La Asociación Española de Bioética ha publicado unas valiosas conclusiones en sus jornadas de octubre de 2022 donde defiende la objeción de conciencia en determinados actos de obligado cumplimiento legal. El reconocimiento de la objeción de conciencia como un derecho humano es prueba del vigor democrático de una sociedad y, desde luego, aparece en nuestra doctrina constitucional.
Parecería que la gran discusión prudencial en estos momentos en la objeción de conciencia a participar en actos homicidas, es decir la eutanasia, se centraría en apuntarse o no en las listas que se están elaborando con la excusa legal de permitir la organización del «servicio» en la administración sanitaria. Con buena intención, la Asociación entiende estas prácticas homicidas como despenalizaciones y aquí surge uno de los problemas con los que nos enfrentamos, que es la incomprensión del proceso que se está produciendo ante nosotros.
Tanto el aborto intencional como la eutanasia no son prácticas despenalizadas, sino derechos en su sentido más fuerte y sádico. No son excepciones aceptadas de la cultura contemporánea, sino el núcleo de la acción de los nuevos cultos ideológicos que, a través de ésta, pretenden la liberación humana, pero entendida exclusivamente en su sentido radical o sectario.
De forma similar a la que se plantea de forma abierta en la llamada ley trans, el derecho en sentido fuerte debe ser apoyado; para no ser ingenuos hay que ser conscientes de que el ejercicio del derecho es atribuido al sujeto, pero realmente es el querido por el Estado. Hay que entender que con estos derechos, que no despenalizaciones, el Estado ocupado por los nuevos cultos ideológicos pretende una transformación revolucionaria y que la conciencia disidente no está en la situación del participante libre en un Estado liberal-democrático, sino en la situación del contrarrevolucionario en un proceso revolucionario.
Si, como estamos viendo, el Estado es capaz de coartar la libertad de expresión o religiosa o los derechos de los padres cuando interfieren en el pleno desarrollo del proceso revolucionario ―véanse los blindajes de cualquier espacio público cercano a un abortorio o la conversión del conjunto del profesorado en un agente trans―, podemos pensar que ocurre cuando la objeción surge como una dificultad en la realización del acto homicida por parte de un funcionario público o persona sujeta a la administración, como es hoy en día con todo el personal sanitario.
El argumento subyacente al discurso más radical y, por tanto, más coherente en el proceso triunfante es que, quien se opone en nombre de su conciencia a la realización de un derecho de un tercero, un derecho que en algunos casos se identifica como el colmo de la autonomía, como es liberar a la mujer de la esclavitud de una maternidad no deseada, o poder elegir el momento y forma de la propia muerte, es un enemigo de la realización de la liberación.
Sólo así se entiende que sentencias como la reciente del Tribunal Supremo Americano, que devuelve a los Estados la regulación sobre el aborto, o leyes como las polacas o húngaras sean tomadas como actos del enemigo y se alcancen extremos como cercar las casas de los jueces o intentar influir las legislaciones desde las instituciones europeas.
Con lo dicho, no intento devaluar el logro que significa la objeción de conciencia ni extender un escepticismo sobre los Tribunales o el sistema de justicia a la hora de protegerlo. La Corte Suprema de EEUU ha demostrado que aún quedan tribunales ―sino en Berlín al menos en Washington―, pero sí creo que todo análisis debe partir de los intereses en juego y de la naturaleza del riesgo, y una aproximación ingenua no lleva a nada.
La distinción entre Derecho, Moral y Política que favoreció el pleno desarrollo de la vida política en la Edad Contemporánea, y que resulta especialmente acogedora para la objeción de conciencia, está rota, y no es respetada por las «ideologías» que funcionan como nuevos cultos omnicomprensivos. Tanto la objeción, como la libre discusión de ideas, se vuelven «sospechosas» y se cancelan. Por ello, no hay ninguna alternativa práctica a la batalla social y política. Además, el retroceso al que estamos asistiendo ―la muerte intencional por el sistema sanitario de personas en situación de fuerte dependencia y la matanza de los inocentes― lleva a nuestras sociedades a límites de injusticia tan graves que no pueden ser contemplados como el problema de una sola ley o de un solo gobierno.
Nunca habrá sociedades perfectas ni legislaciones completamente justas, pero el nivel de injustica y de imperfección al que estamos llegando con la acción radical es máximo.
Bien está, por supuesto, la acción sectorial, la bioética y la actividad ante los Tribunales, como se ha probado en EEUU; bien la convicción cultural, pero la acción principal es urgente y política.