En el lenguaje económico convencional, las crisis en forma de L se caracterizan por una fuerte caída del crecimiento económico, seguida por un estancamiento prolongado. En una representación gráfica de los principales indicadores de crecimiento económico (o actividad económica en este caso), se puede observar claramente que la crisis tiene la forma de la letra «L» durante un período prolongado.
La característica más importante que define una crisis en forma de L es la dificultad de la economía (o el fracaso del modelo) para recuperar tasas de actividad o el empleo en general, luego de ingresar en una recesión.
De igual manera, se considera que las crisis en forma de L son las más dañinas, pues si la economía no tiene las condiciones para reajustarse y re-dirigir recursos de unos sectores sin demanda real efectiva de mercado hacia otros que sí la tienen para reiniciar la actividad y, por tanto, la recuperación, se la considera como una depresión.
En este sentido, observando los últimos datos del Índice Global de Actividad Económica a septiembre que reportó el INE hace unos días, Bolivia registra una tasa de crecimiento acumulada del -10,4%, cifra que, al ser muy similar desde mayo, confirma que no solo no existe una recuperación ni “efecto rebote” alguno, sino que se encuentra en lo que parece ser una depresión.
Tras la bancarrota de Lehman Brothers en septiembre de 2008, al año siguiente escuchamos que Bolivia había ganado la medalla de oro en crecimiento económico en la región por primera vez en su historia porque había reactivado la demanda interna, que en 2014 la economía estaba preparada para enfrentar la caída de los precios del petróleo y que en 2015 la economía de Bolivia estaba encaminada a ser una potencia continental para 2025.
Llama la atención que hoy la historia sea radicalmente distinta teniendo el mismo modelo implementado en 2006.
Arce Catacora ha anunciado un plan en diciembre para “optimizar los gastos y reactivar la inversión pública para generar empleos”, del cual aún no se conocen detalles.
Por el momento ha confirmado la “abrogación del DS 4373, sobre la importación de vehículos con dos años de antigüedad, la ampliación del pago del Bono contra el Hambre a personas con discapacidad grave y muy grave, incentivos al turismo interno, nivelación salarial entre hombres y mujeres, y la modificación a la Ley 348 para prevenir la violencia contra la mujer”.
Por el momento la austeridad anunciada en el discurso de asunción de mando de hace unas semanas ha sido exactamente lo contrario, al no haber realizado recorte alguno del gasto público y con la creación de nuevos ministerios desde entonces.
De igual manera, se anunció la alícuota del Impuesto a las Grandes Fortunas, así como el reintegro en efectivo del IVA (RE-IVA) para quienes utilicen medios tecnológicos para realizar sus compras en el mercado interno.
Al menos por el momento, las medidas anunciadas son cosméticas, aisladas y pasajeras, y no afectan la propia estructura del agotado modelo implementado en 2006, a la vez que se observa una enorme falta de ambición para implementar tanto ajustes y reformas estructurales en proporción al desafío al que el país se enfrenta.
Esto podría estar denotando un importante nivel de improvisación y desorientación, lo cual, a su vez, podría generar incertidumbre y pérdida de confianza en el público sobre lo que depara el futuro económico, pues aunque eventualmente se pueden reconocer errores y por fin implementar medidas orientadas en la buena dirección, no existen garantías para su éxito.
Sin embargo, y aunque tal vez no sea lo más probable, también existe la posibilidad de que se haya elaborado un plan serio, lógico, coherentemente estructurado entre las distintas medidas, de aplicación inmediata, decidida y con “factor sorpresa”, ante lo cual no cabría más que reconocer aciertos y desear aún más éxitos, pero, eso sí: tiene una sola oportunidad para lograrlo y con una cantidad de tiempo que se agota.
¿Estarán Arce Catacora y su equipo económico a la altura de las circunstancias?