La Argentina apesta. Ya no es ni una mala sombra de la potencia económica y cultural que fue. Su decadencia es estructural; el país hace gala de sus peores modales: la corrupción de los agentes del Estado se ha transformado en una forma de gobierno; pide dinero prestado para gastar sin control y luego se niega a devolverlo y no se cansa de desalentar la inversión que tanto necesita. Los primeros en desconfiar de ese estado cleptómano son los propios argentinos que, como medida de precaución, depositan sus ahorros en mercados que garantizan la seguridad jurídica, un concepto que su país desechó hace décadas y se evaporó a la par del respeto por la propiedad privada.
Por estos días nos enteramos de la venta de droga mezclada con alguna sustancia aún más letal que la cocaína que se comercializaba ilegalmente en pequeños sobres; esa composición desconocida, que produjo la muerte de decenas de adictos, ocupa los medios nacionales como si fuese una novedad que la Argentina hace años dejó de ser un país de tránsito para transformarse en uno de consumo, productor y exportador de sustancias prohibidas.
Los datos oficiales hablan de 24 muertos y más de 80 hospitalizados, pero como en la Argentina ninguna cifra es creíble, es prudente tampoco tomar ésta por cierta. La disolución nacional se muestra con desvergonzada claridad precisamente en estas situaciones: cuando ocurre un hecho de extrema gravedad, la solución oficial es sencilla y repetida, y consiste en la “no solución”; el Estado sólo espera el paso del tiempo para que todo quede impune. Así ocurrió con la voladura de la Embajada de Israel, 30 años atrás, o con el atentado contra la mutual israelita AMIA, hace 28, que se cobró 85 vidas. Con el caso del fiscal Alberto Nisman, un magnicidio ocurrido hace siete años y cuya investigación aún no ha concluido; o con las propiedades y millones de euros en poder del kirchnerismo, imposibles de justificar. Los mencionados y tantos otros son ejemplo de cuestiones gravísimas que siguen sin resolverse, cuyos responsables gozan de impunidad y los castigos judiciales a las conductas delictivas nunca llegan.
Nadie parece reparar que en la Argentina ocurren hechos de sangre que antes veíamos en películas o en México
En un primer momento se aseguró que se trataba de la mezcla de cocaína con fentanilo, un poderoso opioide y cuya importación ha crecido de manera escandalosa sin motivo que lo justifique. Esto mismo pasó años atrás con la efedrina, otro precursor que entraba en el país en cantidades siderales. Tres días después ya se dudaba de esa primera información y actualmente se menciona otra, aún más dañina. En resumen, no se sabe qué es, quién la comercializó ni cuántas personas fueron las afectadas. El Estado se limitó a aconsejar a la población que, quienes hubiera adquirido drogas de ese dealer por esos días, no las consumieran. En simultáneo, los ministros de Seguridad de Nación y provincia de Buenos Aires pelean por Twitter y el presidente de la Nación lleva una ofrenda floral al asesino chino Mao Tse Tung envuelto en una bufanda roja. Si el kirchnerismo es capaz de homenajear al responsable de la muerte de 75 millones de personas, imagine el lector si se va a conmover por un puñado de adictos.
Este dramático episodio ocurrió en el distrito más populoso y pobre del país, la provincia de Buenos Aires, y encontró a su máximo responsable político, el marxista Axel Kicillof, paseando y fotografiándose por Rusia y China también envuelto en una refulgente bufanda roja.
Es cierto que durante la presidencia de Mauricio Macri hubo una suerte de intento por frenar el festival de tránsito de estupefacientes en el que se había vuelto la Argentina después de 12 años de kirchnerismo. Fronteras “colador” y sin radarización, “mulas” humanas transportando drogas de variada especie y calidades por aire y tierra, fuerzas de seguridad y elementos de la justicia enredados en el multimillonario negocio no se desata en un rato. El presidente Uribe puede dar fe de ello. La droga espera y persiste, compra voluntades y la pobreza extrema es el caldo de cultivo para su florecimiento.
Nadie puede negar que la provincia de Santa Fe es tierra de narcos; tanto es así que hoy se la menciona como la “Sinaloa del Paraná”, y nadie da la voz de alerta
Es suficiente con acercarse a esos barrios marginales y absolutamente carenciados, donde la venta de drogas al menudeo es la actividad económica principal, para comprobar la connivencia policial. Los habitantes hablan de los “esquineros”, niños que el negocio utiliza para dejar bolsas de dinero que luego la policía retira. La elección de menores no es casual; su imputación resulta gratis, pues son liberados horas después de su detención. Para los pequeños y sus familias este “trabajo” resulta sumamente lucrativo, en un país con 50% de pobres y una desocupación por encima de 12 por ciento.
“Los tribunales orales que deben juzgar a los narcos tienen 19 cargos vacantes y las causas se diluyen” titula esta semana el diario Clarín. La acción perniciosa de unos y la inacción de otros es un combo tan letal como la droga misma.
Sorprende que la dirigencia sólo se escandalice de los avances del narcotráfico en los estudios de televisión. Sacando contadas excepciones, nadie parece reparar que en la Argentina ocurren hechos de sangre que antes veíamos en películas o en México. Tiroteos a plena luz del día, gente ajusticiada en las calles, familias de conocidos traficantes que amenazan a jueces y fiscales se comentan en los noticieros de tv entre el informe meteorológico y el último gol de Leo Messi.
La hipocresía de toda la clase dirigente excede a los políticos, profesionales en el arte de hacerse los distraídos; abarca también al empresariado y a los medios de comunicación. Claro que los primeros son un puñado, cada vez más reducido atento al ritmo en que el país se achica y cada vez más politizados y los segundos son oligopolios vergonzosamente entreverados con el poder político cuyos intereses exceden la información y la verdad.
Se debate si hay que despenalizar el consumo de estupefacientes en lugar de preguntarse qué le falta a la Argentina para convertirse en otro narco-estado
Nadie puede negar que la provincia de Santa Fe, otro importante distrito argentino, es tierra de narcos; tanto es así que hoy se la menciona como la “Sinaloa del Paraná”, la capital de la vaina servida. Sin embargo, pasan los gobernadores, los diputados, los senadores, los representantes de la sociedad civil, cámaras empresarias y reconocidas fundaciones sin que ninguno haya dado la voz de alerta. La vida continúa sin hacerse preguntas mientras se debate el cambio climático.
El episodio de la droga envenenada en la provincia de Buenos Aires debería incomodar al Gobierno nacional, ya que tuvo lugar en el distrito que es el bastión peronista insignia, al que debe agradecer la porción más generosa del total de sus votos. Pero de la tibieza con la que ha sido tratado el episodio, se deduce que no preocupa demasiado.
La carencia de autoridades con mirada de estadista sobre las cuestiones de Estado, de dirigentes que se atrevan a enfrentar el tema y de medios de comunicación con un decidido sesgo izquierdista ha torcido el debate hacia el planteo de si es momento de despenalizar el consumo de estupefacientes, en lugar de preguntarse qué le falta a la Argentina para convertirse en otro narco-estado de la iberosfera.