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CRÓNICAS DEL ATLÁNTICO NORTE

Subvencionar la quiebra y el rescate

Ford Mustang. Jorgen Hendriksen

El coche eléctrico es un timo. Las innovaciones tecnológicas que se consolidan lo hacen porque mejoran nuestra vida y porque nos merece la pena adaptarnos a ellas. David Harsani ha escrito en The Federalist un brillante artículo explicando por qué los coches eléctricos son una basura: «Si los vehículos eléctricos fueran más eficientes y nos ahorraran dinero, como afirman los políticos y los ambientalistas, los consumidores no tendrían que verse obligados a usarlos y las empresas no tendrían que ser sobornadas para producirlos». «A la izquierda le gusta tratar a los escépticos de los coches eléctricos como si fueran luditas —escribe— la verdad es que hacer que un producto existente sea menos eficiente pero más caro realmente no cumple con la definición de innovación». Si nadie la detiene, los progresistas nos llevarán de nuevo a la máquina de vapor.

Según explica el autor, los fabricantes de coches están adaptando sus modelos para «lidiar con los incentivos distorsionados y mercados teóricos artificiales del futuro» que están diseñando los gobiernos. Pero por supuesto, la vida no artificial sigue su curso: «En la economía del mundo real actual, Ford anunció esta semana que despediría al menos a 1.000 empleados, muchos de ellos trabajadores en el área de los vehículos eléctricos». La empresa está perdiendo un dineral por cada coche eléctrico que fabrica. «En un mundo normal —concluye Harsini— Ford estaría reduciendo drásticamente la producción de vehículos eléctricos, no expandiéndola».

Los mismos gobernantes que están hundiendo a los fabricantes de coches en su ensoñación climática, los rescatan, en ambos casos lo hacen con tu dinero: «La semana pasada, el Departamento de Energía de Estados Unidos le prestó a Ford, una vez más, una empresa que pierde decenas de miles de dólares con cada vehículo eléctrico que vende, otros 9.200 millones de dólares de los contribuyentes para un proyecto de baterías en Corea del Sur. Uno se imagina que ningún banco cuerdo lo haría». ¿Cuándo se detendrá toda esta locura?

La enajenación mental verde no es muy diferente de que la envuelve a nuestra salud. A menudo encontramos verdades comúnmente aceptadas sin que nadie se preocupe de poner en duda ni el diagnóstico ni la solución. En The American Conservative Carmel Richardson trae una historia inquietante sobre el colesterol, acusando a la ciencia contemporánea de inventar «para cada problema, una pastilla; por cada pastilla, un efecto secundario; para cada efecto secundario, otra solución encapsulada». Todo relacionamos «el colesterol alto con enfermedades cardíacas y accidentes cerebrovasculares», pero la autora saca a la palestra uno de los pocos estudios realizados sobre los aceites vegetales, controlando la evolución a largo plazo, que «pone en duda esta creencia fundamental»: «La sustitución de grasas animales por aceites vegetales redujo el nivel total de colesterol en la sangre de los participantes, pero este colesterol reducido no resultó en una vida más larga». Richardson subraya que el hecho de que no entendamos un determinado proceso no significa que tengamos que dar por buena una mala explicación, ni mucho menos avanzar —en este caso con pastillas— en falso.

En esa misma línea y en la misma publicación, resulta inspiradora la reflexión de John Hirschauer sobre el problema de la baja natalidad. Casi siempre, al analizarlo, los diferentes agentes e instituciones públicas señalan la falta de prosperidad económica como el único culpable, pero lo cierto es que eso es mirar sólo una parte diminuta y superficial del problema: «Los niños pueden ser costosos, es cierto, y los políticos deberían hacer todo lo posible para cambiar eso. Algunas familias deciden no tener un hijo adicional debido a los costes involucrados. Pero para muchas personas, el coste tiene muy poco que ver». Diría más: la falta de recursos económicos y el temor a no poder garantizar infancias de familias ricas a nuestros hijos, a menudo es sólo la careta con la que se visten nuestro egoísmo y nuestra inseguridad. Pero ambas lacras tienen un remedio y no hace tanto, cuando estaba más extendido, era eficaz; en concreto, la época en la que éramos más felices y los psiquiatras y los veterinarios de ciudad no estaban atestados de gente que lo tiene todo, menos lo único importante.

«Lo que permiten las culturas religiosas —concluye el autor— lo que hace que incluso los no creyentes tengan más probabilidades de tener hijos, es un sentido compartido de que existen cosas por las que vale la pena sacrificarse, cosas por las que vale la pena renunciar a los sueños, cosas por las que vale la pena morir».

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