La izquierda asume la agitación de calle como el camino para la toma del poder. No son las elecciones la vía. La revuelta siempre es lo primero. Solo basta revisar los fenómenos de las protestas infames del 11-M frente a la sede del partido de gobierno o las acampadas y “marchas de la dignidad” del 15-M, para darse cuenta de que en ambos momentos se promovió una revuelta de calle con un objetivo político y partidista de corte electoral. En el caso de marzo de 2004, se organizó una agitación de calle que se aprovechara de la conmoción por los atentados terroristas y movilizar un voto manipulado que los llevara al poder.
En el caso de 2011, la agitación de calle terminó en la constitución del partido Podemos para obtener las ganancias que dejaba también el reclamo de los “indignados” que al final solo eran manipulados unos y financiados otros. Y todo para llegar al mismo punto: la toma del poder.
La violencia es el instrumento
Arma de los que no tienen la razón o partera de la historia, la violencia será conceptualizada por la izquierda a conveniencia. Cuando están en el poder, quien usa la violencia carece de razón. Faltaba más. Pero cuando están en la cacería del poder, acechan desde las barricadas porque la historia tiene que nacer con kale borroka.
Hugo Chávez organizó y encabezó dos intentonas golpistas desde el ejército venezolano del cual formaba parte y cuyo juramento y uniforme ensució con su traición. Ordenó bombardear la residencia presidencial, donde se encontraba la esposa del presidente Carlos Andrés Pérez con sus hijos y nietos, pero sin el presidente. Más de cuatro centenares de asesinados, entre civiles y militares, en esos dos intentos fallidos de derrocar al gobierno democráticamente electo.
Pero la narrativa de la izquierda asume que eran rebeliones. Alzamientos patriotas y populares. No hubo descalificaciones para estos traidores, a los que ni se les llamó golpistas ni se les llamó gorilas. Pero cuando Chávez llega al poder, es electo por un electorado irresponsable y manipulado con las amenazas de violencia que el propio candidato asomaba en caso de no ganar. Y desde ese momento, cualquiera que hiciera una manifestación pública, concentración, marcha o diera un discurso crítico o escribiera un artículo censurando acciones del chavismo, se le calificaba de forma automática como “golpista”.
Golpistas quienes actuaban sin la violencia de la que hizo alarde el chavismo antes, durante y después de su llegada al poder. Ahí, los golpes eran malos. La violencia era la sin razón. Y si había represión, era “para proteger al pueblo” de las “amenazas de la ultraderecha golpista”.
No es necesario explicar las similitudes en los planteamientos, ayer y hoy, a ambas orillas del charco.
Perder la calle es una angustia
A todo gobierno le es difícil gestionar lo público y, a la vez, mantenerse en la calle. No tiene sentido una movilización permanente si se es gobierno, pues al éste estar haciendo bien su trabajo no tendrá a la gente en la calle reclamando nada.
A menos que se trate de la izquierda. Por esa razón, el socialismo secuestra las banderas de minorías que reivindican derechos reales o supuestos: comunidad gay, feministas, veganos radicales, animalistas, ambientalistas, separatistas, etc. Por eso, vemos ministras de izquierda acudiendo a marchas del día de la mujer para exigir derechos que deberían ser ellas las que estuviesen permitiendo a través de su labor legislativa y ejecutiva.
Pero todo eso se acaba cuando los bolsillos de los ciudadanos empiezan a resentirse. Cuando empieza a atacarse a propietarios, productores, comerciantes, empresarios, trabajadores, autónomos, contribuyentes en general, etc. Es lógico: se levantarán los oprimidos a los que la izquierda les ofreció el paraíso, y lo harán contra esa izquierda en el poder.
¿Qué ocurre en ese momento? En principio, arranca la descalificación moral contra todo aquel que manifiesta. Epítetos. Insultos. Infamias. Difamación.
Luego, empieza a enrostrársele a todo el que ejerce la crítica, incluso dentro de las propias filas, la etiqueta de ultraderechista, infiltrado de la ultraderecha o instrumento de ella. Y por supuesto, la ultraderecha de ese relato lo que quiere es derrocar al gobierno, hacer la guerra civil o fusilar al pueblo. O todo a la vez. Para esto, necesitan obviamente el concurso de medios de comunicación que impongan esa línea de opinión, donde todo lo que no es izquierda, es ultraderecha, fascismo, franquismo, etc. Y donde lo único posible ante los “embates de la ultraderecha” es la unidad “frente al fascismo”.
Pero lo que viene cuando todo esto fracasa, es la verdadera cara de la izquierda. La partera de la historia vuelve, pero desde el poder. No para llegar a él, sino para mantenerse con él a como dé lugar.
La represión es el siguiente recurso
Por supuesto, el discurso previo de descalificación a quien protesta, debe mutar para darle paso a la represión. Es allí cuando deja de descalificarse y empieza a criminalizarse la protesta. Porque si la ultraderecha representa el fascismo, entonces esos manifestantes son de ultraderecha y son fascistas. Es decir, criminales. Y la ley debe actuar contra ellos, sin ningún remilgo ni corta pisas. La ley debe imponerse.
La Venezuela del chavismo y la Nicaragua del Sandinismo. Antes, la Cuba del castrismo. Argentina, Perú, Honduras, Ecuador, Colombia, Brasil. Todo país donde el socialismo castro chavista quiere implantarse aplica la misma receta. Y siempre terminan en la represión. O más allá.
Porque siempre hay un punto adicional en el ejercicio de la violencia desde el poder. Se empieza con el gas lacrimógeno y se termina en la cámara de gas si no se les detiene. Se empieza con los juicios a los “esbirros del antiguo régimen” y se termina en las salas de tortura blanca, previo paso por las purgas de intelectuales no alineados, de “elementos perniciosos para la sociedad” y otras delicatesses como exilio forzoso, presos políticos, desaparecidos y asesinados.
¿Todo esto por qué? Porque cada ladrón juzga por su condición. Los socialistas toman la calle para subvertir el orden y derrocar gobiernos. Para crear agitación que ponga la opinión pública de su parte con fines electorales. Llevando con violencia agua a su molino de fines inconfesables. De esta manera, asume, con el razonamiento criminal que les caracteriza, que todo el que se le opone usa sus mismas técnicas y tiene sus mismos fines inconfesables.
Por eso, debe preocupar, en todo momento, cuando el socialismo sube el volumen a los denuestos contra las expresiones críticas de la ciudadanía. Sobre todo cuando se verifica la magnificación de ese discurso descalificador en sus medios afines. La idea machacada del “peligro de la ultra derecha”, con cada vez mayores decibeles y con los “Pedros J” ejerciendo de voceros del escándalo ante ese supuesto peligro, debe preocupar aún más. Porque podría ser la introducción sigilosa en la siguiente fase de la criminalización de la protesta.
El socialismo destructor jamás permitirá que la calle les reclame. Es precisamente por ello que debe ser la calle, con la protesta ciudadana activada de forma permanente, la que manifieste el descontento que finalmente tendrá que torcerle el brazo a quienes buscan imponer el relato de la angustia y el miedo a un enemigo inexistente. Porque al final, el verdadero enemigo es el gobierno empobrecedor y enemigo de las libertades. Y la ciudadanía debe hacérselo entender a algunos liderazgos que parecen estar muy cómodos en su labor de alineados como opositores de conveniencia, jugando también a los denuestos con fines electorales.