Para el mundo hispano, el 6 de enero es el Día de Reyes, la Epifanía según el calendario cristiano. Pero en Estados Unidos se ha impuesto ya otra celebración, a solo un año del evento que se conmemora: el Día de la Insurrección.
O el ‘nuevo Pearl Harbour’, como la llamó el presunto presidente Joe Biden. ¿Lo recuerdan? Tal día como hoy, hace un año, tras unas presidenciales denunciadas como fraudulentas y en el mismo día que había de certificarse los votos electorales de los estados, el todavía presidente Donald Trump convocó a los suyos en el ‘Mall’ de Washington en una manifestación pacífica que se salió de madre y acabó con un asalto a las sedes de la soberanía nacional del Capitolio.
No llegó otra sangre al río Potomac que la de una de las manifestantes/asaltantes, Ashli Bobbit, que fue disparada a bocajarro por un anónimo policía. Pero eso no impidió que la administración entrante, su partido, los medios de comunicación e incluso muchos en el partido del presidente saliente calificar la patochada (¿se acuerdan del hombre-búfalo?) de “insurrección armada” e intento de golpe de Estado, el peor asalto a la democracia norteamericana de toda su historia.
Así empezó inmediatamente a construirse la leyenda del 6 de enero, completa con un juicio a una serie de encausados.
Pero estamos en el siglo XXI y, quien más, quien menos, todo el mundo tiene un smartphone con cámara, todo se graba, hay testigos para aburrir y muchísimas horas de grabaciones. Y algunos periodistas, como Darren Beattie, de Revolver, o la estrella más brillante de la Fox, Tucker Carlson, han descubierto muchos detalles que no casan con la narrativa oficial; que, de hecho, la tiran abajo y construyen uno nuevo, bastante más inquietante.
Lo que descubrieron, por ejemplo, es que la manifestación estaba completamente infiltrada de agentes federales con la aparente misión de incitar a la revuelta y provocar el asalto. Descubrieron personajes que arengaban a las masas para que entraran en las sedes del Congreso y que, misteriosamente, no fueron imputados en la causa general, como tampoco lo fue el líder y fundador de uno de los tres principales grupos organizadores de la marcha, los Oath Keepers, Stewart Rhodes.
La investigación es demasiado compleja y detallada para desplegarla en un solo artículo, pero baste saber que todos los intentos de los medios convencionales para desmontarla o ignorarla han sido inútiles, y dibuja un desarrollo de los hechos muy diferente de la versión canónica, la que los demócratas quieren presentar como oficial y que constituye la excusa perfecta para deslegitimar para siempre a sus rivales políticos y justificar una persecución política en toda regla. Reuniendo todos los indicios hallados por los investigadores, es difícil no concluir que el 6 de enero tuvo mucho de trampa, una trampa en la que el propio Trump cayó de lleno, y que cuerpos policiales como el FBI colaboró para convertir la manifestación pacífica en un acto que aniquilara el trumpismo para siempre a los ojos de los norteamericanos.