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Festejar un divorcio

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En un mundo normal, en un mundo sano, los divorcios se lloran en la intimidad, no se ríen en lo alto de una tarima. La moda americana que los medios están intentando oficializar de convertir el divorcio en algo parecido a una boda, con la misma alegría, pompa, y derroche, suena divertida, pero tanto como bailar con el cadáver de un familiar en su funeral.

Es difícil saber cuál es el último peldaño de la autodestrucción moral del hombre de nuestro tiempo. Cuanto más intenta escapar de las cadenas que creen que le atan, más abajo cae en el pozo, quizá porque más que atarle le sujetaban. En este rumbo a la deriva hay cosas no demasiado importantes, pero sí lo bastante ilustrativas. Habla Jude Russo en The American Conservative de estas fiestas de divorcio y la parafernalia de unos festejos que llegarán aquí con el silencio de un tumor, como Halloween. «Ha surgido una industria artesanal de decoraciones para fiestas de divorcio», escribe, «Goblos dorados que deletrean juegos de palabras malos, pétalos de rosa falsos, juegos de salón: son tan insípidos como cabría esperar». Lo resume así: «Brujería barata y embutidos caros y representaciones de la regresión a la infancia».

Antaño el divorcio solía ser motivo de vergüenza. Tampoco debería ser sonrojante, aunque, en efecto, los hay vergonzosos. Pero de ahí a convertirlo en una fiesta es una manera un tanto infantil de no asumir que se trata de un fracaso. Pero eso es la hojarasca. Lo que realmente expone Russo es mucho más interesante, ya que considera que intentar revalorizar un fracaso personal es solo «la etapa madura» de la pesadilla de los conservadores de los 90: «el llamado movimiento de autoestima», cuando «se pensaba que la baja autoestima era la raíz de todas las disfunciones sociales, desde el embarazo adolescente hasta los robos de coches». «No es sorprendente que los niños formados por la era del trofeo de participación hayan llegado a esperar que todos los aspectos de sus vidas, sin importar cuán repulsivos sean, reciban el trato de pastel y globos».

Cuando el esqueleto moral del ser humano haya sido derruido, cuando no quede ni rastro de conciencia individual, habrá llegado el momento que la izquierda lleva muchos años esperando: el rediseño de alma humana. Lo explica Christopher Rufo en First Things, en un adelanto de su próximo libro sobre la revolución cultural americana: «Los marxistas de Occidente, como Paulo Freire», escribe, «creían que las pedagogías críticas podían rediseñar el alma humana e inspirar una revolución de abajo hacia arriba. Pero en contradicción con sus contrapartes en el Este, la línea divisoria entre opresores y oprimidos en Occidente no era la clase social, sino la identidad racial». Pero Rufo anuncia que el momento de rediseñar el alma de los niños ya está aquí: «Los distritos escolares públicos de todo el país han comenzado a aplicar los principios de la pedagogía crítica en el aula», dice, asegurando que el objetivo de «los pedagogos críticos de segunda generación es siempre el mismo: desmantelar el sistema de justicia penal, desbaratar el núcleo familiar, derrocar el sistema del capitalismo»; citando al propio Freire, se trata de convertir las escuelas en «un instrumento extraordinario para ayudar a construir una sociedad nueva y un hombre nuevo». «Después de que los estudiantes estén preparados emocionalmente, categorizados individualmente y movilizados colectivamente», concluye Rufo, «pueden comenzar a hacer el trabajo de la revolución».

Una norma que nunca falla. Cuando ante una controversia que no conoces, Obama se posiciona públicamente, sabes que lo correcto es situarse en el lado opuesto al expresidente. Da igual que se trate de gustos musicales que de política internacional. En eso se parece a Zapatero. Siempre está equivocado, o en el lado de los malos, o todo a la vez. Ahora Obama se ha sumado a una campaña contra la supuesta censura en las bibliotecas. Lo dicen los demócratas que llevan tres años batiendo récords históricos de cancelación de autores y reescritura de clásicos para adaptarlos a sus cortas anteojeras del 2023.

Lo cierto es que, si rascas, lo que a Obama no le gusta es que ciertos libros sean apartados de la zona infantil y situados en bibliotecas de adultos: «no es tanto que las ideas y perspectivas estén siendo suprimidas en Estados Unidos», dicen los editores de National Review, «sino que el material inapropiado para cierta edad está siendo retirado de sus escuelas y, en algunos casos, de las secciones infantiles de las bibliotecas públicas».

Ponen entonces el ejemplo de uno de esos libros cuya retirada ha dado pie a la campaña progresista, Gender Queer, «una obra gráfica que, entre otras cosas, incluye representaciones de menores practicando sexo oral, de adultos varones practicando sexo con penetración y de un hombre adulto masturbando el pene de un niño pequeño». A cualquier cosa se le llama censura.

Dejad a los niños en paz. Dejad de manosear su inocencia, su libertad, su aprendizaje. Dejad de obligarles a ser adultos. No hay nada más coñazo que ser adulto. Estoy seguro de que prefieren jugar al fútbol y leer a Mark Twain que prepararse para el día en que les llegue la hora de emborracharse en su fiesta de divorcio.

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