Yo mismo he caído a menudo en el cliché de hablar del presidente de Estados Unidos como del “hombre más poderoso del mundo”. Estrictamente hablando, institucional, teóricamente, debería serlo. Es el jefe del poder ejecutivo de la hiperpotencia mundial, con el código nuclear debajo del brazo y todo eso.
Pero una de las muchas revelaciones que han sido quizá los frutos más interesantes del mandato de Donald Trump es que al poderosísimo presidente le pueden poner las penas al cuarto muchos poderosos que ni siquiera aparecen como tales.
Las grandes televisiones, las mismas que se pasaron cuatro años azuzando contra él las conspiraciones más enloquecidas, le quitaron la palabra en medio de una rueda de prensa, y ahora una plataforma de redes sociales, Twitter, le ha prohibido toda comunicación en ella. La verdad es que, como régimen fascista, el suyo deja mucho que desear.
Pero si estos años no nos ha hecho abrir los ojos, nada lo hará. De hecho, uno lee opiniones de ‘creadores de opinión’ listísimos y se pregunta qué tendrá la adscripción ideológica que tanto ciega ante la cambiante realidad. La dicotomía Estado-Mercado sigue en la mente de muchos igual que en el siglo pasado, incluso que a principios del siglo pasado, y parecen incapaces de advertir el cambio radical de panorama y la muy real amenaza que pueden representar para la libertad las grandes tecnológicas.
“Cinco empresas que controlan el 98% del flujo de la información mundial han declarado inmoral la libertad de expresión”, escribe el tuitero @AlonsoDm2, y lo que está pasando en las últimas horas es un ejemplo del poder que ese oligopolio puede representar. Algo tan aparentemente inocente y apolítico como un buscador, Google, puede determinar de forma decisiva el voto e incluso las ideas con un simple ajuste de su afamado algoritmo. Puede enterrar informaciones incómodas, como si no existieran, y destacar las versiones aprobadas en las búsquedas más neutras hasta convertirlas en la versión oficial.
Gab, una de las primeras alternativas a Twitter, lleva desde su nacimiento luchando por sobrevivir a un acoso implacable, y el precio de su libertad ha sido muy alto (ahora dispone de servidores propios). Parler, otra opción a la que se ha apuntado el propio presidente americano -que durante más de cuatro años ha usado las redes sociales para soslayar el bloqueo de la prensa convencional para dirigirse al pueblo-, presume de no ejercer censura alguna. Por eso Google Play ha eliminado su ‘app’ de su oferta y Apple la amenaza con cortarle la conexión a sus servidores.
La pregunta, en el origen de las redes sociales, es qué son, en qué categoría hay que clasificarlas. Sin son publicaciones, se hacen responsables de todo lo que se escriba en ellas, algo que las convertiría en verdaderos policías del pensamiento necesitadas de un ejército de comprobadores. Pero si son -como están finalmente definidas- como plataformas de mensajes ajenos, a modo de proveedores de un tablón de anuncios que no se hace responsable de lo que se cuelgue en él, entonces no pueden ejercer censura, que es lo que están haciendo, siempre en la misma dirección ideológica, y de forma cada vez más estricta y draconiana.
La última ratio del poder es la guerra, y hoy la guerra no se libra tanto con cañones y tropas como con información. El conocimiento es poder y la información es el arma de nuestro tiempo. Repensar los viejos esquemas ideológicos es una tarea urgente, porque mientras perdemos el tiempo en un falso debate entre empresa y Estado el verdadero poder, formado por la amalgama de ambas realidades, puede en breve quitarnos la poca libertad que nos queda.