El peligro circunda al presidente de Ecuador, Guillermo Lasso. Al ver lo que ocurre con él en estos momentos -en donde incluso ha tenido que decretar un estado de excepción para hacer frente a distintos problemas en su país- vienen a cuento dos episodios anteriores en los que exitosos hombres de negocios hispanoamericanos intentaron trocarse en políticos profesionales para dirigir los destinos de sus naciones y provocar así cambios profundos dentro de ellas: Mauricio Macri en Argentina y Pedro Pablo Kuczynski (PPK) en el Perú.
Las inmensas expectativas levantadas quedaron en eso, en expectativas. Ni Macri ni PPK lograron trasladar el éxito que habían tenido en el mundo de los negocios al campo de la política. La esperanza de tener algo parecido a una derecha responsable y buena gobernante que hiciera frente con todos los hierros a la atávica izquierda criminal latinoamericana se desvanecieron en el aire. El sueño de tener alternativas al chavismo en hombres que defienden el libre mercado, los valores de la civilización occidental y la propiedad privada naufragó antes de zarpar.
Mauricio Macri gobernó por espacio de cuatro años a la Argentina. Su triunfo electoral, a finales de 2015, puso a soñar a liberales y conservadores latinoamericanos con el hecho de que era posible organizar un gran viraje en una región condenada al ostracismo de la izquierda.
El triunfo de este empresario argentino era además muy significativo, por producirse directamente en un país que tiene décadas viviendo en la sombra de ese extraño fenómeno populista que encarnó el General Juan Domingo Perón a mediados del siglo pasado; y que luego se trasladó a prácticamente todo el espectro político-partidista del país a través del justicialismo, o lo que es lo mismo, a través del peronismo. Los últimos grandes representantes de esa desgracia fueron -hasta la victoria de Macri en las urnas- los flamantes esposos Kirchner: Cristina y Néstor.
Surgía un imaginario colectivo con una idea en el viento: si un empresario liberal puede ganar en Argentina –tierra condicionada por tantos atavismos colectivistas heredados del rancio peronismo– seguramente se aproximan vientos de cambio para la región. Otros líderes regionales podrán intentarlo también en otros países del vecindario y tendrán éxito. Sueño de tontos.
Los problemas con Macri comenzaron tan pronto como este intentó ponerle el cascabel al gato de la complejizada economía argentina. Heredero de los típicos problemas que han agobiado al país suramericano siempre (inflación, controles cambiarios, recesión económica, etc.) Macri optó por intentar enfrentar a ese monstruo de múltiples cabezas a través de una receta gradualista, sin políticas económicas de choque. Es decir, sin cambios realmente profundos dentro del sistema.
Su idea seguramente era la de congeniar con los modos y maneras que tradicionalmente había utilizado la clase política argentina para sacarle el cuerpo a los problemas y esconderlos debajo de la alfombra. Nuestro hombre de negocios no quería confrontaciones con el establishment; quería armonizar con él. No fue un rupturista provocador, sino más bien alguien que intentó hacer ligeras modificaciones al sistema desde la armonía (un imposible). ¿No quiso o no pudo provocar los cambios profundos? Quién sabe…
El resultado de esta praxis llevó a que los problemas económicos de la Argentina durante la era Macri no solo no se resolviesen, sino que en muchos casos se agudizaran: la inflación no logró controlarse, el peso argentino se desvalorizó y la recesión económica no desapareció. Un cóctel mortal para presentarse a la reelección.
En 2019 Macri coronó además su intento de seguir en el poder presentando como candidato a vicepresidente de su fórmula al hombre que había sido jefe de la bancada kirchnerista en el congreso argentino por 12 años, el histórico Senador peronista Miguel Ángel Pichetto. De nuevo, intentando armonizar con el adversario histórico.
El final de aquella aventura tenía pronóstico reservado: el “macrismo” perdió las elecciones y le abrió el paso al regreso del kirchnerismo a La Casa Rosada, de la mano de ese error ambulante que es Alberto Fernández.
En el Perú las cosas no fueron distintas, aunque terminaron infinitamente peor. El ánimo que insufló la llegada a la Presidencia de la República del empresario y banquero Pedro Pablo Kuczynski no se quedó atrás. La victoria obtenida en 2016 por PPK –como también se le conoce– generó una suerte de ambiente en el que se vaticinaba una oleada de gobiernos liberal-conservadores en la región. Primero había sido Macri en Argentina y ahora él. No había espacio para el error.
Se llegó a pensar en Suramérica que la respuesta al chavismo regional -que había gobernado en varias naciones a través del Foro de Sao Paulo prácticamente desde principios de siglo- por fin había llegado, y se encarnaba en hombres como los entonces presidentes de Argentina y Perú.
Kuczynski en general fue, efectivamente, un tipo decidido a la hora de confrontar al chavismo. Prueba de ello es que el foro regional que se intentó instaurar para hacerle frente al tirano Nicolás Maduro y sus bravuconadas –el llamado Grupo de Lima– cuajó en gran medida debido a los auspicios del propio PPK. Desde 2017 el Grupo se convirtió en una palanca fundamental de la disidencia venezolana para intentar accionar desde el plano internacional contra la satrapía encabezada por Maduro y su sistema represivo.
Luego ese espacio de reunión de los factores democráticos de la región frente a la tiranía chavista fue declinando tanto en la intensidad como en la calidad de sus actuaciones, terminando por hundirse en el olvido. Todo ello en medio de una opinión pública internacional que normalizó la idea de que Maduro no iba a salir del poder en lo perentorio. Pero eso es otra historia.
Volviendo a PPK y su suerte: en 2018 al presidente peruano se le vino encima esa avalancha en la opinión pública que representaron los famosos escándalos que nacieron en el Brasil de Lula y que terminaron por embarrar a la mitad de la dirigencia política latinoamericana: el caso Lava Jato, propiciado fundamentalmente por el esquema de sobornos para obras públicas que encabezó la constructora brasileña Odebrecht.
En 2019 incluso fue sentenciado por la justicia peruana -por su participación en la trama- teniendo que cumplir 36 meses de prisión preventiva en su residencia en Lima.
Así, dos latinoamericanos importantes que venían del mundo privado a prestar funciones en el ámbito público vieron naufragar sus aspiraciones de salir bien librados de la aventura. Macri terminó con las tablas en la cabeza luego de intentar reelegirse y PPK ni siquiera pudo terminar su mandato, al ser acusado de corrupción en medio del escándalo continental que significó Odebrecht.
Si se echa una mirada al vecindario, el último gran sobreviviente de esta camada de empresarios que intenta transformar a su país desde el ámbito público es, evidentemente, el actual presidente ecuatoriano, Guillermo Lasso.
Lasso se ha plantado como férreo opositor al Foro de Sao Paulo y a los gobiernos chavistas que han poblado la región durante los últimos 20 años. De allí que su llegada a la presidencia no haya estado exenta de escollos.
Cuando todavía no ha cumplido ni un año al frente del ejecutivo, ya ha tenido que tomar la decisión de ordenar un estado de excepción para repeler un clima de violencia azuzado en el país sudamericano por la delincuencia, el tráfico de drogas y la agenda subversiva de la izquierda y el indigenismo intransigente.
Incluso, en días recientes ha denunciado que determinados sectores de la vida política ecuatoriana, capitaneados por Rafael Correa, tejen una honda conspiración para sacarle del poder. Nada fácil.
Lasso ha tratado de responder, afanándose en ser categórico al afirmar que no permitirá nuevas revueltas organizadas por la izquierda en las calles de Quito y el resto del país (como las que se vieron en 2019), al tiempo que ha utilizado su mano izquierda para intentar llegar a acuerdos con determinados dirigentes indígenas que podrían sumarle base de sustentación a su gobierno.
Y es que no puede permitirse fracasar en la tarea de hacer un gobierno medianamente decente y que, además, cubra el período para el cual fue electo. En el caso del presidente ecuatoriano está en juego, quizá, la última carta simbólica de un tipo de derecha hispanoamericana que lleva rato sin ver días buenos.
Ojalá y el mandatario ecuatoriano no terminé inmerso en la deriva gradualista que hundió a Macri (y en cierto modo también está hundiendo a otros referentes regionales, como Sebastián Piñera en Chile e Iván Duque en Colombia). Mucho menos puede darse el lujo de ser un nuevo PPK, y salir por la puerta de atrás del poder antes de que llegue a término legal su mandato.
Con Lasso, en fin, está en juego algo mucho más importante que un hombre y la presidencia de Ecuador. Que se sepa.