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El Gobierno sólo quiere «igualdad efectiva» en puestos de poder

La ley de «paridad» no obligará a tener un mínimo de 40% mujeres en la construcción o la minería

Albañiles. en una obra. Europa Press

Desde el pasado fin de semana, el PSOE se ha presentado ante España como el partido feminista por antonomasia, el auténtico motor del cambio en nuestra sociedad y mayor defensor de los derechos de las mujeres. A pocas horas del 8M, el Consejo de Ministros aprobó el anteproyecto de ley de representación paritaria en órganos de decisión –orquestado a espaldas del Ministerio de Igualdad–, que afectará a los futuros gobiernos y grandes empresas. La medida impedirá que la representación de alguno de los dos sexos sea inferior al 40% del total en los órganos de dirección y decisión. En la práctica, obligará a incluir al menos este porcentaje de mujeres a partir de junio de 2024 –julio de 2026 para grandes empresas no cotizadas–.

Sin embargo, la noticia no es tan novedosa como la presenta el PSOE: en octubre de 2022, el Consejo de la Unión Europea dio su visto bueno a la directiva que, a partir de 2026, obligará a las empresas europeas a que «al menos el 40% de los administradores no ejecutivos de las empresas cotizadas» sean «miembros del sexo menos representado». Pero ya no se trata de conseguir la igualdad entre mujeres y hombres, sino de «dar un paso más y abrazar la equidad», según el Banco Central Europeo: «no solo darles a las mujeres las mismas oportunidades, sino exactamente lo que necesitan para tener éxito» (¿y qué es lo que necesitan las mujeres para tener éxito?). Lo reconoció también la semana pasada María Jesús Montero. La norma española hará «que tengan que meter por narices a mujeres», «para conseguir una igualdad no real, sino efectiva». De nuevo, a pesar de no explicitarlo el texto, la medida «contribuirá a eliminar los obstáculos a los que a menudo tienen que hacer frente las mujeres en su carrera».

Lo reconoció también la semana pasada la ministra María Jesús Montero. La norma española hará «que tengan que meter por narices a mujeres» para conseguir «una igualdad no real, sino efectiva».

Y este es el núcleo de la cuestión: el PSOE no persigue la igualdad de oportunidades «real», sino la igualdad de resultados se obtengan estos de la forma que se obtengan. Por ese motivo, los socialistas españoles no encuentran ningún problema en la imposición de cuotas paritarias ni discriminaciones positivas —ni siquiera, lo que es más grave, en la contraparte negativa que estas traen consigo de forma implícita—.

Sin embargo, resulta cuanto menos curioso que el Gobierno de coalición fuerce la paridad tan sólo en los puestos de poder y responsabilidad. La nueva medida no obligará a las empresas de construcción a ser paritarias en sus plantillas, ni tampoco a las mineras, a la industria petrolera o a las ganaderas. Y es que ninguna feminista lucha por su santo derecho a asfaltar calles en pleno agosto, a colgarse de un cable de alta tensión o a encaramarse a un molino de viento para llevar a cabo labores de mantenimiento. La pregunta «¿por qué las mujeres no están representadas en las cotas de poder?» no tiene tanto que ver con la representación de las mujeres, sino con la sed de poder.

En España, como en el resto de Europa, la igualdad de oportunidades es ya una realidad desde hace varias décadas y una mujer es libre de decidir su camino. Sin embargo, los resultados perseguidos por los legisladores de izquierdas –«igualdad no real, sino efectiva», recordemos– no han llegado, ya que siguen existiendo diferencias entre el hombre y la mujer. Hay carreras universitarias en las que el alumnado es esencialmente masculino, o sectores profesionales en los que las mujeres apenas están presentes. ¿Pudiera ser que fuera una cuestión de diferencias biológicas entre hombres y mujeres? Imposible, hombres y mujeres somos iguales. ¿Acaso una cuestión de paciencia? Quizá el cambio deseado terminará llegando por sí mismo, ya habiendo sentado las bases para que esto sea posible, en unas pocas generaciones. 

Pero el socialismo no quiere una igualdad real, «sino efectiva», aunque sea dinamitando las diferencias que hacen a las mujeres ser mujeres y a los hombres ser hombres. Poco importa lo que la naturaleza humana, los gustos personales o la propia libertad de cada uno para decidir su destino tengan que decir al respecto. Si las diferencias entre hombres y mujeres se resisten a persistir, habrá que eliminarlas a golpe de ley y forzar «una igualdad no real, sino efectiva».

Porque es innegable que, aunque la igualdad de oportunidades es ya un hecho, no lo es la igualdad de resultados. ¿Es que acaso existe una estructura perversa que privilegia a los varones y oprime a las mujeres? ¿Por qué motivo, si no gracias a un sistema heteropatriarcal, iban a copar los hombres los puestos de poder y responsabilidad en prácticamente todos los ámbitos de nuestra sociedad, mientras la mujer queda relegada a un segundo puesto?

Charles Darwin nos puede dar una respuesta. Tras comprobar los resultados de las mediciones realizadas por la expedición Novara de varias partes del cuerpo de personas de lugares muy distintos, este científico británico aseguró en El origen del hombre (1871) que las diferencias mostradas en los varones dentro de su conjunto eran mayores que las que podían observarse entre la población femenina. Atendiendo a sus características físicas, el conjunto de hombres era mucho más heterogéneo que el compuesto por las mujeres, cuyas dimensiones se situaban de forma general en entornos más cercanos a la media. Este resultado, de hecho, era extrapolable a todos los mamíferos. Algunos estudios posteriores comenzaron a estudiar la variabilidad en el coeficiente intelectual y las observaciones de Darwin sobre los caracteres físicos encontraron su réplica exacta en este campo: la variabilidad en el coeficiente recogida entre los varones también era más dispar que la que se encontraba en la población femenina. 

Quienes pregonan la igualdad absoluta entre hombres y mujeres –esto es, la inexistencia de caracteres diferenciadores entre ambos sexos– aseguran que, ya que no hay distinciones entre las puntuaciones promedio del coeficiente intelectual de ambos sexos, no puede decirse que un sexo sea más inteligente que el otro. Y esto es cierto. 

Es más: de hecho, la inteligencia no puede medirse en base a una única variable, pues no se trata de un valor absoluto, sino múltiple. Con frecuencia, hombres y mujeres obtienen sus mejores resultados en campos muy distintos, algo que, de nuevo, muestra la diferencia general entre el carácter femenino y el masculino: ellos suelen brillar más en las habilidades espaciales y las capacidades matemáticas, mientras que ellas se desempeñan mejor, de forma habitual, en la lectura y las competencias verbales.

Sin embargo, si se atiende al reparto de la distribución en cada conjunto, sí se pueden sacar varias conclusiones que iluminan la realidad de nuestra sociedad. Porque resulta que, de acuerdo con los resultados de las pruebas de coeficiente intelectual, es más frecuente encontrar un nivel alto entre ellos que entre ellas. Y esto no significa que los varones sean más inteligentes: también es más común encontrar un bajo coeficiente intelectual entre la población masculina que entre la femenina. 

Al comprobar los datos de cualquier comparativa, los hombres tienen más posibilidades que las mujeres de estar muy por encima o muy por debajo de su media, a pesar de que esta sea similar en ambos sexos. O lo que es lo mismo: la diferencia de coeficiente intelectual mostrada entre ellos es más dispar que la que se puede encontrar entre ellas. Esta hipótesis se conoce como «mayor variabilidad masculina».

Si se representan de forma gráfica los resultados de una prueba de coeficiente intelectual –o de cualquier otra prueba, incluso física–, sería fácilmente observable que la curva de distribución tiene, en el caso de la mujer, una pendiente bastante pronunciada, ya que la mayoría de las mujeres se encuentra muy cerca de su punto medio. Por el contrario, la mayor variabilidad masculina provoca que su curva de distribución sea más chata, ya que existen individuos muy alejados –tanto por encima como por debajo– del punto medio de los de su sexo.

Por este motivo, el 99% de los 100 mejores jugadores de ajedrez del mundo son hombres, al igual que el 97% de los científicos galardonados con el premio Nobel desde inicios del siglo XX y que el 99% de compositores de bandas sonoras de las películas más taquilleras; pero también por este motivo, los varones suponen el 92% de la población reclusa en España, el 95% de los homicidas y el 98% de los asesinos en serie.

Por este motivo, en el MIR ellos obtienen las notas más altas a pesar de ser únicamente el 25% de quienes que se presentan. Al existir menor variabilidad entre la población femenina, sus notas son más semejantes y se sitúan en el entorno inmediato de la media. En el caso de los varones, ocurre lo contrario, aunque quienes se presentan al MIR se sitúan en el extremo superior del coeficiente intelectual –ya que la población masculina con menor coeficiente intelectual directamente se queda fuera y no accede al examen–, por lo que obtienen mayores notas que sus compañeras. 

Lo que el nuevo feminismo pasa por alto y decide obviar –al centrarse únicamente en la parte alta de la gráfica– es que los varones no sólo copan las cotas más privilegiadas, sino también las situaciones más precarias. 

Quizá, que el 68,5% de los miembros de los consejos de administración en los países de la Unión Europea sean varones guarde una relación directa con que el 91% de los empleados en la construcción también sean hombres. O con que en España los varones supongan cuatro de cada cinco personas que viven en situación de calle (80,4%). Quizá algunos hombres se llevan «lo mejor» y ostentan las riendas poder, pero muchos más se llevan lo más duro, aunque por esa paridad no pelee la izquierda. El nuevo feminismo no tiene en cuenta la tasa de suicidio de los hombres (74% del total); su tasa de abandono escolar (63%); o el índice de accidentes laborales (92%).

En 2005, el presidente de la Universidad de Harvard, Lawrence Summers, hizo referencia ante la Conferencia de la Oficina Nacional de Investigación Económica a la hipótesis de la mayor variabilidad masculina para explicar la menor presencia de mujeres en carreras de Ciencia, Tecnología, Ingenierías y Matemáticas (STEM). El demócrata, quien comenzó en el cargo en 2001, afirmó que «parece que en muchos atributos humanos –estatura, peso, propensión a la delincuencia, coeficiente intelectual, capacidad matemática y científica– hay pruebas relativamente claras de que, con independencia de la diferencia de medias –que puede ser discutida–, hay una diferencia en la desviación típica y la variabilidad de la población masculina y femenina». Estas declaraciones le valieron la presidencia de Harvard a Summers: un año después de las declaraciones, que lo enfrentaron al profesorado, el claustro votó en su contra en una moción de censura.

Años más tarde, en 2017, el ingeniero de Google James Damore fue despedido fulminantemente de la empresa tras asegurar que sus medidas de igualdad resultaban discriminatorias para los hombres –en sectores como el tecnológico–, ya que no tenían en cuenta la mayor variabilidad masculina: «Tenemos que dejar de asumir que las diferencias de género implican sexismo». En un memorando interno («Cámara de eco ideológico de Google»), Damore aseguró que «hombres y mujeres difieren en parte debido a causas biológicas y (…) estas diferencias pueden explicar por qué vemos menos representación femenina en puestos relacionados con la tecnología y el liderazgo». Las palabras de Damore provocaron un enorme revuelo que se extendió a la comunidad científica: psicólogos de renombre como Jordan Peterson apoyaron sus palabras; otros –la mayor parte– cargaron contra él y le acusaron de camuflar su machismo en «un sinsentido de jerga pseudocientífica». Unos pocos, aun aceptando las premisas de la hipótesis de la mayor variabilidad masculina, aseguraron que la relación existente no descartaba la existencia de razones sociales o culturales. 

Sobre si la hipótesis de mayor variabilidad masculina es provocada por causas naturales –diferencia biológica entre hombres y mujeres, predisposición intrínseca de gustos por sexo o mayores capacidades en campos diferentes– o sociales y culturales –condicionamiento de preferencias por género, inclusión tardía de la mujer en el mundo laboral o mayor aversión al riesgo por un menor apoyo social–, no puede saberse, al menos de momento. Pero será imposible averiguarlo mientras un investigador no pueda aseverar que, de acuerdo con sus resultados, los varones copan los puestos de poder por una razón: la mayor variabilidad masculina.

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