están quienes creen que El Donald se ha rendido, simple y llanamente, que el Establishment ha sido más fuerte que él. Otros piensan que todo fue una farsa desde el principio, que nunca pensó en cumplir lo que prometía de aquello que le hacía popular. Por último, aunque en rápida disminución, queda el exiguo grupo de ‘true believers’ que hablan de complejísimas jugadas maestras y de ajedrez multidimensional.
Pero el tiempo se acaba, y perder las cámaras va a ser un desastre para Trump más allá de lo que parece prever. No se juega meramente gobernar o no: se juega la libertad, probablemente. Y América se juega que desde ese momento ya nunca sea posible que aparezca ante los electores nada parecido.

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