«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Así es como el marxismo cultural llegó a tu vida

Los nuevos modelos educativos no educan. La gente bien instruida es peligrosa, tiende a ser más libre, menos mansa. El extenso ensayo de Ashley Berner en The American Conservative ofrece claves interesantes sobre el proceso de degeneración de la enseñanza. “A los educadores se les enseña que la escuela debe centrarse en el proceso de aprendizaje, no en aprender algo específico”, escribe, añadiendo a su tesis que “además de conducir a una instrucción vacía y aburrida, una pedagogía de proceso amplía las brechas entre los estudiantes de bajos y altos ingresos y, por lo tanto, cierra oportunidades para la próxima generación”.

Aunque su análisis está ceñido al caso americano, en algunos aspectos es exportable a Europa: destaca que «a lo largo del siglo XIX en los Estados Unidos, el plan de estudios académico sirvió como factor unificador entre las distintas escuelas K-12 (católicas, luteranas, congregacionalistas, etc.) que estaban financiadas con impuestos locales. Las escuelas secundarias del país, incluso las de comunidades rurales, insistían en que los estudiantes aprendieran latín, matemáticas avanzadas, literatura, historia, geología, física» y otras materias. Las distintas remodelaciones han ido cambiando el foco y, en particular, la política de estándares de los 80, surgida para acabar con la emergencia pública de bajo rendimiento académico, han llevado al momento actual: «demasiados estadounidenses se gradúan intelectual y cívicamente mal preparados».

Por otro lado, las universidades están muy ocupadas con la ideología como para ocuparse de los conocimientos. La distribución ideológica de fondos que denuncia George Leef en National Review es un buen ejemplo: “las universidades distribuyen el dinero recaudado mediante las cuotas de los estudiantes para apoyar a varios grupos en el campus. Cuando lo hacen, se supone que deben ser neutrales desde el punto de vista, no favoreciendo a grupos con creencias que agradan a los funcionarios y desfavoreciendo a los grupos que no les agradan. Pero las cosas no suelen ser así”. 

Otro ejemplo que señala el mismo autor en National Review: el ranking de calidad universitaria de Us News  –y otros de nuevo cuño como el de Wall Street Journal -, que en Estados Unidos muchas familias utilizan para elegir el destino de sus hijos universitarios, no atienden a criterios intelectuales sino a una amalgama de experiencias del estudiante, ideología, y tasas de graduación: «esas clasificaciones hacen poco o nada para medir el valor agregado educativo», concluye el autor. 

Y en un tercer artículo de denuncia, Leef demuestra que también la ideología condiciona las publicaciones universitarias: «El mundo académico solía fingir que se preocupaba por los estándares para la publicación de trabajos académicos, pero hoy en día, la ideología se ha apoderado de muchos campos. Puedes salirte con la tuya con casi cualquier cosa siempre que seas un buen progresista, y te resultará difícil publicar material si no lo eres». Todo ello, por supuesto, nos empobrece a todos. 

A esta situación no hemos llegado por una carambola incierta del destino. Es parte de un mecanismo, del proceso de inmersión sutil —a veces no tanto— del marxismo cultural, como explica Ted Cruz en The Federalist: «Los marxistas rechazaron la revolución exterior que Karl Marx había planeado y, en cambio, optaron por moldear sutilmente la forma de pensar de la gente». Siguiendo el plan trazado por Herbert Marcuse en los 70, «los activistas que alguna vez colocaron bombas en edificios e incendiaron automóviles para provocar la revolución ahora tendrían que calmarse, conseguir empleos y pretender ser miembros productivos de la sociedad», pero sin renunciar a «preservar la propia conciencia», y trabajando «para insertar esas ideas en el trabajo que hacían, adoctrinando a tanta gente como fuera posible en el proceso». 

Es decir, «aquellos que se convirtieron en profesores universitarios tratarían amablemente a figuras como Karl Marx mientras atacaban a los capitalistas y otras figuras veneradas de la historia estadounidense. Quienes se dedicaron a la tecnología de la información diseñarían sistemas con un sutil sesgo liberal. Los periodistas trabajarían para transformar los periódicos (y, eventualmente, las redes de noticias por cable y las nuevas empresas de Internet) en órganos de propaganda para la izquierda». Y así sucesivamente. 

Y ahí, debajo de esa densísima capa globalizadora de marxismo cultural, nos encontramos también nosotros, luchando contra gigantes. Lo primero es entenderlo.

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