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CRÓNICAS DEL ATLÁNTICO NORTE

Lo que está leyendo tu hijo es basura

Foto de Robyn Budlender en Unsplash

Quienes escribimos quizá deberíamos replantearnos comenzar —o regresar— a hacer literatura infantil. Por alguna estúpida razón, todavía hoy en nuestro oficio se considera arte menor; nada nuevo porque yo mismo he padecido durante años cómo la escritura satírica se mira con la condescendencia del que está por encima de esas letras en apariencia intrascendentes. 

Todavía hoy «los libros para niños son una de las herramientas más poderosas que tienen los padres para ayudar a enseñar a sus hijos», escribe en The Federalist Kiri Jorgensen, una autora que ha trabajado durante años en el sector. «Los padres deben comprender el camino destructivo que ha tomado esta industria«. Resulta imprescindible conocer la deriva: «Hace unos 25 años, las novelas que retrataban a los niños como activistas ambientales comenzaron a ganar premios. Hace unos 15 años, los libros premiados mostraban escenarios impactantes e inquietantes. Hace diez años, los libros que mostraban la sexualización y el abuso a edades más tempranas comenzaron a ganar premios. Luego, hace cinco años, cambió un poco más, y los libros centrados en el racismo sistémico y la identidad sexual ganaron premios. Hoy en día, si los libros no incluyen ninguna de las representaciones anteriores, rara vez son publicados por grandes y medianas editoriales», precisamente el tipo de sellos que «abastecen a escuelas, bibliotecas y librerías».

Hago un paréntesis: lo primero que debemos hacer es ayudar a que las editoriales pequeñas, aquellas que representan nuestros valores, sean grandes. No solo comprando sus libros más ideológicos, sino también sus novelas, sus libros infantiles, o hasta sus volúmenes para colorear. Aunque a veces no queda más remedio, porque nuestro autor favorito publica en ellas, recuerda que cada céntimo invertido en una gran editorial que difunde valores anticristianos contribuye a expandir la plaga, mientras que cada céntimo invertido en una pequeña editorial buena contribuye a salvarla, o a aumentar su cuota e influencia. 

Nadie se preocupó por esto cuando el cine comenzó a irse al infierno. El resultado hoy es el monopolio de las series juveniles en manos de la misma secta ideológica: llámalo Netflix o Prime o como quieras. Te doy cien euros por cada serie juvenil que encuentres que no sea anticristiana, promueva las relaciones homosexuales, dé la matraca ideológica con la diversidad racial, anteponga la vida animal a la humana, moldee las mentes a favor del feminismo radical, ataque frontalmente a la familia, apueste por un individualismo hedonista y egoísta, prepare el terreno para futuros votantes de la utopía de la justicia universal, o cualquier otro de los puntos esenciales del Catecismo Woke. A esa guerra llegamos tarde, a la de la literatura todavía no.

«Los editores ya no informan abiertamente a los lectores sobre la promoción de agendas sociales radicales en sus libros. Están insertando sutilmente los conceptos que quieren enseñar a los niños pequeños sin que los padres sepan que están ahí», advierte Jorgensen, «Esto se llama normalización»: «Ya no podemos entrar a una biblioteca o librería, tomar una novela para niños del estante y esperar que esté limpia.

Jorgensen también recuerda que, junto a ese movimiento, en los últimos años ha llegado otro igual o peor: la cancelación de las viejas obras infantiles porque ya no se consideran aceptables. «Esto es a lo que nos enfrentamos. Toda la industria editorial de libros para niños, desde autores hasta editores y bibliotecarios, cree que debería tener el poder de controlar las mentes de sus hijos».

Kari Jenson Gold habla de otro asunto en First Things, pero en realidad es lo mismo. El culto a la fealdad arquitectónica de los nuevos edificios de la Universidad de Princeton no invita a elevar el alma como antaño, sino a la náusea. «Princeton era torres góticas y campos boscosos», pero hoy «es casi imposible exagerar el abismo visual y emocional entre el antiguo Princeton y el nuevo». «Sólo podemos concluir que la fealdad debe, en sí misma, ser el objetivo. Y esto tiene sentido cuando recordamos al nuevo dios de Princeton, la Santísima Trinidad de la Diversidad, la Equidad y la Inclusión», denuncia, «la diversidad, la antítesis de la universidad, niega la existencia de una verdad y postula, en cambio, una multiplicidad de verdades. Es decir, ninguna verdad en absoluto». 

«Las torres góticas de Princeton apuntan a algo diferente y más grande que nosotros mismos; apuntan a una verdad superior», concluye el autor, «pero el credo de Diversidad, Equidad e Inclusión no puede permitir torres. No puede haber un apuntamiento hacia arriba, ninguna trascendencia del yo porque no hay nada más alto o más grande que el yo autónomo». 

No sé si podremos hacer que la arquitectura universitaria vuelva a invitar a buscar la belleza y la verdad, pero estoy convencido de que todavía podemos corregir la misma deriva en la literatura infantil. Nosotros no crecimos rodeados de basura. No deberíamos dar por bueno sin más que nuestros hijos tengan que hacerlo. 

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