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EL DIRIGENTE IZQUIERDISTA NO IRÁ EN LISTAS EL 23J

El próximo exministro Garzón: ocurrencias, etiquetas «inclusivas» y criminalización del mundo rural

El ministro de Consumo, Alberto Garzón. Europa Press

El ministro de Consumo, Alberto Garzón, ha decidido dejar la primera línea de la política. Con su retirada se certifica el final del ciclo del 15M, pues Garzón comenzó su carrera como activista en las plazas para convertirse en 2011 en el diputado más joven del Congreso, todo un portavoz de la «juventud sin futuro». En 2020 recibió un ministerio, de entre los que el PSOE entregó a Unidas Podemos de forma tramposa.

Decimos «de forma tramposa» porque Pedro Sánchez fabricó un Ministerio de Consumo que no existía, extrayendo las competencias sobre derechos del consumidor que estaban en el Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social para luego fusionarlas con las competencias sobre regulación del juego extraídas del anterior Ministerio de Hacienda. No era realmente un ministerio, sino una chapuza administrativa. Dicho sea de paso, a partir del primigenio Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social se fabricó otra chapuza más: el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 con el que se contentó a Pablo Iglesias y posteriormente a Ione Belarra.

También decimos «de forma tramposa» porque el plan del PSOE nunca fue compartir poder real con Unidas Podemos, sino entregarles unas carteras cuidadosamente configuradas para hacerles odiosos ante el electorado (caso del Ministerio de Igualdad de Irene Montero). El Ministerio de Consumo estaba, así, diseñado para resultar detestable a la gente común, ya que el grueso de su actividad no puede ir más allá de recriminarle al público sus hábitos de salud, reprenderle por lo que coma o beba, juzgar lo que haga con su tiempo libre, etc. Todo ello incide plenamente en la percepción más impopular de la izquierda actual: su manía de entrometerse en todos los aspectos privados de la vida, su hiper-vigilancia, su superioridad moralista, su desprecio hacia las acciones de la clase baja… Una izquierda que, como el Grinch que quiere robarnos la Navidad, está personificada en un Alberto Garzón que le quiere quitar a las niñas sus juguetes, a los campesinos su filete y a los oficinistas el azúcar del café. 

El Ministerio de Consumo se ha dedicado a esas labores y, sobre todo, a regular el etiquetado de los productos en el mercado. Alberto Garzón se ha esforzado en que las etiquetas sean más diversas e inclusivas: con logos de «sostenibilidad» para el cliente ecologista, con aviso de gluten para celiacos, en braille para los ciegos, con códigos de colores para los inmigrantes que no entiendan el idioma, etc. Es una alegoría muy adecuada de lo que esta izquierda representa: el renovado envoltorio arcoíris del sistema globalista, un re-etiquetado (re-branding) del sistema.

La actividad del Ministerio durante estos años ha sido reducida, pero cada uno de sus movimientos ha causado sonoras polémicas. Varias de ellas (las que veremos en este texto) han girado en torno a la alimentación. Primero fueron sus declaraciones contra el modelo macro-granja: el mayor número de animales concentrados en el menor espacio posible para maximizar la producción de carne, leche o huevos. Sus críticas a estas multinacionales no estaban mal encaminadas, pero sus palabras se entendieron como un ataque a la ganadería española en general, porque Garzón cometió el error de lanzar sus reproches en un medio extranjero (¡británico además!). Hubiera sido bueno que un ministro español hubiese ejercido como tal, defendiendo ante la prensa occidental que nuestras carnes son mucho mejores que el pollo con listeria que venía de EEUU, el cerdo con dioxina de Irlanda o el pescado con salmonela de Holanda. Pero, tristemente, el orgullo de España no siempre ha estado entre las virtudes del ministro.

No hay más que ver la instauración del sistema de puntuación de alimentos «Nutri-Score» por parte de su Ministerio de Consumo. El Nutri-Score es un índice copiado de otros países europeos que «no defiende los intereses de España ni la dieta mediterránea» (Luis Planas) y equivale «a venderse a las multinacionales francesas» (Carmen Riolobos). Según sus dudosos criterios, el jamón ibérico o el aceite de oliva pueden ser clasificados como alimentos poco sanos (letra D), recibiendo una puntuación inferior que la Coca-Cola (letra A). 

Garzón ha manejado insistentemente estos baremos foráneos, ajenos a la realidad española, como el concepto de «One Health», una idea acuñada en 2004 en la Rockefeller University de New York, según la cual la salud humana debe ser matizada con respecto a las necesidades de «la salud de los animales» y de algo llamado «la salud del medioambiente».

Las ocurrencias nutricionales de moda llevaron al ministerio a protagonizar otro pequeño revuelo cuando Garzón publicó un libro oficial de recetas: «Comida rápida, barata y saludable». De nuevo, un manual completamente desarraigado de nuestra cultura culinaria. No hay ni cocido, ni asado, ni paella, ni guisos. Nada de queso manchego, sino queso feta. Mucho precocinado al microondas, recetas en vasitos de plástico y multitud de «moderneces»: «falso sushi», «hummus con crudités», «poke estilo Harvard», «pudding de chía», «rainbow wrap» e incluso algún plato exótico del agrado de los vecinos marroquíes, con «ras-el-hanout», que es más interesante que el pimentón. Lo que supuestamente era un recetario para ofrecer soluciones baratas a la clase trabajadora acabó siendo un testimonio del kale, la chía, el aguacate y demás ingredientes bastante caros pero imprescindibles en el plato de la izquierda de Malasaña.

Pero toda la diversidad de sus coloridas recetas se esfumó el septiembre pasado, cuando —ante la brutal escalada de los precios de alimentos básicos— Garzón redactó unas recomendaciones para que la gente pudiese elaborar una cesta de la compra «asequible»: no incluía ninguna bebida más que el agua del grifo y se animaba a comprar legumbres ya cocidas para no tener que gastar energía cocinando en casa. Sirva esta última iniciativa del ministerio como una metáfora que resume el papel general de la nueva izquierda. Acostumbrar a la gente a la pobreza. Enviarnos recomendaciones para ser felices con menos, porque no son capaces de intervenir el mercado en forma alguna. Igual que aquella guía que emitió el Gobierno para poner las lavadoras de madrugada. En definitiva: desde el «consumo progresista» se nos predica la servidumbre voluntaria y la austeridad, exactamente la misma que predicaba el PP, pero esta vez bajo los pretextos saludables y ecológicos de figuras como Alberto Garzón.

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