Notre Dame en llamas, las mujeres parisinas de Chapelle-Pajol acosadas, el profesor Samuel Paty decapitado, los padres del colegio publico que no llevará el nombre de Paty, el movimiento de los chalecos amarillos, la deslocalización de la industria estratégica francesa, la pérdida del 30 por ciento de los empleos del sector industrial, dos millones de nuevos inmigrantes, la reforma de las pensiones a mayor gloria del establishment económico, los atentados incesantes en el Sahel, los dos golpes de Estado en Mali, la irrelevancia de París frente al nuevo Aukus de Biden, Johnson y Morrison; la pandemia, sus ganas confesadas de «joder» a los no vacunados, la imposición coercitiva de las mascarillas, la carta de los militares, la sumisión a Alemania, el affaire Benalla, las huelgas de transportistas, la fractura entre la Francia urbanita, la periurbana y la rural; la nueva desorganización provincial, la elefantiasis funcionarial; el fracaso de la OTAN para detener una invasión criminal, su fracaso negociador con Putin, el blanqueamiento del régimen marroqui y de la represión contra el Hirak rifeño, la Operación Centinela, el escándalo de la consultora McKinsey, la arrogancia del Hexágono, el leviatán impositivo, la deuda pública que no cesa…
Nada de todo lo ocurrido, todos los errores y fracasos cosechados durante sus cinco años de mandato, ha impedido que Emmanuel Macron, ex gerente del banco de negocios Rotschild, haya vuelto a ser reelegido como presidente de Francia. A su favor apenas tenía a todo el oficialismo, que es lo mismo que decir a la banca, a todos los líderes europeos del consenso, al intrigante Soros, a los medios de comunicación, a Bruselas, Estrasburgo y Davos, a las grandes multinacionales y a los gigantes farmacéuticos, al Grupo de Puebla y a todo el autodenominado Frente Republicano (desde el centro-derecha en descomposición a los líderes cínicos de la izquierda antisistema pasando por el difunto socialismo) que sólo es temor a lo mucho y bueno que podría hacer la resistencia francesa unida en torno a un movimiento de reacción.
La resistencia avanza, sin duda. Y avanza a pesar de las dosis enormes de coraje que hace falta para vencer la desmesurada presión y votar por una alternativa señalada como de «ultraderecha» que ha conseguido reducir la distancia con el candidato oficial al mínimo histórico. Insuficiente para una presidencia, pero de máximo interés de cara a las tortuosas legislativa de junio.
No es del todo cierto, lo que equivale a decir que es falso, que en el mundo actual ya no sirven las viejas y gastadas etiquetas que separan las ideas políticas en dos banderías: izquierdas y derechas. Al menos, no es cierto en el caso de los movimientos de reacción frente a todo lo que está mal en Europa. Etiquetar a la candidata Marine Le Pen y a su partido, Agrupación Nacional, como ultraderecha, ha vuelto a dar un resultado notable en Francia para los intereses del establishment que seguirá usando las etiquetas que las elites globalistas decidan que les benefician.
Los análisis de Le Pen son correctos. Casi media nación francesa está harta del globalismo, de la islamización, de la deslocalización de las empresas estratégicas, del multilateralismo y de la distancia infinita entre la arrogancia de los gobernantes y las clases medias de trabajadores y empleados. Que el oficialismo de las elites no haya hecho nada, bien au contraire, para remediar los males que ponen en peligro a Francia y la fracturan, terminará acabando con él como ha acabado con la inútil derecha moderada y con el socialismo histórico. Al tiempo. Si es que hay tiempo.