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si cae la fortaleza americana, cae Occidente

Cuando China despierta: la crisis electoral vista desde el aire

No sé si alguna vez se han parado a pensarlo, pero China puede sobornar o chantajear a cargos públicos norteamericanos, comprar opiniones y medios americanos e infiltrarse en los resortes de poder de Estados Unidos con una facilidad que le está totalmente vedada a Estados Unidos.

Estados Unidos es una sociedad abierta, la más abierta de las sociedades, libre y democrática. Es de lo que se trata, lo que se quiere, pero en la rivalidad con el gigante chino presenta unas vulnerabilidades evidentes de las que Pekín carece. Un empresario chino puede llegarse al mercado americano y comprar las empresas que le dé la gana, invertir en medios, realizar donaciones. Estados Unidos está lleno de chinos, chinos que son en algunos casos residentes, y en otros ciudadanos norteamericanos de pleno derecho. Sospechar de ellos equivaldría a desencadenar una terrible gritería de incontables grupos antidiscriminación.

China, por el contrario, es una sociedad cerrada, controlada por una oligarquía encuadrada en el Partido Comunista. Hay pocos americanos viviendo allí, destacan, y no serán chinos por mucho tiempo que residan en el país. Los americanos no pueden hacerse alegremente con patrimonio chino, con el control de empresas chinas. Tampoco pueden donar a grupos políticos que les favorezcan, porque no hay grupos políticos, punto.

En definitiva, China puede influir en el proceso político americano, ya abiertamente o ya con disimulo, por terceras personas. Estados Unidos no tiene medio de influir en el proceso político chino. Imaginar que en la carrera por la hegemonía mundial los chinos no van a explotar esta evidente ventaja es sencillamente pueril.

Esa desventaja sería considerablemente menor, incluso con esa diferencia política abrumadora, si la sociedad estuviera sana. En una sociedad fuertemente patriótica, del élites políticas, económicas y culturales patrióticas, sería mucho más difícil influir en algún sentido que fuera perjudicial para los intereses generales del país.

Pero no es el caso. Como llevamos años comprobando -muy especialmente, los cuatro años de mandato de Donald Trump- la distancia entre las élites y el pueblo en Estados Unidos es ya insalvable. Mientras el americano común, especialmente en el ‘flyover country’ -el enorme espacio entre las dos costas-, sigue siendo ferozmente patriota, sus élites son ya en todo internacionales. No es que no sean patriotas, es que el patriotismo les produce arcadas. Desde las universidades a Hollywood pasando por esos faros del pensamiento único que son el New York Times y la CNN o las empresas que fabrican sus productos en cualquier otro país, los mandarines de aquel gran país creen que el patriotismo huele a chusma, que sentirse americano es una horterada ridícula, que el mundo avanza hacia algún tipo de gobernanza mundial y que las fronteras son un atraso.

Sí, esta es una batalla que se reproduce en cada rincón de Occidente, pero en Estados Unidos es crucial por dos razones. La primera y más obvia es que Estados Unidos es la primera potencia militar y económica del planeta. En el segundo caso, dicen los últimos análisis, hasta 2028, cuando será superada en PIB por el Imperio del Medio. El ‘sorpasso’ estaba previsto para más adelante, en cualquier momento de la segunda mitad del siglo, pero aseguran que la ‘crisis del covid’, que ha dejado a China como única potencia que ha crecido económicamente en 2020, ha acelerado el proceso.

Es decir, si cae la fortaleza americana, cae Occidente y con él, el Tercer Mundo.

La segunda razón está en un mito muy extendido sobre Estados Unidos, el de la ‘nación excepcional’. Durante muchas décadas, los académicos americanos han popularizado la idea de que Estados Unidos no es un país basado en una población más o menos definida, sino en una ‘idea’. Quizá por eso no tiene nombre, porque México o Brasil también son “los Estados Unidos”, y ambos están, igualmente, en ‘América’.

La idea, además de resultar fatal a la larga, es estúpida. Frente al tópico del poema grabado bajo la estatua de la Libertad, Estados Unidos conservó una mayoría abrumadora estable hasta los años sesenta del pasado siglo, se fundó sobre una cultura anglosajona con una población mayoritariamente anglosajona y redactó su Constitución en inglés.

Pero la idea de que es una idea y no un país al uso; que es americano cualquiera en cualquier rincón del planeta que profese o diga profesar los mismos vagos ideales, es una leyenda halagadora e inocua en un mundo en el que el Estado nación es respetado y la población está lo bastante cohesionada como para poder absorber contingentes significativos de culturas y orígenes muy diferentes. Cuando no es así, cuando se rompe el equilibrio, es el principio del fin.

¿Y qué tiene esto que ver con la disputa electoral de estos días? Absolutamente todo. Las élites globalistas se sienten ya lo bastante fuertes como para iniciar la última fase -que puede o no coincidir con el tan cacareado Gran Inicio-, y Donald Trump, por lo que representa más que por lo que es, es su último obstáculo. Y si creen que se van a parar en legalismos y respetos para quitárselo de encima es que no han estado muy atentos.

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