«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
SU DISCURSO YA SE VIO CON EL CASTRISMO Y EL CHAVISMO

Bukele y el fenómeno de los nuevos tiranuelos en Iberoamérica

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele.

En continua construcción o en permanente autodisolución. Como quiera que se le vea, Iberoamérica se empeña en escribir una historia que a ratos, parece calcada de las novelas de sus más prestigiosos autores.

Termina siendo entonces el realismo mágico, más que un cúmulo de curiosas invenciones, hipérboles y parábolas, una especie de premonición. Hay que leer a García Márquez como si fuese Nostradamus, esperando al Coronel Buendía emergiendo en alguna elección presidencial, o viendo en cada lupanar capitalino a una escondida Eréndira de abuela desalmada, preparándose para ser Primera Dama de la República. 

En todo eso puede pensarse al ver los avances y revisar la presencia del señor Nayib Bukele en la presidencia de El Salvador. En un caudillo unanimista con Instagram, pero caudillo al fin.

Como si lo hubiese diseñado Miguel Ángel Asturias, solo que quitándole el cariz de dictador agrario, bananero y analfabeta, dejándole sin embargo los afanes y cuitas, esas que hacen al caudillo dictador y al dictador tirano, si se le permite en el tiempo.

Primera señal: el origen

El origen es el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional. O sea, el comunismo procastrista, insurgente y asesino. Ese que contribuyó a hacer de Centroamérica en los años setenta y ochenta del siglo veinte una especie de Balcanes caribeño, “tomando el cielo por asalto” con las tesis guevaristas y la guerra sin cuartel que dejó suficientes muertos como para desconocer su cifra real. Los excesos de aquella guerra subregional se llevaron varios juicios en los EEUU, mancharon al menos dos gobiernos de ese país y dejaron como herencia la desgraciada presencia de los grupos gansteriles que, como el FMLN de otrora, recluta forzosamente entre los más jóvenes a sus gatillos alegres. Serán esos gatillos, bajo el influjo de las drogas con las que trafican, los encargados de teñir con sangre las calles de San Salvador y Los Ángeles.

Y pues claro, el FMLN reclutaba muchachos para matar. Y Bukele es eso, un gatillero político, que mejoró el estilo. Cambia la pistola por el smartphone, dispara tuits y colecciona selfies en vez de calaveras tatuadas en sus brazos. Pero igual da.

La mentalidad de la izquierda en el contexto iberoamericano dirige siempre al mismo lugar: al populismo primitivo, a un nacionalismo rancio que enarbola la bandera de la “autodeterminación de los pueblos” como escudo ante las críticas de la comunidad internacional por la marcha de sus reformas antidemocráticas, que no por ser votadas masivamente se convierten en viables dentro de un Estado de Derecho.

Poco le importa a esa izquierda que formó a Bukele, guardar las formas. Siempre son caudillistas, autoritarios, enemigos de la prensa independiente y del libre comercio. Siempre estatistas y centralistas, enemigos de la descentralización del poder y fanáticos de la concentración del poder en una sola mano. Ofuscados permanentes por la “lentitud” de los parlamentos en aprobar sus medidas, son enemigos del Congreso. Indignados por la resistencia de los empresarios a cambios que siempre significan ruina, se declaran “anti oligarcas”, representantes del pueblo pobre hastiado de las élites ricachonas. 

La vieja fórmula de multiplicar a los pobres, en nombre de los pobres.

Pero es en la izquierda de origen donde se marca de por vida a Bukele. La izquierda lo sabe uno de ellos. Por eso, no le dan el trato en la prensa que recibe Bolsonaro, acusado de dictador, autócrata y todo lo demás por los mismos periodistas que hacen la vista gorda ante la entrada de las tropas militares en el Parlamento salvadoreño.

A pesar del gesto dramático de romper lazos diplomáticos con el régimen de Maduro del que recibió prebendas a través de PDVSA en sus tiempos de alcalde, la izquierda le entiende el movimiento táctico en aras del interés superior: en vez de un patriarca otoñal garciamarquiano asomando un buey por el balcón del palacio presidencial, el neocaudillo asoma la bota militar para tumbar las puertas del parlamento, diciéndole al mundo: Lo haré a las buenas o a las malas.

Y publica un selfie.

Segunda señal: la unanimidad requerida

La señal objetiva del autoritarismo iberoamericano es el desprecio por los consensos. Está demostrado que allí donde las fuerzas vivas de la sociedad, entiéndase élites partidistas, empresariales, sindicales, académicas y agropecuarias se ponen de acuerdo, la democracia avanza.

Pasó en la época de esplendor de las democracias de la región. En Venezuela, Colombia, Chile, República Dominicana, Costa Rica y con el tiempo el propio Cono Sur en pleno. Democracias pactadas, con pactos de caballeros e institucionales. Con palabra y con hechos, documentos y normas no escritas.

Esas democracias sobrevivían gracias al consenso, no a la unanimidad. No se buscaba la inexistencia de oposición, pero sí al menos la colaboración opositora para no reventar el sistema. La oposición leal a la democracia, por más feroz que se mostrara en parlamentos o campañas electorales. El respeto a unas normas pactadas, la alternabilidad en el poder, el equilibrio de poderes, un parlamento controlando y un poder judicial para las resoluciones. Lo mínimo.

Bukele, heredero bastardo de los autoritarismos tradicionales de la región, prescinde de todo eso. Como Fidel, como Fujimori, como Chávez, pasa por encima del parlamento, reniega de pactos, cierra la puerta a consensos o acuerdos y prefiere enemigos antes que adversarios. Su norte es el conflicto y el caos que de él se deriva, imponiendo en él su parecer y su voluntad. Todo, trasmitido en “lives” de Instagram, bañado en “likes”, con sonrisa de comercial de dentífrico, con desenfado sin corbata y lenguaje millenial.

La opinión pública sonríe ante las travesuras de un enfant terrible. Como si tal cosa.

Tercera y última: mueran los críticos

Bukele, como sus predecesores caudillescos tradicionales, asume al crítico como enemigo. Como aliado de sus enemigos. Como vocero de “los afectados” por sus “políticas a favor del pueblo”.

El discurso cansa de tanto repetirlo. Ya se lo vimos por sesenta años al castrismo, por cuarenta años al sandinismo, por cincuenta años al allendismo y por veinticinco años al chavismo. Nada nuevo nos cuenta Bukele.

Tampoco es nuevo el endoso de apoyos que la prensa de izquierdas es capaz de hacerle. Ese silencioso aplauso que desde la sombra negrolegendaria es capaz de hacer la izquierda retardataria y pro dictaduras, es más que evidente en el fenómeno Bukele. El plantear que “sus buenas intenciones no las entienden las élites”, es repetir el argumento que le abrió paso a Fidel pero también a Fujimori, a Videla, a Rios Montt y a Somoza. El permitirle al chafarote de turno pisotear a sus ciudadanos, al Estado de Derecho y a la Democracia, siempre que mantenga el orden interno, es ya vieja técnica de la comunidad internacional cuando se trata de mirar a Iberoamérica.

No importa que reprima, si para el éxodo. No importa si promueve grupos de exterminio si para la insurgencia. No importa si se reelige infinitamente si no voltea la balanza comercial.

Toda esa película la vimos ya. ¿Dónde esta lo nuevo? En el estilo. La simpatía del joven que como un Macron, un Trudeau o un Kurz le es agradable a la opinión pública. Sin importar que sea una moderna dictadura en construcción trasmitida por redes sociales, se detienen las críticas porque el neo caudillo es un sonriente joven sin corbata, bromista y retador. Un Idi Amín con twitter.

Así va acercándose a los Estados Unidos vendiéndole a la administración demócrata la idea: solo yo puedo detener a las pandillas que desde El Salvador ordenan delitos en Los Ángeles. Solo yo puedo parar el tráfico de drogas. Solo yo puedo garantizar un orden que, además, sea fotogénico.

¿A costa de libertades? Si. ¿Y que importa? No importó cuando se impuso la política del “Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta” que permitió el ascenso de dictaduras en los años setenta. Es más que obvio que una administración irresponsable en materia de política exterior como asoma ya el team Biden-Kamala, es capaz de eso y mucho más. 

Y el selfie será conjunto y lleno de sonrisas. Porque cambiaran los tiempos, pero no los resultados. 

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