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LA SEMILLA DEL KIRCHNERISMO

Argentina, en el tobogán a 20 años de la ‘caída’ de Fernando de la Rúa

Se discute desde hace 20 años si la caída del gobierno de Fernando De La Rúa fue un golpe de Estado o el producto de su propia impericia. Cada una de estas opciones, sin embargo, contiene partículas de la otra que muestran la forma en la que Argentina se autodelineó apenas estrenado el siglo. Una nación fallida que a dos décadas de haber tocado lo que se suponía que era el fondo, no ha parado de descender.

De La Rúa había sido elegido en octubre de 1999 con casi el 50 por ciento de los votos. Su candidatura era sostenida por una coalición electoral que era un fiasco en sí misma: contenía al Frente por un País Solidario (Frepaso), una agrupación de la izquierda peronista que detestaba el rumbo promercado que Menem había bosquejado en parte de su gestión, y sumaba también a la Unión Cívica Radical (UCR), que replicaba la división interna entre la visión socialista de Raúl Alfonsín, el líder, y la postura centrista del propio De La Rúa. Una auténtica bolsa de gatos cuyo único denominador común era ser antimenemista y antineoliberal.

Por estos días abundan las crónicas detalladas del minuto a minuto de la crisis del 2001 (entre las más esclarecidas se destacan las de Juan Bautista “Tata” Yofre, Roberto Cortes Conde y Claudio Chaves), pero vale detenerse en la cosmogonía que permitió que el estallido del 2001 no sólo fuera posible, sino deseable para la clase política y buena parte de la elite empresaria. Una cosmogonía que consiguió que el 2001 fuera la condena argentina a una terminal demagogia socialista.

La propuesta de Lopez Murphy que era la única razonable duró lo que un suspiro. Nadie quería enfrentar la realidad

Para empezar por algún lado, es necesario destacar que la fórmula presidencial era una estafa. El poder político e ideológico no estaba representado en el presidente, sino en el influjo de su vice Carlos “Chacho” Álvarez y el dominio de la UCR en manos del expresidente Raúl Alfonsín. Ambos comulgaban con un socialismo light que se usaba mucho en la época, algo pacato, prolijo y que emulara a la socialdemocracia europea, su espejo aspiracional. Fernando De La Rúa, personaje anodino y adusto les veía escenográficamente al pelo.

Pero el ideario de coalición de gobierno conocido como La Alianza (La Alianza para el Trabajo, la Justicia y la Educación) era el que Alfonsín y la izquierda peronista soñaban desde el siglo anterior, el de la educación de Puiggrós y la economía de Aldo Ferrer. Era un ideario protokirchnerista y de hecho muchísimos funcionarios de la Alianza fueron luego los más fervientes actores del kirchnerismo como Leopoldo Moreau o Diana Conti por dar sólo algún ejemplo. La demonización del neoliberalismo se instaló en la ideología del poder, en los medios, en las universidades y se volvió callo en la cultura popular. Volvían a insistir en que con vociferar “democracia” alcanzaba para comer, curar y educar. Eran cortos de memoria.

“Los 90” pasó a ser un insulto y el consenso sobre este punto era tal que los miembros del gobierno de La Alianza se creyeron salvadores y fundacionales. Pero a poco de andar se deshizo el espejismo. El gobierno de Fernando De La Rúa se inició con graves restricciones económicas así como con severas restricciones de orden político y hasta organizativo. La interna oficialista era un engrudo que no tenía manera de resolver conflictos internos y rápidamente surgieron los conflictos de liderazgo. Esto no paró de agravarse hasta que el vicepresidente “Chacho” Álvarez vació aún más de poder a De La Rúa, renunciando en octubre de 2000. La “Alianza”, que nunca gozó de gobernabilidad, estaba desnuda.

Entonces creció con fuerza la militancia inmediata, la violencia urbana y la democracia asambleísta

De La Rúa dudó y procrastinó sistemáticamente, cosa que tampoco ayudaba a su imagen de debilidad, todo hay que decirlo. Puso a manejar la economía a un exfuncionario alfonsinista cuya idea más inteligente fue meter un impuestazo en una economía en receso. Todo para evitar las reformas estructurales. A la vez pretendía preservar la convertibilidad cosa que no agradaba ni a Alfonsín ni a la mayoría de la clase política. La convertibilidad era un corset a la demagogia inflacionaria. Por eso la gente no quería abandonarla, y por la misma razón, los políticos sí.

Un contexto severamente desfavorable a nivel internacional sumado a la recesión heredada eran los ingredientes de una crisis que la política fiscal agravó. Esa alquimia de coalición electoral disfuncional, la disonancia entre el liderazgo real y el formal, una economía recesiva y encorsetada y un relato cultural que reclamaba una solución mágica a los problemas (o sea, socialista) fueron los principales factores que desencadenaron la crisis de comienzos de siglo.

Cuando vieron que no había manera de solucionar el entuerto sin mancharse los zapatos, la progresía que daba sustento narrativo a la Alianza huyó imitando al vicepresidente. No querían quedar pegados con la ultranecesaria flexibilización laboral ni con ninguna transformación que pusiera más coto al poder del Estado o de las corporaciones. Entraron a salvar las papas quienes tendrían que haber estado desde el comienzo, por ejemplo Ricardo Lopez Murphy, pero ya el presidente era una figura que se diluía, su entorno estaba temeroso y sin proyecto y la progresía que había sido su socia estaba finalmente en la vereda de enfrente y la propuesta de Lopez Murphy que era la única razonable duró lo que un suspiro. Nadie quería enfrentar la realidad.

Una histeria colectiva sobrevoló todos los estratos sociales. Ya sea porque querían quedar fuera de la masacre o porque veían la posibilidad de sacar ventaja, los sectores políticos (hubieran estado o no dentro de la Alianza) comenzaron a presionar para que el presidente se fuera. La dirigencia de la UCR puso particular énfasis en ello, como explicó profusamente De La Rúa años más tarde. El peronismo hizo lo propio, y las denuncias sobre incitación a movilizaciones y saqueos fueron vox pópuli. Esto generó un efecto contagio en grandes zonas de la población, y si hubo instigación, lo que siguió fue un desmadre sin control.

El fenómeno de la lumpenización de la política fue otra manifestación que llegó para quedarse.

Los medios fueron impúdicos en el desgaste del poder presidencial. Un repaso por el archivo mediático de la época provoca vergüenza y asco a la vez. No había redes que pudieran empatar el manejo de la información de la época que era un verdadero aquelarre. Pocas veces el lobby devaluacionista trabajó tan a sus anchas. Mientras el gobierno de De La Rúa menguaba, el relato anticapitalista crecía de manera inversamente proporcional. El progresismo setentista ya tenía su chivo expiatorio y al no estar más en el poder se dedicó a minarlo irresponsablemente, como era costumbre. 

La crisis fagocitó al poder y cambió cinco presidentes en pocos días, Eduardo Duhalde (a quien De La Rúa señala como responsable del caos junto a Alfonsín) asumió la presidencia y se ocupó de devaluar como convenía a los empresaurios, estafar a la clase media con sus ahorros y de ampliar un sistema de limosnas para la amplia mayoría de la gente que cruzó la línea de pobreza. Hoy, aunque la crisis, la pobreza y la recesión son peores no hay saqueos y las marchas las organizan y financian los sindicalistas y movimientos sociales financiados por el Estado. O sea, dependen de los gobiernos. Argentina es hambre y miseria con paz social. Si algo aprendió la clase política argentina era que al slogan que reinaba en las manifestaciones: “que se vayan todos” se lo combatía con dependencia. Empleo público y planes sociales crecieron en estos 20 años a niveles de delirio y mataron al sistema productivo pero enfriaron la calle. 

Hace 20 años, un fenómeno social aparecía en estado larvario. Durante las elecciones de medio término del gobierno de De La Rúa, los resultados habían mostrado que la sociedad ya no tenía esperanzas en la clase política. Entonces creció con fuerza la militancia inmediata, la violencia urbana y la democracia asambleísta. El fenómeno de la lumpenización de la política fue otra manifestación que llegó para quedarse. Contentar a “la calle” pasó a ser casi la única prioridad de los gobernantes de ahí en más. En la región comenzaría a florecer un grupo de reacción socialista llamado Foro de San Pablo apalancado por los dineros y la soflama de Lula y de Chávez. Aunque aún no se veía con claridad, pero las semillas del progresismo nuestroamericano estaban germinando, pronto se convertirían en la saga más exitosa y nociva de la Argentina: el kirchnerismo. En Sudamérica el sueño guevarista estaba resucitando. 20 años después está tomando toda la región.

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