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El socialismo necesita sembrar odio por el pasado para ser quien guíe el futuro

La destrucción del 12 de Octubre: obra de Hugo Chávez y la izquierda global

Hugo Chávez
El fallecido presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en 2012. REUTERS/Jorge Silva

Cada 12 de octubre se celebra el día de la hispanidad que, gracias a Hugo Chávez, la izquierda política ha propugnado un supuesto “día de la resistencia indígena”. La realidad habla más bien de una Conquista que fue posible gracias a la cooperación de los pueblos indígenas que lucharon junto a los peninsulares para derrotar a los imperios inca y azteca.

Pero Chávez, fiel a su ideología marxista, emprendió una guerra contra el pasado. Pues solo un pueblo sin raíces puede ser subyugado. Derribó no solo las estatuas de Colón en Venezuela, sino que durante una visita a la Argentina reprochó que el explorador genovés esté frente al palacio de gobierno. Esto ha resultado en un ataque a dichos monumentos en todo el continente, siendo México (hoy hogar del Grupo de Puebla) el último en caer.

Lo cierto es que las estatuas de Colón y su conmemoración en América son una hazaña de los descendientes de italianos (que en Argentina compone hasta el 62,5 % de la población, por ejemplo). Buscaban -desde EE.UU. hasta la Patagonia- dejar su huella en el continente y además agradecer al nuevo mundo por abrirles sus puestos.

Pero esta unidad entre pueblos latinos e hispanos no la podía tolerar Chávez. Al contrario, hizo que el Ejército Bolivariano de Venezuela replique el grito de guerra del pueblo caribe: “ana karina rote”, que significa “solo nosotros somos gente”.

La deshumanización del otro es un recurso clave para lograr la derrota. Los caribes fueron conocidos por matar a todos los hombres de las islas que tomaban, algo que se supo a raíz de la curiosidad de los primeros conquistadores que llegaron a islas donde los hombres y las mujeres hablaban lenguas distintas.

Contrario a la evidencia histórica se instauró un discurso ideológico orquestado desde la izquierda política. Cabe resaltar que la dicotomía izquierda-derecha surge en la Revolución Francesa de profunda raíz anti-clerical. Comenzaron decapitando reyes y terminaron con un Emperador que a su vez inspiró a Simón Bolívar a intentar construir su propio imperio: la Gran Colombia.

No es casual, entonces, que el socialismo del siglo XXI se llame a sí mismo bolivariano. Pues así como fragmentó la hispanidad en el siglo XIX buscan hacerlo nuevamente en el siglo XXI. No en vano Nicolás Maduro anunció las “brisas bolivarianas” cuando, en octubre del 2019, lo que comenzó como una revuelta indigenista en Ecuador terminó con la quema de iglesias en Chile.

En su obra Del buen salvaje al buen revolucionario, el escritor venezolano Carlos Rangel, explica aún décadas antes de la llegada del socialismo al poder, lo que se estaba gestando. La referencia inicial, del buen salvaje, alude al concepto de la Revolución Francesa, de Jean-Jacques Rousseau. Este alega que el ser humano por naturaleza es bueno pero es la civilización quien lo corrompe.

La idealización del ser humano primitivo es lo que gestó lo que vivimos actualmente: una revolución naturalista o tribalista, que pretende destruir a la familia nuclear para reemplazarla con la tribu y poner fin a la soberanía de las naciones para instaurar una “aldea global”.

El término no nace de “teorías de conspiración”. La mismísima Hillary Clinton -quien fue primera dama y luego secretaria de Estado con Barack Obama y finalmente aspirante a la presidencia- tiene incluso un libro al respecto: “It takes a village (se requiere una aldea)”.

El globalismo es, a fin de cuentas, la respuesta política al culto al planeta, la Pacha Mama. Contrario al discurso “progresista” que llama retrógrada a quien defiende a un Occidente con base moral cristiana, estos llaman progreso a la reinstauración del sacrificio humano, sobre todo en forma de infanticidio prenatal.

Hasta UNICEF, el organismo de la ONU a cargo de la infancia, está promoviendo una campaña no solo de control de población sino incluso desincentivando tener hijos.

Y es que el globalismo es la nueva forma del socialismo internacionalista a raíz de la caída del muro de Berlín. Cuando la Unión Soviética comenzó a colapsar el economista socialista Robert Heilbroner admitió que la planificación central había fracasado económicamente, pero además señaló que necesitábamos «repensar el significado del socialismo«.

La nueva izquierda relegó la lucha de clases y la causa obrera por la supuesta salvación del planeta, que iría de la mano con el ecologismo, el feminismo y un discurso “anti-colonial”. Primero se forjó el Foro de Sao Paulo, donde Lula Da Silva y Hugo Chávez se forjaron como futuros Presidentes. Tras el triunfo de Jair Bolsonaro Brasil dejó de ser la sede de la nueva izquierda para ser reemplazada por México y el Grupo de Puebla, que a su vez engendró a la Internacional Progresista.

No es casual entonces que sea en México donde se edificó una réplica del Templo Mayor Azteca (sitio donde se hacían sacrificios humanos). Frente al palacio de gobierno de un supuesto estado laico ocurre la glorificación de rituales paganos.

Por medio del ambientalismo el neomarxismo engloba su interseccionalidad. Enfrenta al Padre Celestial con la Madre Tierra, al hombre con la mujer, a Europa con América, al blanco con el negro en el norte, al indígena con el español en el sur, a la naturaleza con la industria y así sucesivamente hasta que enaltece el tribalismo.

A sus defensores se los llama sandías, por ser verdes por fuera y rojos por dentro. Pues su modo de pregonar el cuidado del planeta no se da por medio de la consciencia sino la imposición. No buscan tratarla como nuestro hogar sino como un dios pagano que requiere sacrificio de sangre, y mejor aún si esta es inocente.

Pero lo cierto es que esto contradice la herencia mestiza de América, gestada en unidad. Los hispanoamericanos somos descendientes de los vencedores, no de los vencidos. Hasta el 99 % por de los soldados activos en la caída de Tenochtitlán eran indígenas, según el investigador de la UNAM, Fernando Navarrete Linares. Sostiene este autor que la historia de los indios vencidos es un invento del siglo XIX, de la mano de los nacionalismos que surgieron en la época.

En promedio, los españoles peninsulares no superaron los 1.000 combatientes, mientras los indígenas superaron los 100.000 y podrían haber sido incluso el doble. Lo que significa que los soldados peninsulares eran el 1 % o menos.

Solo del pueblo totonaca 1.300 combatieron junto a Hernán Cortés. Aunque los más destacados en número fueron los cuatro señoríos de la Confederación de Tlaxcala.

Tlaxcala fue tan vencedora el 13 de agosto de 1521 como los españoles y los texcocanos. La mayoría de los indígenas eran vencedores porque estaban del lado del ejército que destruyó a México Tenochtitlan y sólo uno entre decenas de pueblos era el vencido: los mexicas”, señala el Navarrete.

El Palacio de Gobierno de Tlaxcala -construido en 1545- porta un mural que destaca cómo los aztecas cercaron económicamente a su pueblo, llevándolo a la alianza con España (a la que inicialmente combatió). Los mexicas les impedían de recibir algodón, plata, plumas preciosas; tampoco el cacao ni la sal.

Por eso y más los pueblos prehispánicos se levantaron contra los aztecas. Un imperio esclavizador que impedía la libertad de comerciar y exigía sacrificios rituales. La evangelización cumplió un rol primordial, en cuanto los pueblos prehispánicos cambiaron a dioses que exigían sacrificios humanos por un Dios que sacrificó a su único hijo por nosotros.

El socialismo necesita sembrar el odio por el pasado para ser quien guía el futuro. Por eso es que el amor es el remedio que sana la herida abierta, desde la verdad que nos hace libres y el reconocimiento de la gesta heroica de los pueblos indígenas que hicieron la Conquista posible.

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